El cine independiente norteamericano vuelve a nuestra sesión doble con dos autores ineludibles: por un lado, la única aportación tras las cámaras en el terreno del largometraje de la también actriz Barbara Loden con Wanda, y por el otro una de las joyas a reivindicar del siempre polémico John Waters con el film que rodaría antes de Polyester, esta Vivir desesperadamente que le llevaba al cine de género desde su particular y única visión.
Wanda (Barbara Loden)
El sueño americano saltó por los aires, como un espectro vacío de contenido que poseía a los ciudadanos estadounidenses. Su alienante sistema se hizo más obvio que nunca con los conflictos sociales de los años sesenta. La cinematografía de la siguiente década reflejó como nunca antes, llena de crudeza, la desesperanza y la falta de futuro de millones de ciudadanos norteamericanos. La protagonista que da título a Wanda (Barbara Loden, 1970) ha abandonado a su familia y acepta sin reparos que se le conceda el divorcio y la custodia de sus hijos a su marido. Loden —que no solo dirige, sino que también coproduce y escribe el que fuera su único largometraje como directora— interpreta el personaje basado en sus propias experiencias: apático, carente de anhelos, incapaz de encontrarle sentido a su existencia o un objetivo a la vida. Huyendo de las expectativas sociales del matrimonio y la maternidad, deambula y se deja arrastrar por desconocidos hasta que da con Mr. Dennis (Michael Higgins), un atracador de poca monta en cuyas actividades criminales y órdenes encuentra cierta estructura que le resulta cómodo acatar.
Rodada en 16 mm y con un equipo mínimo, la película establece a través de su fotografía una relación directa entre sus desolados paisajes de la periferia y los suburbios con la psicología de sus personajes. La zona del carbón del este de Pensilvania, que contextualiza perfectamente en el filme la crisis económica y el colapso de la clase trabajadora, es donde transcurre gran parte de la acción. A través de diálogos improvisados y actores no profesionales, con una mirada naturalista y planos largos que mantienen de manera extraordinaria la tensión escénica y la autenticidad del relato cámara en mano, Loden crea un retrato desmitificador de los mismos criminales cuya figura tanto ha ensalzado el cine negro y policíaco tradicionalmente en Hollywood, desde la estética a sus códigos y amoralidad. Mr. Dennis se viste como un oficinista —un hombre gris cualquiera— y se comporta de forma egoísta, utilizando a Wanda para sus propios fines y cosificándola, tratándola como un trofeo más obtenido en su camino.
Si no tienes nada, no eres nadie, ni siquiera eres ciudadano de los Estados Unidos, le exhorta. Wanda observa en otro momento, casi desafiante, un escaparate donde unos maniquíes visten con ropas y estilismos que se consideran los estándares a los que toda mujer debe aspirar. Esos mismos estilismos y vestidos son los que le impone Mr. Dennis para acompañarle en el golpe que va a cometer en un banco. Wanda proyecta en él una posible vía de escape, pero se encuentra con otra forma de dominación masculina centrada alrededor del estatus y la propiedad, de alcanzar ciertos niveles de bienestar económico y consumo que le permitan reintegrarse en la sociedad —en cuyos márgenes transita— para ser de nuevo un individuo válido a ojos de su padre también. Otra faceta de las mismas jerarquías e instituciones capitalistas de las que huía en primer lugar el personaje de Barbara Loden, que se mimetiza con la cámara a través de su fisicidad interpretativa, la mirada o la inclusión de planos subjetivos. Condenada a vagar por las calles en búsqueda de sí misma, Wanda acaba rodeada de extraños con los que posiblemente comparta, sin saberlo desde su hermetismo, la misma confusión y falta de aspiraciones que pudieran proveer de un sentido superior a sus actos.
Escrito por Ramón Rey
Vivir desesperadamente (John Waters)
La de John Waters es una filmografía insaciable, un viaje sin retorno a uno de los más —sino el que más— libérrimos y funambulistas universos creativos que ha dado la historia del cine. En una de las pocas analepsis del único largometraje de Waters en el que Divine (antes de su fallecimiento), su actriz fetiche, se encuentra ausente, el personaje de Mole McHenry, hombre transgénero, revive el motivo por el cual ha sido desechado a Mortville, comunidad de chabolas de cartón piedra en la que se refugian todo tipo de malhechores y marginados sociales. Creo que esa escena resume a la perfección el microcosmos de Desperate Living que, por extensión, abraza gran parte de la obra de Waters y reafirma su identidad como importante abanderado de la mirada ‹queer› en el cine independiente estadounidense.
La escena tiene lugar en un ring en el que Mole McHenry, despojado aún de marcas de identidad masculinas, es uno de los combatientes del espectáculo de lucha libre que está por empezar. Aparece vestido con un modelo que simula una vagina gigante en la barriga y se dirige al público, que lo abuchea, con sonoros «¡Jodeos!» mientras simula masturbarse. Se encara a los espectadores, eclécticos y enloquecidos y no tiene reparo en alguno en aporrear al árbitro y a todo quisqui que se le ponga enfrente. Por supuesto, Mole no se sujeta a las normas y termina liquidando a su contrincante, le hace saltar un ojo que pisa a posteriori y, ante las quejas del árbitro, lo estrangula fríamente y celebra ambos homicidios con los brazos en alto y con una nada disimulada alegría. La analogía es diáfana: John Waters es Mole pero sustituyendo el cuadrilátero por la gramática fílmica y las convenciones sociales.
Desperate Living supone otro puñetazo en la entrepierna de la clase acomodada norteamericana y a su ‹American way of life›. Y a pesar de la histriónica comicidad y la brocha gorda con la que Waters proyecta el ‹modus vivendi› de sus personajes, es inevitable detectar en ellos una pátina de tragedia y libertad cercenada. Por suerte, como en todos los films del gamberro de Maryland, buena parte de su discurso subversivo supone al mismo tiempo un alegato a favor de la diversidad, un foco a toda esa gente generalmente invisibilizada, tanto en el cine como en nuestras calles, que el sistema se ha encargado de mantener limpias para reforzar estereotipos sexuales, de género, raciales o religiosos. En ese sentido, acercarse a cualquier film de Waters es una bendición, una aniquilación del decoro y el ‹savoir être› y un divertimento que hará las delicias incluso de las mentes más desquiciadas.
Merece ser mencionado que dentro de su estética camp feísta y poco normativa existen unas elecciones cromáticas que remiten inevitablemente al melodrama “sirkiano”, aquí con una evidente búsqueda del elemento paródico. Y aunque pasado por un filtro grotesco con penes desmembrados, policías preñados de perversiones, dictadoras sadomasoquistas y cadáveres devorados (algún día se tendrá que hablar del sentido de la muerte en la obra de Waters), no creo que el cine de Waters esté tan alejado discursivamente del de Sirk. Si se trataba de poner el dedo en la llaga de la acomodada (y en muchas ocasiones infantilizada) sociedad norteamericana, ambos daban sin duda en el clavo.
Escrito por Maties Tugores