Secuestros en clave noir en nuestra sesión doble con un nombre clave del cine galo, el de Jacques Becker, que dirigía a mediados de los 50 No toquéis la pasta junto con Jean Gabin, y todo un desconocido del cine griego, el cineasta Stavros Tsiolis, que rodaba a finales de los 60 una de esas pequeñas joyas escondidas del género, Pánico.
No toquéis la pasta (Jacques Becker)
Sí, estamos ante una película atemporal. No obstante, los mayores logros de No toquéis la pasta devienen visibles cuando se analiza desde cierta perspectiva histórica. Porque la película de Jacques Becker contiene detalles que hoy damos por habituales, pero que suponen toda una sorpresa si tenemos en cuenta los recursos narrativos vigentes en su época. El más obvio, su tempo. Pocas veces un thriller ha gozada de una templanza como esta, capaz de mantener su pulso incluso en las secuencias de tiroteos. Algo que recuerda, por ejemplo, la majestuosa lentitud de Vértigo, el imparable ritmo de Eva al desnudo, los matemáticos silencios de Falso culpable o la desenfrenada velocidad de Desfile de candilejas: uno se pregunta cómo hicieron aquellos artesanos, en plena era del montaje manual, para lograr semejantes hitos en el campo de la edición.
Otro detalle destacable, también bastante llamativo, lo encontramos en el uso de la banda sonora. El recurso del ‹leitmotiv›, explotado ya anteriormente en casos tan archiconocidos como los de Casablanca o Lo que el viento se llevó, adquiere ahora un carácter narrativo mucho más personalizado. Jacques Becker cuenta con una pegadiza melodía, compuesta por su productor Jean Wetzel e interpretada por el pianista Jean Wiener, a la que da varios usos. Tan pronto es orquestada para ambientar un salón de baile como es reducida al simple arpegio de una armónica para enfatizar un plano detalle. Así, podemos decir que el director francés se anticipa al estilo de Sergio Leone y sus compañeros del ‹spaghetti western›. De hecho, la melodía de la película recuerda horrorosamente a Un dollaro bucato, compuesta por Giorgio Ferroni para su trabajo homónimo y rescatada décadas después por Quentin Tarantino para su película Malditos bastardos, reinterpretada entonces por The Film Studio Orchestra con el sonido, casualmente, de una armónica.
Pero sin duda, la decisión más interesante es la de mostrar las consecuencias de un atraco sin mostrar el atraco. Es decir: hacer una película de atracos sin atraco. En su guión adaptado, Albert Simonin, Jacques Becker y Maurice Griffe (seguramente, fieles a la premisa original) omitieron la tendencia iniciada por John Huston en La jungla de asfalto (sí la siguieron, por ejemplo, Jules Dassin, Stanley Kubrick y Jean Pierre-Melville en las fantásticas Rififi, Atraco perfecto y Bob el jugador) de ganarse al público exponiendo la meticulosa planificación de un atraco para centrarse, en su lugar, en los conflictos entre personajes. Gracias a ello, el golpe planea por la mente del espectador durante toda la película, y con él toda una serie de interrogantes que van desvelándose poco a poco: ¿quién está al corriente todo? ¿sólo los dos protagonistas? ¿dónde está el dinero? ¿hubo heridos? ¿existe algún cabo suelto? ¿dónde empieza y dónde acaba el peligro?
Si a los tres detalles señalados le sumamos una poco habitual (nuevamente, hablamos de contextos) utilización de los planos detalle, lo normal sería pensar que estamos ante una película estilizada. Sin embargo, No toquéis la pasta se sirve de ellos con absoluta sobriedad, sin excesos ni grandilocuencias. Seguramente, este es el cuarto detalle que la convierte, como anticipamos, en una obra atemporal.
Escrito por Martí Sala
Pánico (Stavros Tsiolis)
Para disfrutar plenamente del cine de secuestros, lo que realmente necesitas es unos malhechores con un muy buen plan al que atenerse, y una personalidad que, ya sea por potenciar el alma de perdedores, ya sea por la convicción de sus maldades, no sean fáciles de olvidar. Y si hay síndrome de Estocolmo, mucho mejor.
Para ello nos vamos hasta las Islas Griegas poco antes de dar nombre a este efecto postraumático. En una soleada jornada donde niño, perro y mujer bella y despreocupada juegan en un alejado bosque, aparecen unos hombres cuyo rostro y pose no esconden sus oscuras intenciones. No han pasado ni unos minutos cuando en Pánico (Stravos Tsiolis, 1969) ya han capturado a su objetivo y solicitado una suculenta cifra por la que generar un intercambio, mientras se va prolongando una musicalidad “jazzística” que parece atenuar la tensión propia de una situación que con toda seguridad va a terminar mal. Las cartas están sobre la mesa, consiguiendo que los alicientes sean un mero trámite para dejar espacio a la acción.
Pánico nos seduce desde sus marcados personajes, que abanderan su sangre griega y sentida en todo momento. Sin apartarse demasiado de los cánones del noir, nos encontramos a la policía diseminando odio con sus eternas persecuciones con un jefe al frente que, sin separarse de su gabardina, bien podría ser el hombre más oscuro de la ciudad. Paralelamente seguimos a los captores, tres hombres que tras un rebuscado e idealista plan para hacerse con el dinero, ejecutado a la perfección en pantalla con un juego de luces y unas persecuciones de alto nivel —ya sea motorizada o a mar abierto—, se dan a conocer llevando al extremo las típicas posturas del villano. En medio, una familia adinerada que sirve para templar la escena y permitir que tanto el bien como el mal mueva ficha constantemente.
Tsiolis escribe y dirige con nervio una película que nos recuerda al cine de mafiosos, de hombres de mala estrella, pero le aplica el sentimiento local a los presentes, optando por dar importancia a las actitudes más narcisistas o buenistas que puedan soportar sus caracteres, jugando siempre con las dobleces de unos personajes totalmente transparentes —nadie puede dudar de cuál será el siguiente paso de cada uno de ellos—. Hay llanto, hay pelea, hay una constante preocupación por la salud del infante, propagando una imagen de humanidad (bruta) más allá de la pequeña víctima.
En una historia de errores latentes y persecuciones vivaces y velocidad automovilística, la cámara se rinde a los manejos a tres bandas de los implicados, sin perder interés por ninguno de ellos. Pequeña, desconocida pero sin perder ningún detalle del buen cine, Pánico se descubre ante nosotros como una magnífica opción dentro del cine de secuestros y desapariciones, un verdadero bombazo en el que se retuercen la pasión de unos malvados con los que inteligentemente nos obligan a situarnos y el espectáculo de su interactuación con el mundo, consiguiendo que olvidemos que la transacción monetaria era el objetivo final. Fomentando además la aparición del “estocolmazo bilateral” totalmente gratuito y elocuente que consigue un cierre en el que vislumbrar las dobleces de cada uno de los presentes.
Escrito por Cristina Ejarque