Martin McDonagh llegaba con la vitola de haber realizado 4 años atrás una de esas grandes sorpresas que, de vez en cuando, asolan el panorama cinematográfico. Por si ello fuera poco y tras la recepción a la excepcional Escondidos en Brujas, precisamente un par de meses atrás llegaba a España otro trabajo auspiciado por él, se trataba de la ópera prima de su hermano John Michael McDonagh, El irlandés, que también encandiló a crítica y público.
Es quizá el motivo por el que sorprendía que después de cuatro años McDonagh no hubiese vuelto al ruedo, así que el cineasta británico habrá pensado que no existía mejor modo de hacerlo que rodando un film con el que no sólo regresa al panorama, sino también introduce códigos metacinematográficos para hablarnos sobre su ‹alter ego› en pantalla, Marty, un guionista que se encuentra en una etapa de plena crisis y que, entre las ideas para su nuevo trabajo, baraja el hecho de escribir una historia sobre siete psicópatas, pero donde la sangre y la violencia no sean elementos predominantes, acogiéndose al hecho de jugar con personajes de lo más estrambóticos y darle un aire distinto a una propuesta que podría derivar en desmadre puro y duro. Como es obvio, todo ello se ve reflejado en una Seven Psychopaths donde la mayor importancia ni siquiera recala en esas siete figuras que, en ocasiones, no tienen más que unas líneas de diálogo.
Tras un prólogo juguetón (e incluso ciertamente paródico) para con el género en base a un diálogo de la mano de Michael Pitt y Michael Stuhlbarg, la aparición de una de esas figuras que dejan al espectador ensimismado empezará a otorgar las coordenadas de un thriller que combina a la perfección la faceta de comedia negra y, a juzgar por lo visto hasta el momento, podría enlazar con el cine de un Guy Ritchie que ha terminado fondeando en el mayor prostíbulo del mundo, Hollywood. Afortunadamente, McDonagh es McDonagh y el estilo del director, aun enlazando con una propuesta distinta —hasta cierto punto— a la de su debut, no se ha movido un ápice: sigue sabiendo generar situaciones con audacia y, a raíz de ellas, afilar diálogos que apuntan contra todo sin temor a que una bala perdida termine hiriendo a su propio film; no se le resisten los momentos cuasi líricos sugeridos con sutileza desde su faceta más dramática y hasta se atreve a coartar el ritmo con incursiones que rebajan ese tono humorístico y se dirigen hacia otros lindes abriendo nuevas posibilidades.
De entre todas esas virtudes, la que mejor maneja el británico es la humorística. Más allá de que pueda o no funcionar, en ella siempre se perfila un cierto modo de encauzar el humor que, aun tocando temas recurrentes, sabe malearlos a su antojo consiguiendo el efecto deseado, así como sorteando las vicisitudes de un género que podría jugar en contra del propio cineasta, pero que McDonagh interpreta a las mil maravillas para dirigir un arranque espectacular en su Seven Psychopaths y, con algún que otro ínfimo bache, no rebajar las prestaciones de una mala leche y una negrura que alcanza aquí uno de los mayores picos del año en una cinta que parece realizada con una facilidad pasmosa. He ahí, precisamente, otra de las virtudes de ese cine que se mueve y entrega al espectador con una habilidad fuera de toda duda: las raíces de la comedia negra caen en boca de un elenco portentoso (lo de Farrell con el género casi resulta innato) y se sienten arropadas por ese relato con trazos de metacine que, por evidentes que puedan resultar en alguna ocasión, enriquecen un subtexto cuyas connotaciones hacen todavía más disfrutable la propuesta en sí.
En definitiva, si alguien creía que Martin McDonagh se había perdido, está de vuelta y con más fuerza que nunca, haciendo gala de ese humor tan ‹british› y negro que caracteriza la cinematografía de las islas, así como tomando referentes que bien podrían haber dado luz a la propuesta (esa trama del perro de un mafioso secuestrado que parecía pedir Ritchie a gritos, e incluso en menor medida el cartel que nos recuerda al Trainspotting de Boyle, otro relato fragmentado de personajes como podría ser este), pero el autor de Escondidos en Brujas sortea con destreza para demostrar que su ópera prima no fue ni mucho menos una casualidad, y que su estilo va camino de ser perenne, por mucho que los factores externos parezcan apuntar en direcciones que McDonagh, con mucha filosofía, excluye sin inmutarse.
Larga vida a la nueva carne.