Satán visita nuestra sesión doble con dos cintas que se enmarcan en la misma fecha: por un lado nos encontramos con la francesa No nos libres del mal, ópera prima de Jöel Séria que explora las andanzas de dos jovenzuelas urdiendo el mal en un intento por adorar al maligno, y por otro lado con la británica La garra de Satán, una de las pequeñas aportaciones del cineasta Piers Haggard.
No nos libres del mal (Joël Séria)
Satán siempre ha cohabitado en el cine en todas las formas posibles e imaginables, pero resulta difícil no anexionar una figura como esa al cine de género, donde por lo general se le ha sacado partido e incluso se han sabido crear figuras icónicas en torno a él (ahí está Damien en La profecía, entre otros). No obstante, con No nos libres del mal encontramos uno de esos ejemplos que no huye premeditadamente de ese cine de género, pero cuyas directrices no la acercan tanto al mismo como uno podría suponer de conocer la premisa de la que parte el que sería debut de Joël Séria allá a principios de los años 70.
Séria, que vería transcurrir el resto de su carrera entre títulos más bien olvidados e incluso inaccesibles, seguía en esta primera incursión a un par de muchachas —prácticamente recién entradas en la etapa adolescente— que estudian en el mismo colegio (católico) y entablarán en ese marco, y a través de un tan extraño como definitorio pacto, una amistad difícil de quebrantar alimentada por su culto a Satán y por una necesidad de ver como ese culto cristaliza en un comportamiento inhóspito para dos muchachas de su edad, capaces tanto de realizar insinuaciones a hombres entrados en una ya difícil edad como de confesar sus particulares pecados ante una de las figuras autoritarias de su colegio.
El cineasta galo entabla así una mirada perversa e incluso lasciva —esos posados de Anne frente al espejo, la llegada a una edad que implica cierta exploración sexual— que deforma en una vertiente inesperada: No nos libres del mal desarrolla lo que podríamos observar como un peligroso juego llevándolo a un terreno más bien infantil —pese a remitirnos directamente a la figura de Satán por boca de ambas protagonistas, que juran lealtad al señor del averno— donde las acciones no dejan de estar desarrolladas desde el prisma de dos muchachas en plena etapa de cambio, acercándose pues más a la mera travesura que a un reverso tenebroso que quizá no tendría lugar a la edad en que surge esa curiosa permuta.
Todo ello lo refuerza Séria desde la dirección, otorgando una importancia cuasi vital tanto a la banda sonora —que repite acertadamente composiciones tratando de conferir un tono más «naïf» al film, así como fortifica esa senda circular en la que se ven sumidas ambas protagonistas (no en vano se repiten esos paseos en bici con el mismo tema)— como a la fotografía del film, que aun y poseyendo estampas ciertamente inquietantes (hasta perversas, si se quiere), se ve empapado por una luminosidad que describe a la perfección cuales son las intenciones de No nos libres del mal. Sí, puede que ambas sean afines a Satán y en ese sentido no quepa ambigüedad alguna, pero la gravedad de sus acciones siempre se diluye entre risas y correteos impropios de alguien predispuesto a adorar a Satán pero, obviamente, propios de alguien de la edad de Anne y Lore.
El escenario más terrenal que provee No nos libres del mal termina por desvelar que, en el fondo, no nos encontramos ante un film de terror. O no uno al uso, por lo menos. Es de ese modo como su autor encuentra en esas “travesuras” el modo de fortalecer un lazo que pueda unir a esa pareja hasta las últimas consecuencias, incluso en un final donde Jöel Séria decide mostrarse no poco mordaz con una de esas conclusiones cuyos fotogramas terminan por adherirse de modo casi inevitable a la retina.
Escrito por Rubén Collazos
La garra de Satán (Piers Haggard)
A veces ocurre que, viendo una película, te viene a la memoria otra… que no has visto. Eso es exactamente lo que me ha pasado a mí viendo La garra de Satán (1971), de Piers Haggard, y es que uno tiene la cabeza llena de referencias y de imágenes que ya no sabe ni de dónde las ha obtenido —bueno, de internet, seguramente—, pero que le vienen a la cabeza, de repente, tras un baile alrededor del fuego, por ejemplo.
La película en cuestión es El hombre de mimbre (1973). Razón por la que he decidido indagar sobre mi epifanía pagana escribiendo en Google “Blood on Satan’s Claw The Wicker Man”. Aproximadamente 66.400 resultados, de los cuales varios tienen un punto en común, el denominado Folk Horror, un subgénero nacido a finales de los 60 y con gran variedad de filmes realizados sobre todo durante principios de la década de los 70, especialmente gracias a la compañía Tigon Productions, productora de La garra de Satán, la cinta de la que hablamos, y de varias más relacionadas con los mundos esotéricos, de brujas y rituales.
En La garra de Satán, nos trasladaremos a la campiña inglesa en pleno Siglo XVII. Un hombre se encuentra arando el campo, cuando de repente encuentra los huesos de lo que podría ser un cuerpo humano, si bien cuando avisa al juez del pueblo, éstos han desaparecido. Poco tiempo después, unos niños encontrarán, mientras juegan entre el estiércol, una extraña garra. Pero la garra desaparecerá y será cuando conozcamos a Satán, o al menos ciertas partes de él que recuerdan a La bestia de Walerian Borowczyk (sólo en las partes que tienen pelo, claro).
Hace tiempo (ya no, no), se trataba al sexo como una gran fuente de poder para atraer al mal, basta con leer La casa infernal, de Richard Matheson, para darse cuenta de la importancia que, en ocasiones, tiene. Creencias paganas, brujería y folklore popular conforman una cinta de mensaje ciertamente conservador. En ella, una menor de edad con cara y nombre de ángel se erigirá como mano izquierda del demonio. La inocencia se ha perdido. El demonio yace entre nosotros, Dios se apiada de nuestras almas desde la distancia, pero sus manos derechas lo guardan en el campo y lucharán contra la picazón que surge durante la adolescencia, esa época en la que a muchos nos nace el vello púbico, extrañamente similar a la piel del diablo que a algunos personajes les va creciendo alrededor del cuerpo.
Primerísimos planos que incitan al pecado, picados, contrapicados, planos realizados desde ultratumba. Todo sirve para conseguir una lograda atmósfera, sin duda uno de los puntos más destacables de La garra de Satán: la facilidad con que aceptamos que realmente estamos en esa época en la que el lado más reaccionario del ser humano era el único que podría alzar(se contra) el mal, espada en mano.
Estamos, en definitiva, ante una cinta bastante desconocida y por tanto reivindicable, porque aunque no produce terror, sí intriga con su citada atmósfera, y aunque no indague en ciertos detalles importantes de la trama —habría sido interesante saber qué hace el juez durante el tiempo de metraje en el que no aparece en pantalla—, cumple al saber jugar sus cartas —cuentan que se utilizaron hasta tres guiones diferentes para llevarla a cabo— y es disfrutable para los amantes de Vincent Price y del cine de bajo presupuesto, cuyo mayor encanto está, en ocasiones, en lo amateur de algunas actuaciones, que crea en el espectador una misteriosa sensación de atracción que sólo se da al abordar una obra como esta.
Escrito por Alberto Mulas