Sesión doble: Sliver – Acosada (1993) / Silver (1999)

El thriller erótico noventero llega a la sesión doble con dos propuestas sin mucha relación entre ellas, pero que harán disfrutar a los acérrimos a aquel género que tantos ‹hits› regaló durante esa década: por un lado, y continuando con el éxito de Instinto básico, Phillip Noyce aprovechaba el filón dirigiendo Sliver (Acosada), protagonizada por Sharon Stone; y por el otro, el todoterreno Takashi Miike aportaba su particular mirada en la adaptación de un manga con Silver.

 

Sliver Acosada (Phillip Noyce)

Tras el imponente éxito de crítica y público que supuso Instinto Básico los magnates de Hollywood, tanto de primera línea como de la serie B y Z, se lanzaron a explotar este nuevo filón mercantil. Entre ellos se encontraba Robert Evans, quien puso un cheque en blanco a Sharon Stone y al guionista Joe Eszterhas con la intención de repetir esta fórmula.

Sin embargo los resultados obtenidos no fueron satisfactorios. ¿Los motivos? Un guion, que parte de una novela regulera de Ira Levin, delirante y repleto de lagunas argumentales que deja demasiadas preguntas sin ninguna explicación lógica ni sensata, y que da la sensación que fue escrito deprisa y corriendo más con la intención de cobrar el cheque ofrecido que de construir algo meditado. Una pareja protagonista que no desprende química (por culpa de un William Baldwin demasiado flojito que no está a la altura del volcán interpretativo y sexual que era la Stone de aquella época) que convirtió el rodaje en un infierno y que dio muchos chismes post-producción siendo el más reciente el destapado por Stone, quien según su versión el productor Robert Evans le recomendó que se acostara con Baldwin para intentar encender la chispa sexual que faltaba en su relación profesional. O, por poner otro ejemplo, una secuencia final surrealista que culmina con un desenlace abrupto y sin sentido (modificado a pocas semanas del estreno del film) que pone la guinda a este experimento fallido que fue Sliver.

No obstante, revisitada con los años, he de reconocer que Sliver se ha revalorizado y convertido en un ‹guilty pleasure› de libro. Primero, por la mano de Phillip Noyce, un artesano muy competente que ya demostró que sabía caldear el ambiente en Calma total, que aquí demuestra conocimiento en la creación de atmósferas enrarecidas con cualquier material que esté en su mano. Segundo, por sus enfermizas referencias a Hitchcock siendo claras las alusiones a Psicosis (con un Baldwin reconvertido en un Anthony Perkins aún más rarito con obsesiones maternofiliales incluidas) y a La ventana indiscreta y, asimismo, por sus coincidencias espirituales con el Mario Bava de Cinco muñecas para la luna de agosto. Tercero, por la radiografía cultural y social de su época con los inicios del voyerismo y ‹stalkeo› morboso, que posteriormente se materializaría en programas basura como Gran Hermano, y por esa exposición de la soledad de esos ejecutivos que habitan inhóspitas ciudades que bien refleja el film. Y, finalmente, porque Sliver, pese a no reventar la taquilla como Evans deseaba, sí que fue una clara punta de lanza para una infinidad de producciones de serie Z que tuvieron lugar a lo largo de años posteriores cogiendo prestados de su emblema esos desvaríos y alucinaciones de guion para incluir leves gotas de suspense en unas tramas que buscaban sobre todo la explotación comercial de las vertientes eróticas (como en las pelis de Richard Grieco, Shannon Tweed o los telefilmes de sobremesa de vecinos salidos y perturbados).

A destacar la construcción de las escenas eróticas que se muestran naturales y bien resueltas evitando en todo momento insertar extravagancias peliculeras y sabiendo calentar al personal desde los elementos más cotidianos. Y resaltar igualmente cuatro escenas que a mí me chiflan y que se han convertido en pequeñas piezas de culto. La mítica secuencia de masturbación en la bañera de Stone, la del homenaje a La ventana indiscreta en la que Stone y sus compañeros de cóctel observan (mientras suenan de fondo los horteras de UB40) a través de un telescopio a una pareja fornicando, aquella en la que Baldwin trinca por la retaguardia a Stone dándole candela fina y, la que a mí más me gusta, la del restaurante en la que Stone acaba quitándose las bragas en medio de todos los comensales. Todo ello convierte Sliver en una peli que vale más de lo que los críticos suelen decir.

Escrito por Rubén Redondo

 

Silver (Takashi Miike)

De todos es conocida la prolija creatividad de Takashi Miike, que alcanzó su pico a finales de los noventa y principios de los dos mil, llevándole a estrenar cinco o más películas anuales. Esta hiperactividad le condena, en cierto modo, a la irregularidad: es harto complicado mantener un nivel alto cuando estás rodando pelis como rosquillas, saltando de un registro a otro con la urgencia de quien no puede parar de filmar. En 1999, el año que dio su salto al mercado internacional con Dead or Alive y la extraordinaria Audition, también pergeñó Silver, extraña adaptación televisiva de un manga de Hisao Maki que pasaba a engrosar las filas de ese thriller erótico tan en boga en aquella década, al que, por supuesto, tuvo que añadir su toque particular, esto es, una poética marcada por el delirio, el humor soterrado y las pulsiones sexuales enfermizas, lo que implica mezclar en una coctelera sadomasoquismo, violencia chanante, kárate, lucha libre femenina y hasta un romanticismo de estética porno ‹softocore vintage› en la que el mal gusto, lo cutre y lo precario (el presupuesto se adivina escasísimo, tanto en los pocos efectos especiales como en la apariencia y uso de los diferentes espacios interiores en los que transcurre la acción) dan pie a una incomprensible fascinación, aquella que ejercen las piezas que trascienden sus limitaciones recurriendo al signo de lo ‹weird›, del saberse al margen de cualquier tipo de narrativa hegemónica y reconocible.

En este caso poco importa, al menos a quien esto escribe, que los diálogos tiendan a lo terrible, que las interpretaciones sean igualmente pobres, que la fotografía “videoclubera” caiga en lo feísta o que el guion, con una trama dispersa, inacabada y llena de agujeros (cuando no directamente incomprensible), sea de una impericia alarmante. Todo esto Miike lo sabe. Pero también conoce el potencial icónico que se esconde en este material de derribo, y eso es lo que le atrae y le empuja a probarse en multitud de detalles aislados que resultan maravillosos de puro extraños, lo que incluye desde la primera aparición de la ‹dominatrix› en su sala de tortura (deslizándose como una araña para, acto seguido, servirle su orina a su patético esclavo) hasta los ángulos y la dinámica en la que se ruedan las peleas (con el montaje intercalando, en plena lucha, un primer plano de las bragas de la protagonista) y sus gestos de ‹cartoon› desatado (ese golpe que hunde la cara hacia dentro al sicario), pasando por una estética onírica y opresiva y unos toques de humor (rijoso, negro, desconcertante) que hacen que el conjunto resulte incomprensiblemente atractivo.

La presencia de la exuberante Atsuko Sakuraba, cuyo generoso pecho Miike muestra con frecuencia para deleite de esa parte del público que ha llegado aquí probablemente engañado por su promisorio cartel (y que, esperando un thriller más convencional o subido de tono, saldrá con toda seguridad decepcionado) aporta la guinda final a lo que viene siendo una de las películas sin duda menos conseguidas de su autor, pero aun así tan cargada de estímulos y extravagancias visuales y narrativas que ya la hacen preferible a muchos otros thrillers eróticos más pulcros, correctos y comerciales. Eso sí, véase bajo su propia responsabilidad, quien avisa no es traidor.

Escrito por Nacho Villalba

 

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