Una flamante sesión doble llega a nuestra web con el drama carcelario como protagonista. Para ello contamos con Soy un fugitivo de Mervyn LeRoy en 1932 y La casa de cristal de Tom Gries, creada para televisión en 1972.
Soy un fugitivo (Mervyn LeRoy)
Existe esa pregunta permanente de si el cine sirve para cambiarnos como sociedad desde que se consolidó como un medio generador de imágenes que llevaran al entretenimiento, a las ideas, al arte, o a la difusión de cultura. A la vista está que no, pero por el impacto que causó desde su nacimiento, sí ha podido resultar un vehículo de concienciación, de denuncia que intente conducir hacia cambios estructurales o al menos de mejora de los mismos. Existen muchas iniciativas desde las primeras décadas del pasado siglo por promover productos de raigambre social, político o humanitario.
En estas coordenadas se originó Soy un fugitivo (I Am a Fugitive From a Chain Gang), película enmarcada en la depresión americana después de la gran crisis de 1929, que dio luz verde a historias de realismo social y denuncia. Este cambio de rumbo hacia cine carcelario fue motivado por la presión de la oficina Hays hacia las películas exitosas con la figura glorificada del gánster. Previniendo su gran eco e imitación por la sociedad, la censura las prohibió en 1931, provocando una derivación de los estudios hacia otra temática como el sistema penitenciario, que ya había resultado rentable en otras anteriores más suaves. A ello contribuiría el enorme éxito y conmoción de la novela basada en la historia real de Robert E. Burns, un presidiario inocente condenando a diez años de prisión con trabajos forzados que terminaría fugándose e insertarse en la sociedad con otra identidad, pero siendo de nuevo encarcelado y engañado por el sistema que le había prometido el indulto.
Por ello, Hollywood, uniendo éxito comercial y calado social, abordó historias carcelarias muy duras, hasta tal punto que tres estudios al mismo tiempo lucharon por crear el mejor producto. La Warner se haría con los derechos de la novela de Burns, la Universal rodaría Laughter in Hell y la RKO, Hell’s Highway, estando esta última basada en otro caso real, adelantando apresuradamente su estreno respecto a la de la Warner. Aunque la de la RKO fue una película muy cruda, excelente, fue eclipsada por el rotundo éxito de Soy un fugitivo, que conmocionó a la sociedad de los años treinta inmersa en una crisis económica de un país que vivía una de sus peores épocas.
Si bien en la película de LeRoy existe una seca aspereza y escenas bastante desoladoras, éstas fueron mitigadas por una censura ‹precode› que no asfixiaba tanto como después de 1934, pero que sí alicortaba guiones e iniciativas con el propósito de denuncia. Hays y Joy observaron que este tipo de historias podrían ser incluso más peligrosas que la de gánsteres, así que no estaban dispuestos a que Hollywood representara la punta de lanza que denunciara instituciones, ni leyes. Se les aconsejaría abandonar los proyectos, y al no atender a esa petición, la consecuencia fue que, si bien se recrearan las torturas, trabajos forzados legitimados por la ley y humillaciones sufridas por los encarcelados, no podría reflejarse el estado en que se desarrollaban (Georgia), ni se especificara la zona de EEUU en que estaban ubicados esos campos (el sur). Así, nacería esta historia asesorada por el mismo escritor, plena de acritud, muy pesimista y protagonizada por el enorme Paul Muni, que comentó a Burns que «no quería imitarle, sino ser él». Un golpe rotundo a la sociedad americana con este desabrido relato, que narra la llegada de la I GM de un chico con aspiraciones, optimista, engullido por la miseria, el desempleo y una pena a trabajos forzados con torturas frecuentes, siendo inocente de un crimen. Castigos que no se ven, pero que el director nos hace ver con un magnífico ‹travelling› por las caras de los demás presos anclados con sus cadenas a las camas. Penas que se llevan consigo para siempre los que consiguen salir y no saben andar sin los grilletes. Ansias de libertad, inconformismo, lucha, reinserción propia y la frialdad de un sistema implacable reunidos en esta película bien narrada, directa y con un final yermo, tan afilado, como desesperanzador, que desataría una ola de concienciación y petición de reforma de leyes penitenciarias.
Escrito por Estrella Millán Sanjuán
La casa de cristal (Tom Gries)
Ocupa un lugar muy marginal dentro del género (quizás por su naturaleza televisiva), pero creo que La casa de cristal sienta en gran medida las bases sobre las que se construyó el drama carcelario moderno (Cadena perpetua, American History X, Un profeta, Celda 211), que es un cine marcado por una voluntad de realismo que en el film de Gries se busca y se alcanza sin ningún género de duda: hay desde el principio un tono documental que abarca desde las localizaciones (la acción se ha rodado íntegramente en una penitenciaría real) hasta la figuración (gran parte de los hombres que aparecen son presos auténticos), pasando por una narración sobria que se torna descarnada cuando la tensión crece, y en la que impera siempre la sensación de autenticidad, un realismo sin glamour, una desnudez estimulante. Sin caer en el panfleto ideológico, la cinta constituye una furibunda denuncia de la inoperancia del sistema penitenciario estadounidense, en el que prima la deshumanización del individuo y la corrupción sistémica, abocando el objetivo rector de estas instituciones (la reinserción del reo) al más absoluto fracaso, algo que la película subraya en un momento dado aportando un dato real: el 70% de los presos vuelve a ingresar en prisión antes o después.
Tenemos, por tanto, una obra de un marcado carácter progresista, pero que igualmente funciona en su vertiente de drama humanista destinado a la fatalidad y en la de thriller tocado por el talento de su director, un Tom Gries que, más allá de un par de westerns, se había formado fundamentalmente en la pequeña pantalla, y que aquí resuelve con bastante brillantez el reto de sacar adelante este drama coral ambientado en el infierno. Ayudan a ello su excelente reparto, capitaneado por dos presencias poderosas: la de un joven Alan Alda, en la piel de un profesor de filosofía empujado a la supervivencia, y, muy especialmente, la del malogrado Vic Morrow, que borda su rol de líder tan persuasivo como temible. Clu Gulager, en la piel de un novato funcionario de prisiones, es los ojos del espectador adentrándose en un mundo inhóspito y desconocido del que saldrá necesariamente escaldado. La nota vulnerable la pone Kristoffer Tabori, joven carne de cañón víctima de las estructuras de poder que rigen la vida en prisión, mientras que Billy Dee Williams encarna la posibilidad (remota: ¿han cambiado mucho las cárceles desde aquel lejano 1972?) de un cambio medular en el sistema que permita reconocer al individuo en su calidad de sujeto con derechos dignos de ser respetados.
Los temas capitales del cine carcelario están ya aquí esbozados o directamente abordados: la drogadicción, las luchas intestinas entre facciones rivales (negros, blancos, etc.), los abusos, los liderazgos tiránicos, la corrupción del funcionariado… Y todos se integran en un cóctel asombrosamente bien equilibrado, en el que el tono no descarrila, donde se respeta a los personajes (todos con entidad, con matices), en el que la narración fluye con seguridad y sin arritmias, y donde se permite al espectador adentrarse en un universo tan conflictivo y fascinante como el de una prisión, cuyo funcionamiento quizás no se había mostrado con tanto detalle hasta la fecha, y asimismo dejarse zarandear por un relato cargado de brío y dureza, furioso con la realidad sobre la que proyecta su ira, y punteado cuando la ocasión lo requiere por una banda sonora ominosa y opresiva. Aunque su destino final fuera la pequeña pantalla, aquí estamos ante muy buen cine, y ante una de las películas carcelarias más recomendables que recuerdo, amén de un recordatorio (como si hiciera falta) de que en la década de los setenta el cine estadounidense disfrutó de una madurez que se echa un poco en falta en este panorama actual tan aséptico e infantilizado, tan, en fin, huérfano de películas verdaderamente adultas, inteligentes y comprometidas como la que ahora nos ocupa.
Escrito por Nacho Villalba