Todas las corrientes, todos los movimientos y diversas Nuevas Olas de cine de diversas épocas y geografías varias tienen entre sus miembros a un cineasta catalogado con la etiqueta de maldito. En la Nouvelle Vague francesa tenemos el ejemplo de Jacques Rivette, al igual que Basilio Martín Patino sería nuestro maldito en lo que se refiere a aquello que se llamó Nuevo Cine Español de los sesenta. Si nos situamos en la Nueva Ola del cine japonés de los sesenta, varios son los candidatos a este título honorífico, pero para un servidor el principal aspirante a colgarse el cinturón de campeón es sin duda el denostado Susumu Hani. Cineasta aguerrido, polémico, experimental e inclasificable como pocos autores de su generación, esta leyenda viva del cine oriental, a fecha de redacción de la presente reseña, ostenta en su haber dos de las cintas emblema más ocultas del movimiento transgresor nipón como son la erótica, heterodoxa, sucia y demoledora Nanami, el infierno del primer amor y la más elegante y academicista She and He, cinta que he elegido para homenajear la figura de este maldito de fábrica en nuestra web.
¿Qué convierte a una película tan bella visualmente de un planteamiento aparentemente clásico en su concepción cinematográfica en un estandarte de la Nueva Ola japonesa? Sin duda su soterrada poseía crítica capaz de lanzar una mirada destructiva y devastadora contra los vientos que definían la nueva organización social del Japón de principios de los sesenta empeñado en renunciar a sus tradiciones y ordenanzas ancestrales para abrazar sin protección, tapujos, ni siquiera reservas de contrapartida el estilo de vida occidental regido por ese capitalismo corrupto devorador de conciencias que convertía al dinero, los juegos de la alta política contrarios a la solidaridad y a la redistribución de la renta y al flujo de mercancías e intereses internacionales en la principal religión sustituta de los introspectivos templos budistas del arcaico y aislado Japón, que a modo de paradoja del destino, se caracterizaba justamente por poseer una filosofía y visión vital radicalmente opuesta a la que acabaría triunfando para deleite de los admiradores de la modernidad y el progreso irreflexivo.
En este sentido de denuncia soterrada, el director nacido en Tokio plasmó con un talento y una sapiencia supina, ese contraste antagónico que opone el capitalismo con la tradición gracias a una bellísima metáfora que construye la armadura argumental del film, siendo este recurso alegórico la verdadera moraleja que sustenta el desarrollo de una fábula que aparentemente no presenta ningún tipo de interés adicional más que mostrar el aburrido día a día de una joven llamada Naoko procedente de Manchuria que ha arribado junto a su ambicioso marido —antipático y maléfico personaje que aparece y desaparece de la trama como un espectro que absorbe la lánguida alma de su cónyuge que ostenta un puesto ejecutivo como asesor de un corrupto político— a una seminal urbanización de nueva construcción cuya expansión únicamente parece estar impedida por la existencia de un poblado chabolista en sus alrededores. La aburrida rutina de Naoko se verá interrumpida súbitamente una noche en la que un incendio en las chabolas seguramente provocado por mediación del voraz constructor de la urbanización con la intención de expulsar a la mugre que obstaculiza sus ansias dinerarias, incitará a que la joven comience a sentir una misteriosa atracción hacia esa bolsa de miseria inserta en el medio de los bloques de modernos edificios en construcción.
De esta manera Naoko frecuentará a los desdichados pobladores de la colonia, que a pesar de sus carencias se enfrentarán a la vida con una sonrisa y felicidad que carece la bella joven a pesar de las comodidades y holguras materiales que posee. Y es que a pesar de las numerosas posesiones materiales de Naoko, la misma se halla falta de lo más importante para garantizar la prosperidad del ser humano como es el afecto y el cariño diario de su marido. De este modo Naoko alternará con un mendigo que subsiste recogiendo la basura depositada en los contenedores de residuos por sus burgueses vecinos y que fue en la adolescencia compañero de instituto de su exitoso marido, cuyos esfuerzos se destinan al cuidado de una pequeña huérfana ciega de nacimiento. Si bien, en un principio esta relación parece que va a caminar por terrenos amorosos y sexuales, Susumy Hani decidió con gran acierto evitar cualquier roce en este sentido, mostrando sencillamente una natural relación de amistad surgida desde la ingenuidad del personaje principal dibujado por la maravillosa actriz Sachiko Hidari que le valió para alzarse con el premio a la mejor actriz en el Festival de Berlin de 1964.
La película no presenta ninguna arista adicional a la comentada en el párrafo anterior. Es decir, Hani evita complicar en términos melodramáticos o frívolos su epopeya, desnudando sencillamente con un tono cercano al documental las peripecias diarias, a modo de diario, de la Naoko protagonista del film. Así, sus aburridos despertares alejada de un marido más preocupado en prosperar en su trabajo que en colmar de amor a su mujer, la soledad sufrida por un personaje encerrado entre los barrotes que representan las cuatro paredes de su casa e igualmente sometida a las habladurías y rumores lanzados por las cotillas vecinas que observan como carceleros las pequeñas escapadas hacia la libertad —representada llanamente en la visión de una pelea dibujada por los famélicos niños del vecindario— exhiben por tanto la angustia y el vacío existencial que encierra Naoko, un personaje atrapado entre dos mundos encontrados cuya bondad, pero también falta de carácter y atrevimiento la convertirán en un muñeco maleable sometido a los abusos del resto de habitantes de la sociedad.
De este modo, Hani fija en el perfil de Naoko la estampa del ciudadano japonés medio que observa la vida sin tomar partido por una u otra opción de proyecto vital, siendo testigo en primera persona pero de forma impasible y por tanto siendo cómplice del delito, de como el capitalismo salvaje y podrido terminará engullendo a los últimos resortes de resistencia popular al poder —la masa de mendigos que se opone a abandonar sus hogares a pesar de la inmundicia y precariedad de los mismos y las malas artes de los empresarios inmobiliarios—, grupo por el cual la bella Naoko profesará igualmente una fascinación innata puesto que considerará que la tradición y la solidaridad también forman parte de su talante, quizás en mayor proporción que la codicia desmesurada que desafortunadamente parece ser la única vía capaz de procurar a la clase media esa comodidad y carencia de penurias que representa optar por la vida capitalista alejada de la tradición y el esfuerzo ancestral.
Esta moraleja que sustenta la base fundacional del film fue disfrazada bajo el revestimiento de un melodrama clásico que muestra los sufrimientos de una mujer desamparada de amor marital. Este hecho es lo que convierte a She and He en una obra capital de la Nueva Ola del cine japonés, plagada de un simbolismo muy sugerente, llamativo y singular del resto de sus compañeras de generación vertido con una lúcida maestría por el director de Nanami. Esta es por tanto una de esas cintas que bajo la apariencia de contar una historia en la que no pasa nada, encierra en su interior una demoledora, agresiva y combativa metáfora que señala como la renuncia de los sentidos propios en favor de los ajenos conllevarán a la ruina moral y a la derrota de toda una generación de jóvenes japoneses que por efecto de su rendición a la influencia más perniciosa del amigo extranjero dejaron de ser, a partir de la aceptación del sometimiento, ciudadanos orientales para mutar en un sucedáneo de afligidos habitantes del universo occidental. Sin duda una película diferente que obliga a reflexionar tras su visionado.
Todo modo de amor al cine.