El cine de aventuras en su ámbito más clásico llega a la sesión doble con dos auténticas joyas del género que no hay que perderse: por un lado, una de las piezas rodadas por uno de los maestros del ‹stop motion›, Karel Zeman, combinando esa técnica con la imagen real en Viaje a la prehistoria, y uno de los últimos largometrajes del gran Fritz Lang en El tigre de Esnapur, una de las dos partes del díptico firmando junto a La tumba india.
Viaje a la prehistoria (Karel Zeman)
El “sentido de la maravilla” está presente en Viaje a la prehistoria (Cesta do pravěku, Karel Zeman, 1955) no como consecuencia de un plan narrativo premeditado, sino como una razón apriorística para su existencia. Por un lado, dentro del mismo relato de aventuras en el que seguimos a cuatro niños navegando la corriente de un río hasta las edades más remotas de nuestro planeta y la creación de la vida en la Tierra, mostrando tanto los cambios en la fauna, flora y clima de distintos periodos geológicos como sus peripecias en el camino. Por otro, por la construcción de sus elementos visuales usando técnicas de animación, efectos especiales y ‹stop motion› tradicionales integradas con imágenes de acción y personajes reales. Unos recursos que nos trasladan a los orígenes del cine, al encandilamiento primitivo producido por las propias imágenes en movimiento y por las criaturas y mundos que cobraban vida ante los ojos de los espectadores después en producciones como El mundo perdido (The Lost World, Harry O. Hoyt, 1925) o King Kong (Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack, 1933), que nos llevan hasta la magia de Georges Méliès y sus obras fantásticas como Viaje a la Luna (Le Voyage dans la Lune, 1902).
Pero hay algo mucho más esencial: la fascinación de estos chicos por los descubrimientos científicos y el asombro por el mundo natural, por la realidad física que les rodea tan propia de la ciencia ficción clásica y por autores como Jules Verne, de cuyo Viaje al centro de la Tierra toma su inspiración la cinta. El ansia de conocimiento y la exploración son el motor de su interés por enseñar al más pequeño de ellos el origen de un fósil de trilobites que encuentran en la entrada a una cueva. Este lugar se convierte en el umbral místico a lo fantástico, permitiendo interpretar el filme desde dos puntos de vista. Como un viaje literal en el que un grupo de chicos tienen vivencias que les marcan para el resto de su vida —como en Cuenta conmigo (Stand by Me, Rob Reiner, 1986)— o como una representación simbólica de la inmersión imaginaria de los chavales en los libros de texto, enseñanzas y apuntes que mantienen del colegio, mientras describen, a partir de su cuaderno, todo el trayecto que van a realizar para encontrar la explicación al fósil y las repercusiones de vincular así nuestro presente con lo que conocemos del pasado.
Los chavales navegan lo que podría denominarse el “río del conocimiento”, encontrando todo tipo de animales, dinosaurios, insectos gigantes o reptiles en sus paradas en la orilla. A partir de la voz en off de dos de ellos entramos en una mirada nostálgica a una narración que se construye sobre su punto de vista, que filtra las anécdotas de sus luchas contra los elementos, sus accidentes y las ocasiones en que alguno de ellos acaba perdido avanzando tierra adentro. Cuando encuentran restos de seres humanos prehistóricos, sus pinturas y herramientas en las cavernas, o cuando exaltan la importancia de la invención del fuego el deslumbramiento es total. La belleza del conocimiento de nosotros mismos que posibilita el saber de otras épocas distantes se combina con la pura admiración del progreso que ha construido la humanidad y la civilización hasta nuestros días. Ese éxtasis se lleva también a las composiciones de los planos donde los niños observan las criaturas en su entorno —y en especial los dinosaurios—, creados con un minucioso nivel de detalle y movimiento fluido, mientras se alimentan, luchan o corren libres. Viaje a la prehistoria es una auténtica sublimación fílmica de lo racional como vehículo de percepción de todo lo fabuloso que nos rodea.
Escrito por Ramón Rey
El tigre de Esnapur (Fritz Lang)
Fritz Lang filmó, durante su última etapa alemana —y puestos a expandir la información, su última y breve etapa como cineasta— tres películas que hacen que toda la memoria fílmica se retrotraiga precisamente a la primera etapa del vienés durante los turbulentos años 20, quizás el período de máximo esplendor de Lang y el salvoconducto artístico que le permitió, no sin poco esfuerzo, rehacerse un nombre en el mercado estadounidense. Su díptico aventurero, formado por El tigre de Esnapur (1959) y La tumba índia (1959), invocan el espíritu inquieto y explorador de aquel coloso silente llamado Los Nibelungos (1924). Por su parte, los ecos melancólicos de Los crímenes del doctor Mabuse (1960) se revelan aún con mayor explicitud, pues reverberan como la secuela de un relato épico de cuatro horas y media que ya firmara Lang en 1922.
Y, sin embargo, todo rastro de la épica “languiana” de los años 20 ha desaparecido. La madurez narrativa adquirida durante el período hollywoodiense, sumada a una nueva situación de libertad creativa —desembarazándose ya de los corsés estilísticos “impuestos” por la industria estadounidense—, granjearon a Lang una oportunidad inmejorable para mostrarse natural y para paladear plácidamente los dulces sabores del relato clásico (en este caso, bajo el paraguas del género de aventuras). Hay algo en El tigre de Esnapur —aunque tenga poco valor realizar una aproximación analítica individual, despojada de su “secuela”— que se percibe anacrónico. Y no se trata únicamente de su arriesgado estilismo ‹kitsch› o de escuchar a la sociedad india hablando un impecable alemán, sino en el profundo distanciamiento que existe entre Lang y los protagonistas de su epopeya india.
No hay pereza discursiva ni desgana en el alejamiento del cineasta con sus personajes. Así como en los meandros de su cine negro se detectaba un cierto pudor humanista y comprensivo, aquí se desvanece, pierde importancia en pos de la invocación de un estado de ánimo, de una atmósfera, de la celebración del más puro y simple de los relatos. Ese alejamiento puede también advertirse en el hecho que Lang aceptara que su film fuera cortado en dos partes, sin ningún tipo de interés por mantener la emoción o el suspense de la historia en una narración única. Ello puede dejar un poso agridulce en las audiencias, especialmente aquellas afines a la filmografía del cineasta vienés y más acostumbradas, por decirlo de alguna manera, la expresividad de su puesta en escena y de sus trabajos lumínicos.
Resulta curioso que este círculo que aparentemente se cerraba en la filmografía de Lang tuviera unos trazos estilísticos y un sentido de la épica (también en la puesta en escena) tan alejados del Lang silente, quizás uno de los cineastas más ambiciosos de su época. En ese sentido, cabría ubicar la capacidad de Lang en su aventura india (también notable en grandes obras como Deseos humanos) de perfeccionar su invisibilidad autoral, algo que el Hollywood clásico se esforzó en “imponer” a sus cineastas.
Y, sin embargo, como relato de aventuras que se cuece lentamente, con la pura fluidez y regocijo de quien disfruta contando historias, El tigre de Esnapur (inseparable de La tumba india) incluye ingredientes de sobra para satisfacer —siempre y cuando el acercamiento del espectador sea el adecuado— a los mayores admiradores del género: se invoca un triángulo amoroso en un país lejano, atávico y exótico; existe un notable interés en la descripción detallada de los escenarios y los paisajes; aparecen pugnas fraternales por el poder de una nación; se construyen tumbas para aprisionar amores eternamente, etc. Sin duda un cine de aventuras que, igualmente como ocurre con su enclave diegético, pertenece a otra época y a un sentido ancestral de hacer cine que difícilmente será recuperado.
Escrito por Maties Tugores