Nuestra sesión doble, aprovechando el Americana celebrando en la ciudad condal, nos lleva a las raíces del cine independiente norteamericano con dos nombres clave: el de un John Cassavetes ya conocido por todos, y una de las joyas a redescubrir dentro de su obra como Too Late Blues, y el de Frank Perry, que con Elisa, su debut, conseguiría algo más que galardones con una pieza a rescatar totalmente del olvido.
Too Late Blues (John Cassavetes)
Tras fundar el cine independiente USA con su debut, John Cassavetes amasó su segundo largometraje como director con el apoyo de una Major como la Paramount Pictures. Pese a este hecho, se siente que el autor de Faces gozó de total libertad para hacer la película que le vino en gana, sin necesidad de tener que hacer ningún tipo de concesiones. Parece que Cassavetes pretendía con Too Late Blues plantar su semilla con la intención de imponer sus revolucionarias ideas en la por aquel entonces decadente industria estadounidense, si bien esta pretensión cayó en saco roto.
No obstante, Too Late Blues contiene todos los tics que posteriormente iría amasando el genio. Cierto es que ésta es una de sus películas más malditas. Primero porque su autor renegó en cierto modo de ella. Segundo porque fue un auténtico fracaso de taquilla. Finalmente porque el mecenazgo de la Paramount impidió que la película fuese difundida en paralelo con sus hermanas más independientes cuando Cassavetes vivió su boom en la década de los noventa tras su muerte, ya con el reconocimiento unánime de padre del cine independiente.
Pese a todos estos puntos, nos hallamos ante una película de autor total en la cual resulta fácilmente reconocible ese estilo caótico, extremo y directo que engalanó los mejores trabajos de Cassavetes. Asimismo, en ella está presente esa obsesión por retratar la soledad del ser humano, y también sus miserias y miedos. Especialmente la del artista y su lucha por defender su autonomía, aunque ello suponga la marginalidad que otorga la ausencia de éxito y popularidad. Parece que bajo los efectos del rencor que le provocaba a Cassavetes recordar el fracaso de Too Late Blues, el bueno de John trataba de menospreciar los sobresalientes resultados de su segunda obra, indicando que su concepción surgió después de una noche de juerga.
Pero estas ganas de vilipendiar su obra no es sino un punto más que agranda el fascinante edificio de una película muy amarga y extraña. Ya su reparto resulta esotérico. Con Bobby Darin, uno de los chicos que el estudio pretendía promocionar, como protagonista algo descafeinado. Y con la potente Stella Stevens en lugar de la que había sido la elección de John, su mujer Gena Rowlands. Narrando la historia de un músico de jazz, John ‘Ghost’ Wakefield (Darin), un joven compositor que ha preferido la coherencia que supone respetar sus obras alejadas del gusto de las masas en lugar de venderse a una gran compañía. Esta postura de artista inviolable será violada cuando éste conoce en una fiesta organizada por su manager a un proyecto de cantante llamada Jess Polanski (Stevens), quien con su escultural cuerpo y melena rubia cegará a Ghost.
Tras diversos avatares, dejando entrever uno de ellos las debilidades del protagonista, la banda se disolverá y Ghost decidirá vender su talento al mecenazgo de una condesa que busca hacer dinero y también el ardor que la juventud pasional. Pero, el artista deberá decidir entre seguir malgastando su ingenio en las corrientes comerciales o volver a ser él mismo regresando a la esencia de su arte.
Nos hallamos ante una película terriblemente anárquica. Con una elipsis que cambia el rumbo de la cinta sin previo aviso. Ello quizás confiere a la superficie del film una sensación de desorden y confusión, merced a la brusquedad de un relato que parece quedarse a medias.
Too Late Blues no deja de ser una pieza de jazz incompleta, marginal y perfecta plataforma para esa improvisación tan presente en la forma de entender del cine de John. Legando una fábula en la que se observa la lucha del artista por ser fiel a sí mismo, debiendo elegir entre el dinero y el éxito ofrecido por los productores de música (o de cine si hablamos de John) o a su renuncia en favor de su alma. Siendo igualmente la amistad en su más amplio concepto el otro componente amasado y reverenciado por John, dejando claro que para él sus amigos son más importantes que su propio bienestar.
Escrito por Rubén Redondo
Elisa (Frank Perry)
Si bien a la sombra del considerado precursor del cine independiente allá a finales de los años 50, John Cassavetes, Frank Perry, autor de reconocibles títulos como aquella El nadador protagonizada por Burt Lancaster, fuera también uno de los estiletes de ese nuevo cine independiente norteamericano que dotaría de un nuevo revestimiento al cine de bajo presupuesto, por aquel entonces anclado en una serie B que encontraría en la década de los 50 su particular declive.
Elisa (del original, David and Lisa) supuso en su época uno de los grandes logros del citado cine independiente, y es que lejos de su contenido (del que hablaré a continuación), el film del de Manhattan conseguiría numerosos elogios y, más allá de ello, no pocos galardones y nominaciones —del premio en Venecia a Mejor debut, a su paso por los cotizados Oscars y Globos de Oro—, siendo así una de las piedras angulares que mostraban nuevas vías desde las que proclamar un cine que se salía de las rutas establecidas desde un abanico temático de lo más enriquecedor y abarcando un aspecto formal desde el cual otorgar interesantes posibilidades al conjunto —como en esas pesadillas del protagonistas, plasmadas como si nos encontrásemos ante delirio expresionista, o el cambio suscitado en la figura de ella a raíz de la evolución de su vestuario—.
En los primeros compases de Elisa, destaca ante todo el intenso retrato psicológico realizado sobre su protagonista: metódico, clarividente, antisocial a su manera y sin vínculos afectivos patentes —ese rechazo tan tajante (aunque invisible) hacia la figura materna—. Desde esa imagen, Perry construye un relato que precisamente parece querer huir de lo que se podría esperar de él; así, la relación establecida entre David y Lisa no obtendrá el ya manido enfoque donde la transformación de sus personajes centrales dará paso a una historia donde brota el afecto y, en cierto modo, el amor. Porque si precisamente por algo destaca el film de Perry, es por no realizar juicios estériles acerca de sus protagonistas: que estén o no locos —algo que el propio David reconoce con esa misma palabra, no sin cierto retintín, ante su madre en una de sus visitas a la institución donde se hospeda él— no supone razón alguna para que el tratamiento de los mismos devenga en una mirada compasiva; lejos de ello, el cineasta es capaz de disponer una perspectiva en la que la sociedad es quien señala al individuo, y lo hace precisamente por su condición, por una naturaleza que, incluso en algunas ocasiones, ha derivado de la propia intervención externa. Es, por tanto, la incisiva percepción de su autor, aquello que otorga ciertos matices a Elisa, más allá de estar introduciendo temas que, de algún modo, podrían resultar tabúes en la fecha de su estreno.
Pero en la cinta de Frank Perry se estila algo más que esa discursiva que sale a relucir incluso en los momentos más conmovedores —como ese donde Lisa es señalada por una niña junto a su madre y su hermano en el museo—, y es que el hecho de que el film huya de una cierta condescendencia en el relato en torno a dos personajes incapaces de establecer vínculos corrientes —si es que ello, como el propio Perry parece proclamar en boca de David, significase algo—, dota además a Elisa de una belleza tan particular como sutil, aderezada en los gestos más menudos —aunque se aleje de ello en ese acertado primer plano que prácticamente da paso a los créditos de fin— y acompañada de dos interpretaciones —Keir Dullea, que más tarde trabajaría con cineastas como Preminger, e incluso protagonizaría 2001, ya empezaba a destacar en su primer rol central— que vindican más, si cabe, el albedrío propio cuando parece que cuatro paredes lo podrían extirpar sin más remedio que ese.
Escrito por Rubén Collazos