Regresamos a uno de los géneros por excelencia dentro del cine de terror con esta sesión doble que nos lleva a la cumbre del ‹slasher›, esto es: su etapa de máximo auge, los años 80, con dos nombres a rescatar. Por un lado, el de Solos en la oscuridad, pieza dirigida por Jack Sholder (que años más tarde rodaría su trabajo más reconocido, Hidden), y por el otro Siete mujeres atrapadas (también conocida como The House on Sorority Row) de la mano de un cineasta, Mark Rosman, que realizaría con esta una de sus pocas (y rescatables) aportaciones al género.
Solos en la oscuridad (Jack Sholder)
El ‹slasher› es un subgénero con éxito dentro del terror, que resulta tan incomprensible para mí como la comedia romántica, los thrillers eróticos, las sagas fantásticas propias de culebrones, los musicales tipo karaoke y el callejón sin salida en el que se ha convertido el cine de superhéroes. Los podemos ver, sufrir o disfrutar pero tienen unos códigos férreos que (supongo) son los que busca el público fanático de tal variante horrorosa o terrorífica.
Echando un vistazo a clásicos de las cuchilladas, o asesinatos al corte, tal como se puede traducir su denominación de origen, son evidentes varios ingredientes propios de una receta. Se produce un asesinato cada diez minutos, de manera más o menos perversa. Si es posible, la víctima no habrá llegado a la mayoría de edad. El castigo por parte del psicópata debe ser de naturaleza vengativa. Fundamentalmente, tras practicar el sexo los desafortunados. Mejor llevar puesta una máscara que oculte la identidad, además de la expresividad facial. Una prenda macabra que motivará gritos, chillidos, carreras y tropiezos. Lo mejor es comenzar la masacre un día decisivo como año nuevo, Navidad, Halloween, el fin de curso, cualquier viernes trece o acción de gracias, fechas que siempre se recuerden.
Lo bueno del ‹slasher› es cuando lo abordan directores y guionistas que le sacan partido a estos elementos, reconstruyendo la receta de costumbre. Jack Sholder escogió personajes cercanos a la mediana y tercera edad para su primer largometraje, producido en 1982, estrenado por aquí dos años después.
Desde la primera secuencia da muestras de un estilo personal más que de unas reglas genéricas. Siguiendo las huellas en la nieve del predicador (Martin Landau), un paciente del psiquiátrico que llega al bar Mami (Mom´s) lugar colorido en el que se reúnen cuatro tipos siniestros. Para despertar de forma brusca en la realidad de su reclusión en el matrimonio y cortar la pesadilla. El inicio demuestra que la historia tendrá psicópatas, inquietud y giros sorprendentes de guion, que se concentran en un tercio final de asedio a la casa familiar del protagonista.
Durante el desarrollo del metraje destaca el humor negro que proviene del director de la institución, Leo Bain, encarnado por Donald Pleasance. Un doctor tan desquiciado y temerario con sus métodos, que parece necesitar más medicación que los pacientes a los que atiende, secundado por el nuevo psiquiatra que se incorpora a la clínica, Dan Potter. Los dos, junto a un elenco que completa el gran Jack Palance con un papel ambivalente, el mencionado Martin Landau y otros secundarios eficaces, participan en esta evasión nocturna que funciona mejor como terror puro, que como un destilado para sustos adolescentes de los años ochenta.
Quedan buenas secuencias en la planta superior que ocupan los asesinos, manejando el espacio, los puntos de vista y detalles como el de la ventana a la que se acerca Palance para hacer saltar las alarmas. También los paseos por el jardín del psiquiátrico, todo un muestrario sutil de demencias varias. Jack Sholder, un director de cine prometedor entonces, luego sobre todo realizador de televisión, maneja la puesta en escena, el ritmo y demuestra que lo más mediocre es rodar por rutina, en modo automático, buscando soluciones de manual. Son facilidades de las que huye, para dar valor a esta joya oculta.
Escrito por Pablo Vázquez Pérez
Siete mujeres atrapadas (Mark Rosman)
Uno de los retos que se plantean a la hora de enfocar una reseña al respecto del ‹slasher› es su condición subgenérica ultra-marcada. Es decir, más allá del revisionismo meta, desde la seminal Scream hasta los enfoques más actuales, estamos ante una clase de producto, esencialmente anclado en la primera mitad de los 80, cuya evolución fue tan rápida como su posterior degeneración hacia un mundo de copia de copia de la copia. Mismos tropos, mismos desarrollos y también unos vicios propios que, a base de repeticiones, presuntamente sujetas a la demanda de la audiencia, acabaron por convertir el ‹slasher› en algo difícilmente sujeto a la exploración de la originalidad, sea en cuanto a entramado, a empaque visual o enfoque formal.
Sin embargo, dentro de este mundo (casi ‹mondo›, ya puestos) siempre surgen pequeñas joyas reivindicables que, sin aportar nada especialmente arriesgado, muestran una considerable dosis de auto consciencia y, por tanto, voluntad de cambio. Ni que sea a través de pequeñas modificaciones que, aún sin cambiar la apariencia del todo, sí aportan gotas de diferenciación. No es que automáticamente asistamos a una gran obra, pero sí algo que sobresale entre tanta mediocridad.
Este el caso de The House on Sorority Row de Mark Rosman. Cierto es que en su conjunto es fácilmente catalogable como un más de lo mismo: asesino silencioso e implacable, muertes que buscan el ‹rien ne va plus› en lo grotesco, ‹final girl›, destetes gratuitos, algo de sexo y una vinculación con el ‹whodunnit› en busca de otorgar una pizca de suspense en la trama. Pero sin embargo, cada uno de estos elementos, repetimos, presentes, suscitan alguna variación que consigue modificar la sensación final. Especialmente destacable es su posicionamiento respecto a lo femenino. Lejos de otorgar el papel de florero victimario u objeto sexual a la mujer (con la excepción ya dicha de la chica final) el film se centra totalmente en lo femenino, y no solo como víctima propiciatoria sino como motor central de la trama (algo que la emparenta con The Slumber Party Massacre). Con ello, hay una reducción considerable de desnudos fáciles o de sexo gratuito para centrarse más en aspectos más psicológicos. Dicho de otra manera, hay en el film de Rosman una legítima preocupación por ofrecer algo verdaderamente consistente, que se aleje del cliché facilón aunque sea inevitable que algo haya de eso.
The House on Sorority Row ofrece, además, una suerte de subversión tanto en roles como en entramado. Hay espacio para convertir al grupo de chicas en algo más complejo que un puñado de barbies tontas, mostrándolas por momentos, en lo que podría ser un acerado intento de retrato pos-adolescente, como verdaderamente egoístas, antipáticas y también, por qué no decirlo, profundamente empáticas en lo que hoy conocemos como sororidad, más allá de la denominación universitaria del término. Destacable resulta, así mismo, el hecho de presentar a la presunta asesina ya de entrada como un persona con graves problemas psicológicas, desechando así la imagen de autómata indestructible solo movido por el ansia (a veces incomprensible) de matar. Todo ello sumado a ofrecer un giro final que no sea facilón y, sobre todo, desvirtuador de la coherencia interna del film, más cierto atrevimiento formal en cuanto a desvíos visuales que rayan la psicodelia psicotrópica, hacen de este ‹slasher› un producto que quizás, debido a su presupuesto ajustado, puede parecer algo pobre en cuanto a imagen, pero que sabe sacar jugo de sus recursos e intenta elevarse por encima de la mediocridad imperante del subgénero. Algo, que dicho sea de paso, consigue sobradamente.
Escrito por Àlex P. Lascort