Uno de los mayores problemas a los que se enfrenta el cine de ideología, es decir el que más que contar una historia pone de manifiesto las obsesiones, filias y fobias de su realizador, no es tanto la sinceridad, la franqueza o incluso la sutileza en su puesta de largo (que también) sino tener la suficiente capacidad de discernimiento para distinguir entre dejar las cosas claras o caer en el más absoluto de los ridículos.
Es evidente que la falacia de que existan películas sin agenda, sin discurso detrás, es falsa. Una idea que parece haber surgidos de sectores reaccionarios con la intención de desdeñar ciertas medidas de carácter progresista. Hay que decirlo claro, todo film tiene un enfoque, una forma de “vender” ideas aunque sea disimuladamente en su trasfondo. Pero luego está el caso de films cuya realización parece destinada a dar gasolina a los ultras más que a empatizar con una causa.
Este es el caso de Sharp Stick de Lena Dunham. Una película con la sutileza de un ladrillazo en la cara y cero ganas de disimularlo. Esto, cuando menos discutible, manifiesta además una sensación de orgullo al respecto. Como si el hecho de prescindir de un guión y tirar de manual ‹woke› fuera suficiente argumento para sostener algo que parece escrito por un preescolar y no en un día inspirado precisamente.
Está muy bien reivindicar e incluso exigir el empoderamiento femenino, la libertad sexual, el autodescubrimiento y la necesidad de que la diferencia no sea un obstáculo sino una virtud. Ahora bien, el fin no justifica los métodos y menos cuando reduces al elemento masculino al paroxismo del arquetipo ya sea en su versión “maligna” (débil, presa del deseo, sin moral ni escrúpulos) o en su versión favorable (tan absolutamente angelical y ‹cool› que parece una versión ‹hipster› de Disney). Por no hablar de la cara edulcorada de una industria tan dañina como el porno o de hacer de una familia desestructurada un ejemplo casi favorable porque la vida y el progresismo feminista ya tal.
Sharp Stick, en definitiva es poco menos que una vergüenza fílmica. Un despliegue sonrojante de ideas que, igual sobre el papel son correctas, pero que en pantalla resultan incluso ofensivas por su grosería y su falta de matices. ¿Lo peor? Que nada de ello parece importar a su directora, más preocupada en que quede clarísimo lo que piensa y que pasemos por su tubo ideológico.
En definitiva, estamos ante un claro ejemplo de confusión entre churras y merinas. Entre lo que significa posicionarse con un discurso inteligente o ser agresivo de la peor manera posible. Y más cuando, por si fuera poco, tampoco hay ninguna planificación, idea visual o despliegue formal que, ni que sea estéticamente, sujete el artefacto. Una película que le hace un flaco favor a las ideas que pretende defender y que, irónicamente, yerra hasta en el título. Su Palo afilado o inteligente acaba por convertirse en una PCR roma cuyo resultado es positivo en infección.