Uno de los temas imprescindibles en el cine de terror son las casas encantadas. Desde las más lúgubres hasta las de aspecto encantador, ese amasijo de ladrillos, madera y cristal han encerrado algunas de las historias más horroríficas del cine. En esta ocasión nos centramos en dos olvidadas que todo aquel que necesita encender las luces de casa al menor ruido no debe perderse. Empezamos Pesadilla diabólica (Burnt Offerings), que nos descubrió Dan Curtis en 1976. Le sigue The Dead Room, la ciencia del mal dirigida por Jason Stutter en 2015. Entrad, malditos, entrad si os atrevéis.
Pesadilla diabólica (Dan Curtis)
Enormes cristaleras, escaleras interminables, estancias amplias, camas con dosel, luces tenebrosas, sótanos húmedos, sombras indescifrables. Son muchas las películas que comienzan con la llegada de una familia a una casa que parece demasiado buena para ellos. Siempre surge la misma pregunta: «¿cuál es el pero?» y da igual la respuesta, porque siempre se quedan, nadie pone pegas mucho tiempo a lo que se asemeja a la perfección convertida en nuevo hogar. Las casas encantadas son probablemente la mejor opción fantasmal que puede ofrecer un relato. Ya no solo se habla de muertos acechando, una casa implica dar cualidades humanas a los objetos y paredes que la conforman, incluyendo siempre una oscura y lejana historia que compromete a varias generaciones de una misma estirpe. Es la caja que esconde todo tipo de dinastías del terror.
Dan Curtis quiso expresar el miedo en varias ocasiones a través de un gran caserón. Desde su adaptación para televisión de la siempre presente obra de Henry James Otra vuelta de tuerca a la prolongación de uno de los capítulos de su serie Dark Shadows en Una luz en la oscuridad, fue en Burnt Offerings (conocida aquí como Pesadilla diabólica) donde coqueteó con el terror psicológico para desasosegar a partir de una bella y vívida mansión que consume vidas humanas.
Un coche en dirección a un infierno blanco, donde una familia feliz está dispuesta a disfrutar de unas vacaciones en una casa de ensueño, impecable, algo desvencijada en su exterior y repleta de plantas marchitas, pero totalmente idealizada. Así Curtis introduce la novela homónima de Robert Marasco, una actualizada (para los años setenta) visión de los fantasmas que surgen de la psique de cada hombre.
En Burnt Offerings se juega al encierro impuesto a partir de la sugestión. No hay claras evidencias, ni excesivos efectismos para recrear la inquietud, se basta de una elegante visión de los acontecimientos gracias a las interpretaciones de sus protagonistas, desde el rudo aspecto de Oliver Reed hasta las apariciones de una camaleónica Bette Davis que se deja (literalmente) la vida en su personaje. Así, decide que un sujeto más de la película sea la casa y lo que allí acontece, insuflando vida a su estructura al tiempo que va aletargando y trastornando a sus nuevos habitantes.
Para ello rompe la conexión con un mundo exterior y va destruyendo esa ingrata sonrisa que mostraba el clan desde el interior, desde sus mentes. Una música que enturbia la escenografía, la cada vez mayor distancia entre los habitantes, el personaje invisible… todo suma para reconstruir algo más que un extravagante hogar: nuestra tolerancia ante el miedo.
Burnt Offerings invita a perdernos en un lapso temporal donde la intriga surge de la suposición en un escenario en el que rompe con la idealización de la familia (el escepticismo y la socarronería marca sus personalidades y nos acerca más a ellos), que va perdiendo sus lazos con el ahora, mimetizándose con el aspecto que proporciona la decoración del hogar, tanto físicamente como en su indumentaria, mientras cada cual lucha con distinta energía hacia esa irremediable unión con su nuevo hogar y los fantasmas del pasado.
Cada vez más convencida del maravilloso espejo de los temores mundanos que son los fantasmas, Burnt Offerings es un ejemplo claro de la materialización (esta vez a base de cimientos) del horror. Ineludible.
Escrito por Cristina Ejarque
The Dead Room (Jason Stutter)
El horror siempre ha sido capaz de deslizarse en las capas y sustratos más comunes para mostrar, a veces, los ecos de un pasado no demasiado propicio. En ese contexto, la imagen de la casa encantada emerge como uno de los escenarios por antonomasia de un género presto a abogar por lo sobrenatural, que ha explorado tal entorno en no pocas ocasiones y tesituras. Desde ese marco predispuesto como disparador ante la llegada de nuevos inquilinos que descubrirán algo que escapa a su percepción, a personajes que directamente indagan en un terreno opaco en busca de respuestas. Es esto último lo que propone Jason Stutter en su quinto largometraje y, por ende, se podría decir que no nos hallamos ante algo precisamente novedoso, pues al fin y al cabo la incursión de tres individuos en una casa donde parecen haberse producido fenómenos paranormales es un marco ya proyectado con anterioridad; algo que incluso denota la condición de sus tres personajes (una medium y dos científicos) en el sempiterno choque entre la superstición y la ciencia, un eterno debate que el neozelandés expone, pero no parece querer alimentar en ningún momento.
Así, y con la casa plagada de cámaras, sensores y demás enseres que faciliten a sus protagonistas poder tantear la posibilidad de una vía sobrenatural, Stutter aborda su ejercicio de la forma más pragmática posible; esto es, empleando los recursos de que dispone con aquello que no se suele estilar en un género en ocasiones demasiado proclive a abogar por el susto como productor central del horror —y hasta, en los últimos tiempos, recurrir al ‹found footage› y su disposición descriptiva—, y haciendo tanto de la capacidad de sugestión que nos transporta a través de sus imágenes —con esos sinuosos ‹travellings› que nos sumergen entre las paredes de esa casa—, como de la habilidad insinuante de las mismas —o, dicho de otro modo, la forma en como el terror se percibe en aquello que no atisbamos a ver, sino cuya presencia es sugerida en todo momento— uno de sus principales bastiones. El plano se transforma en The Dead Room en la extensión perfecta de una incursión genérica mediante la cual establecer una suerte de jugueteo aterrador, que en todo momento se subordina al tono ideal desde el que manejar lo que se podrían definir como imágenes vacías —por más que observemos una interacción con el escenario capaz de explotar esa impronta paranormal—, pero que en el fondo no hacen sino trasladarnos al epicentro del horror.
Con una patente economía de recursos, y las aptitudes necesarias como para no necesitar imbuir los escenarios en un halo oscuro y tenebroso con tal de resaltar ese aura amenazante que se sustrae del terror etéreo e impalpable en que nos sume Stutter, The Dead Room se transforma en el ejemplo perfecto sobre cómo manifestar el miedo desde un plano en que se torna inquietud e incluso una tensión contenida que estalla sin la expresa necesidad de proponer un clímax excesivamente ruidoso. De este modo, y con sus carencias —algún desliz evitable, más fruto de la raigambre genérica con que se expresa el film que otra cosa, como ese último plano—, The Dead Room constituye una reivindicable pieza ante la que pasar un mal rato con el valor único que emanan unas imágenes en las que pocas veces algo tan mínimo —por su predilección al huir de estampas aterradoras— había cobrado tal fuerza.
Escrito por Rubén Collazos