Los celos como precursor de un crimen. El fin de la cordialidad. Para ello viajamos en el tiempo y nos aferramos al cine clásico con dos películas imprescindibles sobre el tema, como son la obra de cine mudo Varieté que Ewald André Dupont dirigió en 1925 y la italiana Gelosia que realizó Pietro Germi en 1955. Cuando la sangre hierve y ofrece un espectáculo de tamaña magnitud, merece su propia sesión doble.
Varieté (Ewald André Dupont)
Dirigida por Ewald André Dupont, otro de tantos talentos bávaros de los albores del cine que terminarían emigrando a Estados Unidos, Varieté nos introduce en un universo circunscrito por los sentimientos más irracionales, algo que el cineasta se encarga de delinear en una de sus primeras secuencias. En ella, su protagonista, Boss, comparte espacio en su hogar con su mujer y su hijo cuando, de repente, aparece Bertha-Marie, un nuevo rostro al que él ofrecerá cobijo obteniendo como respuesta la airada réplica de su mujer, que no parece aceptar compartir su casa con otra mujer.
Aquello que podría suponer una escena aislada, empieza a dibujar no obstante las líneas maestras de un film que no tarda en encontrar en su rostro central —interpretado por un Emil Jannings que halla en su capacidad expresiva un espejo ideal para abordar su rol—, ese trapecista llamado Boss, otra respuesta inesperada. Lo que se presenta como una situación aislada, sin significación alguna en otro contexto, es interpretada por Ewald André Dupont con inteligencia, incurriendo en ese sentido en una animalización del personaje de Jannings que no hace sino definir un carácter que resultará definitivo para la conclusión de la obra.
La descripción de sus personajes, que no únicamente nos lleva a esos recovecos impenetrables de la (sin)razón, dota también de una interesante condición a Varieté. La naturaleza de Boss, confronta así cuando decida aceptar la oferta de un famoso trapecista a unirse a ellos, con el carácter frío y calculador de Artinelli. A través de ese encuentro, el cineasta alemán va preparando terreno para una situación inevitable que nos llevará a esa conclusión ya conocida, y dilucidada precisamente —y con la tenacidad necesaria— en su primera secuencia, que nos traslada a ese flashback mediante el cual se nos narrará toda la historia.
Más allá de elementos aislados de guión, que son llevados con pulso por Dupont tanto gracias a una puesta en escena tan concisa como funcional y a la ya citada interpretación de un Jannings que tiene varios momentos extraordinarios —como esa heladora secuencia en la habitación de Artinelli—, Varieté compone a través de su plasticidad visual y el empleo preciso de sus herramientas —en ese sentido, ya no sólo el uso del plano, sino también movimientos de cámara (poco habituales en el silente) o incluso juegos de foco— un relato que encuentra en la fuerza de sus imágenes uno de sus mayores argumentos.
Varieté destaca por ser otra de tantas joyas ocultas del silente que además posee la actuación de uno de los rostros más destacados del expresionismo, un (insisto) imponente Emil Jannings —esa mirada inyectada en sangre que llega a ser aturdidora, su presencia en pantalla, el temple en las secuencias de mayor peso…— por el que simplemente merece la pena el visionado; sin embargo, quedarnos sólo con ello obviando el valor y la fuerza del cine de un autor que, si bien no tuvo un recorrido como otros grandes cineastas de esa misma etapa, sería injusto ignorar ante una pieza tan notable como la que nos ocupa.
Escrito por Rubén Collazos
Gelosia (Pietro Germi)
La psique humana en las relaciones de pareja es una constante que el cine se ha encargado de postular desde su más tierna infancia. Por ello no nos resulta extraño que un sentimiento tan primitivo y cinematográfico como es el de los celos nos haya brindado obras de altura como Él (Buñuel, 1953) o Leave Her to Heaven (Stahl, 1945). Precisamente, acercándonos a ese maravilloso artefacto fílmico de Buñuel, podemos encontrarnos notables similitudes con esta, digamos, hermana menor, titulada Gelosia (1955) y dirigida por Pietro Germi, mucho más conocido por su célebre Divorzio all’italiana (1961).
El protagonista de esta historia, un noble acaudalado al que llaman Marqués de Roccaverdina, termina enamorándose de una de las mujeres que trabajan en sus campos. Para evitar la deshonra de su familia, la obliga a casarse con un don nadie, con la condición que continuaran viéndose a escondidas. Pero aún con esas, los celos se apoderan del marqués y, desbordado por la ira, acaba con la vida del ‹John Doe› particular del film. En cierta manera, Germi compone una diégesis en la que se establecen claras posiciones de poder: la nobleza sobre la cual descansa la figura de nuestro protagonista y su familia; y la plebe, todo el pueblo, la mayoría de los habitantes siendo trabajadores del marqués.
Para construir esta supuesta historia de (des)amor, Germi se sirve de dos puntos de vista: de un lado, uno presumiblemente «objetivo», que nos introduce la trama a través de diferentes eventos; por el otro lado, en un momento dado es el propio marqués quien, confesándose ante un capellán, describe su propia versión de la historia. Creemos que resulta interesante analizar esas lides, y es que, al igual que hacía Nabokov con su personaje de Humbert Humbert en Lolita (1955), tenemos ante nosotros una visión sesgada de la realidad.
Resulta escalofriante darse cuenta que la historia que narra el marqués pueda ser leída como un relato romántico, cuando ante nuestros ojos pasan imágenes de dominación y juegos de poder. Y es que el marqués ejerce su condición de superioridad inapelable frente a su enamorada: ella le debe sumisión por ser pobre y por ser mujer, él lo atribuye con naturalidad, ya que esos son los preceptos sobre los cuales se rige la (su) sociedad. Si eres pobre no vales nada, si eres mujer pobre vales doblemente nada. Se trata probablemente de uno de los mayores logros de la película, no tanto en el retrato psicológico de un ser cegado por el dominio y los celos, sino en la representación de esa sumisión dolorosa y silenciosa de una mujer entre la espada y la pared, ante un ‹cul-de-sac› de dimensiones inalcanzables.
Quizá en otros relatos, la mujer, como símbolo de rebeldía y de identidad, hubiese optado por quitarse la vida. En este caso, es penoso lo que le sucede a Agrippina —¡ojo, que al menos se dignan a adjudicarle un nombre!—: acaba siendo un objeto sin identidad que apenas habla durante todo el metraje y sobre el cual, en todo caso, no se le ofrece ningún tipo de atención más allá del que procura su aspecto físico. Como film que postula los males de los ataques de celos, Gelosia cumple con su cometido. Como obra que refleja la sumisión y la invisibilización de la mujer, Gelosia es demoledora.
Escrito por Maties Tugores