El neo-noir llega a nuestra sesión doble con dos cineastas indispensables para el género como son William Friedkin y David Mamet. El primero, cuando a mediados de los 80 dirigía Vivir y morir en Los Ángeles con nombres como los de Willem Dafoe y John Turturro entre el reparto, y el de Chicago con su segunda aportación al género tras Casa de juegos, esa Homicidio con Joe Mantegna y William H. Macy al frente.
Vivir y morir en Los Ángeles (William Friedkin)
En 1985, Los Angeles era la capital de un mundo neoliberal. Un año antes, la ciudad había sido la sede de unos Juegos Olimpicos que, ante el boicot de la Unión Soviética, fueron una exhibición de poder televisado de los Estados Unidos. También un año antes, L.A. fue uno de los grandes feudos que permitió a Ronald Reagan arrasar en las elecciones presidenciales, pese a ser una ciudad tradicionalmente demócrata.
El caldo sociocultural en el que hierve una película como To live and die in L.A. es muy reconocible: liberalismo económico y cultura de masas, con aderezos de obsesión por el dinero, tráfico y consumo de cocaína, culto al cuerpo y corrupción política y policial. En esta pesadilla “Jamesiana”, William Friedkin rodó una película que se podría considerar como una carta de amor y odio a la ciudad a la que se había mudado veinte años antes. Su cámara se mueve entre zonas industriales del centro, barrios marginales, vías de tren, almacenes y escondites en el desierto, lejos del glamour de Hollywood y Beverly Hills.
Concebida como una película policíaca, una ‹buddy movie› con toques de autor, To live and die in L.A. es una película hipertrofiada y anabolizada, un constante ir y venir, personajes incapaces de sentarse y pensar. Tras la muerte de su compañero Jimmy, el agente Richard Chance (William L. Petersen), emprende una venganza personal contra su asesino, el falsificador de moneda Ric Masters (Willem Dafoe). En el inicio encontramos varios de los tropos más usados en el cine policial de la época: un policía experimentado al que matan justo antes de jubilarse, su joven e impetuoso compañero con problemas para seguir las reglas del juego, su nuevo compañero que quiere vivir bajo esas mismas reglas, el frío y seductor criminal sin escrúpulos…
Friedkin no renuncia a usar los clichés, sino que los abraza y usa como una estructura en un edificio cuya fachada revestirá con su arte: un gran dominio del ritmo acelerado mediante estudiados movimientos de cámara y un montaje que privilegia la acción. Después de dos fracasos (Cruising y The Deal of the Century), el director estadounidense quiso volver al terreno de The French Connection; las orquestadas y espectaculares persecuciones en coche y a pie, los espacios abiertos y exteriores decadentes. El film es puro entretenimiento, con un protagonista siempre dispuesto a ir más allá en su enajenación: su afición por saltar al vacío de puentes no deja de ser la perfecta metáfora para su estilo de vida y, por extensión, para el estilo de vida norteamericano de la época. Hay una tensión entre cumplir las reglas y saltárselas para un supuesto bien mayor que recorre todo el film, especialmente en las discusiones del protagonista con su nuevo compañero, Vukovich (John Pankow) y su jefe, Thomas Bateman (Robert Downey Sr.).
Pese a que el ‹New Hollywood›, que había aupado a directores como Friedkin, ya agonizaba, es imposible no apreciar su rastro en una película como To Live and Die in L.A.; desde sus créditos, homenaje claro al Bresson de L’argent (1983), hasta la decisión de matar a dos de sus protagonistas a sangre fría, dedicando a su muerte unos pocos segundos. El final extrañísimo, oscuro y carente de épica, más allá de una impresionante escena en un almacén en llamas, es quizás el otro ingrediente disonante del film.
Es interesante esa falta de épica, especialmente si consideramos la película como una especie de epopeya griega hipertrofiada, en la que unos personajes hipermasculinizados se mueven por pura acción, y en donde el vértigo y la euforia sustituyen al misticismo. Incluso la presencia constante de guiños homoeróticos (un tema que Friedkin ya había explorado con tino en The Boys in the Band) son más producto de la hipermasculinización de tintes clásicos (con personajes femeninos reducidos prácticamente a la marioneta) que de una voluntad de explorar la sexualidad homosexual.
Pese a ser tremendamente entretenida, el interés de una película como To Live and Die in L.A. hay que buscarlo en algunas pinceladas, algunas notas desafinadas que dan color a un relato prefabricado, así como en la presencia de grandes actores cuya carrera recién empezaba (John Turturro o un convincente Willem Dafoe).
Escrito por Iván Correyero
Homicidio (David Mamet)
Uno de los temas habituales en todo (neo) noir que se precie es el de la fatalidad, esa unidireccionalidad del destino que hace que, cualesquiera que sean las decisiones tomadas por eso tan abstracto y tan real llamado condición humana, la resolución del existencialismo en bucle acabe, como vulgarmente se suele decir, como el rosario de la aurora.
El descenso a los infiernos de sus protagonistas no tienen que ver tanto con el entorno, ya de por sí habitualmente degradado, sino más bien el sacar a relucir a flote las miserias cotidianas del espíritu, de poner en la palestra las contradicciones y traumas, los deseos inconfesables y los secretos ocultos del individuo y su incapacidad para hacerles frente.
Delincuencia, corrupción y sexo, suelen ser los ejes primordiales de esa lucha contra uno mismo pero que, en el caso que nos ocupa, el de Homicidio, son relegados, cuando no ninguneados, por David Mamet en favor de otros asuntos de otro calado, pero igualmente nefandos para el porvenir de sus protagonistas.
Homicidio gira en torno a temas como el racismo y la búsqueda de las raíces de la identidad del individuo. Pero lo que habitualmente puede convertirse en un film de exploración y autodescubrimiento acaba por ser subvertido en forma de lo que significa el auto-odio, la quiebra de los valores morales para pertenecer a una comunidad y la ceguera provocada por el fanatismo.
Acompañada de un fotografía que obvia el contraste habitual en el género para centrarse en lo mortecino y de una banda sonora melancólica (y desesperanzada), el film transita de la típica investigación policial hacia la inmersión en dos comunidades cerradas, la judía y la negra, que a pesar de sus contrastes socioecónomicos, sufren de los vicios y temores. Cerrazón, intolerancia y desconfianza hacia todo aquello que les ajeno y que a menudo, se percibe como hostil.
La respuesta siempre llega en forma de violencia, más o menos velada, y de petición explícita de adhesión sin fisuras. Una demanda que, de no ser atendida se transforma en la inequívoca expulsión del colectivo. Una tesitura que debe afrontar el protagonista y que le llevará a poner en cuestión sus fidelidades, su identidad y pondrá de manifiesto la necesidad del individuo de anteponer sus principios y soledades frente a la seguridad y la reafirmación que da pertenecer a un colectivo determinado.
Mamet dibuja una progresiva venda fanática en la mirada de su protagonista, llevándolo cada vez más hacia terrenos pantanosos al respecto de la ideología y la autodefensa, incluso poniendo en tela de juicio la búsqueda de conocimiento cuando esta no es más que la necesidad de encontrar las respuestas que uno quiere tener independientemente de la veracidad de las mismas.
Homicidio podría considerarse un noir de tono suave en cuanto a su estructura, sus modos y sus transiciones argumentales. Sin embargo no deja de ser una caldera cuya ebullición nunca llega por explosión súbita sino por una paulatina e inevitable caída desde la gracia. Posiblemente habrá films más explosivos, más impactantes en cuanto a formas, pero desde luego pocos con una crueldad tan feroz como la expresada en el desenlace de Homicidio. Un final tan silencioso en su exposición como clarividente en la mirada perdida con la que cierra. Una negrura tan profunda que, sin duda hace honor al género y su nombre.
Escrito por Alex P. Lascort