La mítica Cannon llega a nuestra sesión doble con dos títulos a rescatar. Por un lado, una incursión en el terror con niños diabólicos a través de …¡O una maldición del infierno!, dirigida por Gabrielle Beaumont a principios de los 80, y por el otro el Thunder Alley de J.S. Cardone, una particular incursión en el mundo de la música y la drogadicción.
…¡O una maldición del infierno! (Gabrielle Beaumont)
Una de las características más llamativas del cuco común es su manía de introducir sus huevos en nidos ajenos, con vistas a engañar al ave hospedadora para que críe a su descendencia. Esta táctica maliciosa, trasladada al género fantástico y a la especie ¿humana?, sirvió de inspiración al escritor británico Bernard Taylor para su novela The Godsend, llevada al cine con el mismo nombre por Gabrielle Beaumont (aunque en nuestro país se estrenó con el absurdo título de …¡O una maldición del infierno!). Supone, también, una de las películas de terror de la primera etapa de la Cannon ya bajo el auspicio del tándem formado por Golan-Globus, y un producto algo atípico dentro de la productora, debido a su tendencia a la sugerencia y su reticencia a ceder a efectismos e ideas locas y extravagantes, algo que suele ser moneda común en la mayoría de las películas de la productora, especialmente dentro del cine de acción que tanta fama les ha acarreado. Sin embargo, las reminiscencias más que evidentes a La profecía (también a El pueblo de los malditos, La mala semilla y tantas otras películas con niño perverso en su centro) evidencian el olfato comercial de sus responsables, dado el éxito notable que el film de Donner había cosechado sólo cuatro años antes, y que aquí se intenta replicar con resultados bastante discretos.
Las razones del escaso impacto de la película que nos ocupa hay que buscarlas tanto en el guion firmado por Olaf Pooley, incapaz de sacar partido a un material tan malsano, como en la dirección más bien plana y anodina de Beaumont, hasta el momento curtida únicamente en la realización de episodios para distintas teleseries británicas de la época. Sin embargo, para los aficionados al cine de niños diabólicos, entre los que me incluyo, la película no está exenta de interés. Por una parte, tiene una historia realmente oscura en la que, pese a la ausencia de gore o de cualquier otro atisbo de violencia gráfica, se suceden situaciones realmente turbias y dramáticas. Sorprende, en este sentido, lo lejos que llega la película, especialmente en unos tiempos en los que cualquier forma de violencia contra los niños está prácticamente vetada en el cine de terror contemporáneo. Es, sin duda, esta falta de reparos lo que hace que la cinta perdure en la mente del espectador.
Asimismo, su visión de la maternidad, con sus complejidades y contradicciones, está expuesta de una forma bastante verosímil: aunque uno tienda a simpatizar con el padre que interpreta Malcolm Stoddard y su serie de dudas razonables en torno a la naturaleza de su hija adoptiva, el personaje de la madre (doliente Cyd Hayman) no deja de resultarnos comprensible, aunque pueda ponernos de los nervios con su amor incondicional hacia la pequeña; y es que, como decía Chicho Ibáñez Serrador, ¿quién puede matar a un niño? Sin embargo, el guion tiene demasiados elementos que chirrían a un nivel puramente argumental, empezando por la premisa: ¿resulta creíble que una familia con cuatro hijos, uno de ellos un recién nacido, decida quedarse con otro que acaba de abandonar una perfecta desconocida en su casa? Partiendo de ahí, muchas situaciones están pobremente resueltas, muchas de ellas saboteadas por la forma incomprensible en la que reaccionan los personajes ante la avalancha de desgracias a la que se ven abocados.
Esto podría haberse solventado con una realización más enérgica e imaginativa, pero la mayor parte de la película está conducida con el piloto automático, recurriendo a tropos visuales ya en la época bastante gastados en torno a infantes perturbadores (la mirada torva y amenazadora de un rostro angelical, la dicción inocente en la que se esconde una mentalidad criminal), y dejando quizás demasiado al margen el elemento puramente terrorífico, quizás bajo la creencia de que lo más aterrador no es el asesinato en sí, sino sus consecuencias, el dolor insoportable que castiga a los progenitores. ¿Cabe entonces recomendar esta película? Si digo que no me parece buena se interpretará que no, y ciertamente no se equivocaría nadie al pensarlo, pero también creo que tiene elementos atractivos y distintivos que hacen que al menos el aficionado al cine de terror pueda darle una oportunidad, especialmente por la historia tan inquietante que plantea y porque, honestamente, es difícil encontrar una película de terror que se atreva llevar su premisa hasta sus últimas consecuencias, y esta lo hace. Además, podremos ver en un breve rol a la inquietante Angela Pleasance, hija del gran Donald Pleasence y protagonista de la extraordinaria Symptoms, clásico maldito de José Ramón Larraz.
Escrito por Nacho Villalba
Thunder Alley (J.S. Cardone)
Si bien la legendaria Cannon Group Inc. cimentó su leyenda en la década de los 80 gracias a un grupo de ‹action movies› que fueron capaces de cautivar a toda una generación de espectadores, no es menos cierto que en al amparo de sus pechos hebreos (Menahem Golan y Yoram Globus) hubo hueco para todo tipo de géneros y estilos.
Y que mejor para homenajear a una productora que fue puro rock and roll que rescatar uno de esos títulos olvidados producidos en la época de esplendor de la compañía (mediados de los 80) como es esta Thunder Alley, un musical versado en los alrededores del surgimiento de las bandas de rock and roll americanas de esos años que se destapa como una de esas joyas ocultas presentes en el extenso catálogo de la Cannon.
La película sigue los pasos de un joven granjero de Tucson, Arizona llamado Richie (Roger Wilson, más conocido por haber formado parte del elenco de Porky’s) cuyo mayor sueño es formar parte de una banda de rock para poder desplegar su principal pasión que no es otra que tocar la guitarra como los ángeles. La cinta nos mostrará los inicios de Richie en este intrincado mundo, en compañía de su fiel amigo Donnie (Scott McGinnis) un teclista que ha acompañado a Richie en juergas en el pueblo y también en sus primeros compases musicales.
Los dos amigos conseguirán integrarse en un grupo llamado Magic formado por una panda de jóvenes apasionados de la música, que poco a poco, gracias al apoyo de un manager que igual que firma contratos rompe mandíbulas (Clancy Brown), pasará de tocar en antros de mala muerte a prestigiosos garitos de conciertos. Sin embargo, a medida que el éxito comienza a arraigar, las rencillas entre los diferentes miembros de la banda y la aparición de tentaciones lisérgicas pondrán a prueba la supervivencia de Magic.
La película es puro Cannon por su absoluta falta de prejuicios y pretensiones, contando un historia mil veces vista de una forma diferente, apoyándose en un discurso que prefiere reflejar la potencia de la música en directo a temas más trillados desde una perspectiva psicológica. Y es que la película se construye de una manera alucinante, a través de una serie de canciones en directo perfectamente interpretadas por los actores que demuestran la electricidad y la fuerza que posee el rock tocado con arrebato.
Como condimento a estas actuaciones que engalanan el envoltorio del film, la película también relata la ascensión, derrota y renacimiento de la banda, fundada sobre todo en esa amistad y camaradería inquebrantable propias del universo reflejado en la cinta, exhibiendo como uno de los miembros de la banda (el teclista amigo del líder Richie) caerá en las garras de la droga debido a su incapacidad para rechazar las funestas tentaciones presentes en los alrededores de los escenarios, pero también movido quizás por su posición secundaria en el grupo a medida que la guitarra de Richie va desplazando de protagonismo al resto de sus componentes.
En este sentido, Thunder Alley establece un alegato en contra de las drogas que estaban destruyendo a la juventud de los 80, señalando a los que se dejan atrapar por su influjo como personajes débiles y reivindicando la figura del joven bondadoso que persigue sus sueños sin olvidarse de sus orígenes granjeros y humildes —ni tampoco de su novia de toda la vida—, como esa juventud capaz de alcanzar sus sueños empleando su talento innato.
Resultando una película que explota varios clichés típicos del género, Thunder Alley supone todo un deleite para los que amamos el cine de entretenimiento y la vieja música de los 80. Una obra que no se empeña en mostrar el lado oscuro de la vida, sino que siempre apuesta por desprender luz y esperanza mostrando que quien tiene actitud y la sabe explotar puede alcanzar sus metas.
Todo ello con salpicado con esa atmósfera desenfadada, encantadora y terriblemente divertida marca de la casa Cannon.
Escrito por Rubén Redondo