El falso documental se persona en nuestra sesión doble con dos títulos que no hay que perderse: por un lado, la incursión del canadiense Guy Maddin en un género extraño para él con My Winnipeg, y por el otro con la visión sobre los horrores de la guerra nuclear realizado para la televisión a mediados de los 80 por Mick Jackson, Threads.
My Winnipeg (Guy Maddin)
Brumas, nieve y somnolencia son quizás los tres pilares atmosféricos sobre los que se sustenta una de las más inspiradas obras del canadiense Guy Maddin, cineasta de estilo incorruptible de nada disimuladas influencias en el cine silente y el montaje soviético. Su filmografía, dejando de lado la estética gótica y expresionista que el bueno de Guy se dedica a pulir película tras película, se caracteriza también por un marcado carácter autobiográfico, siendo la omnipresente figura materna el cáliz que recoge la mayoría de los traumas y miedos del director.
Una figura que hace las veces de ente posesivo, de talante inexpugnable y coartador de libertades. Se establece en My Winnipeg —ciudad natal, por cierto, de Maddin— una clara relación de amor/odio entre el autor y su madre, pero también entre el autor y la ciudad —para nada encubierta la dualidad entre la ciudad y la madre cuando a través de un fundido, el río Forks se “convierte” en un regazo femenino—. El autor los presenta con fascinación y respeto, desde una distancia prudencial. El inicio de este documental onírico y pesadillesco es ya toda una declaración de intenciones: Guy intenta escapar en tren de la figura materna/ciudad, pero sus particulares características —el frío, la nieve, el estado sonámbulo de sus gentes o quizá la tiranía de los recuerdos— parecen frustrar su huida.
La construcción del film, a modo de un monólogo interior en el que fluyen ideas de forma desordenada y borrosa, permite a Maddin una libertad prácticamente ilimitada en tanto que puede introducir imágenes y símbolos a placer dándoles coherencia narrativa a través de la voz en off que guía esta aventura edípica. El canadiense se sirve de una gran variedad de recursos estilísticos (material de archivo bajo forma de fotografía o vídeo, animación con siluetas, su propio material fílmico…) para dar forma a una Winnipeg enteléquica. El montaje espídico ayuda, por supuesto, a crear una atmósfera particularmente agitada y confusa, creando en el espectador constantes equívocos —y molestias— si éste pretende discernir la realidad de la ficción.
El formato documental da alas a Maddin para mostrarnos su verdad sobre Winnipeg, para que construya una mitología alrededor de la ciudad y de sus gentes y para rendirle homenaje… aunque esté, al mismo tiempo, huyendo de ella. No olvidemos mencionar el finísimo —y más que acertado— sentido del humor que subyace tanto en el imaginario visual del film como en los apuntes verbales de su narrador. La creatividad del canadiense conforma un ambiente extremadamente enrarecido, pero no por ello falto de encanto o de cariz lúdico. Por ejemplo, Maddin desea recrear con la ayuda de un grupo de actores la calidez que sentía cuando era un niño en Winnipeg, viendo la televisión en casa en familia. Ante lo que suponemos una referencia inequívoca a la ausencia paterna en la infancia del joven Guy, la figura del padre no estará interpretada por ningún actor, sino que vendrá dada por un montículo de tierra escondido bajo una alfombra en el salón.
Y por suerte, en My Winnipeg la creatividad del autor se muestra desenfrenada, sin límites. Veremos desde paseos románticos en un antiguo cementerio helado de cabezas de caballo hasta equipos míticos y fantasmales jugando un partido de hockey sin fin en un estadio en ruinas. Una necrópolis de señales publicitarias, piscinas de tres pisos, metáforas sobre la perversión sexual y la posesión materna basadas en un trozo de ciervo aplastado contra un parachoques… el caleidoscopio de situaciones parece no tener fin y acaban conformando uno de los proyectos más sólidos y celebrados del cineasta winnipegiano (para servidor, sólo superado por aquella obra maestra titulada Brand upon the brain!). Sin lugar a dudas, un documental a prueba de ortodoxias.
Escrito por Maties Tugores
Threads (Mick Jackson)
Cuando uno piensa en la Guerra Fría, en la paranoia comunista, en el pánico a la guerra nuclear, es inevitable remitirse a los Estados Unidos, a los años 50, a la caza de brujas “maccarthiana”, al delirio de pensar que cada vecino pudía ser un espía comunista dispuesto a colaborar en la destrucción de lo que el bloque occidental pomposamente llamaba el mundo libre. Sin embargo, todo ello no deja de ser un ejercicio reduccionista. Cos sus vaivenes y sus picos de intensidad, la Guerra Fría duró hasta ese punto histórico referencial que podría ser la caída del Muro de Berlín. Y efectivamente, los años 80 supusieron un repunte de la escalada tensional, momentos que, sin llegar a la crisis de los misiles de Cuba, hacían presagiar o como mínimo temer que la devastación nuclear estaba, como aquel que dice, a la vuelta de la esquina.
Quizás influido por el ambiente (y por la capacidad de la época de crear productos libres en televisión), Mick Jackson retoma la temática expuesta por Peter Watkins en El juego de la guerra 20 años antes, consistente en exponer las consecuencias de un ataque nuclear. Lejos de hacer un cuadro meramente teórico y didáctico, Jackson construye un documental que se arma desde la cotidianidad, desde las noticias salpicadas aquí y allá sobre la escalada del conflicto, como interfiere y afecta a la cotidianidad de un reparto coral, hasta llegar al punto crítico de la deflagración y a exponer entonces las consecuencias de ello.
No es detalle baladí situar el epicentro de la acción en una localidad como Sheffield, mediana ciudad industrial ya salpicada por las crisis de empleo generadas por el gobierno Thatcher ya que, de esta manera se nos situa en un contexto que dista mucho del presunto mundo idílico del capitalismo occidental víctima de la agresividad soviética. Jackson ya nos presenta una sociedad tensionada, cuyos miedos diarios con el desempleo y la crisis de la industria ya crean un marco de relaciones inestables, de mundo gris al borde de un colapso interior y que, con la guerra nuclear, solo hará sacar a la superficie de los supervivientes aquello ya latente en el mundo pre-bélico.
De algún modo el propio título e introducción del documental ya nos habla de la ambivalencia de lo que vamos a ver. Threads es la palabra inglesa para amenaza, algo obvio aparentemente al hablar de la guerra nuclear, pero tambien es la palabra para hilos, para hablar de los vínculos sociales y familiares que conforman tanto lo sentimental como la fundación de una sociedad civilizada y que, tras la guerra, quedan absolutamente borrados destruyendo no solo físicamente personas, estructuras, edificios, ecosistemas o sociedades, sino cualquier atisbo de humanidad.
Sí, Threads, así en plural habla de lo múltiple, no solo de un somero repaso o catálogo de las consecuencias de la destrucción, sino de la aniquilación de cualquier rasgo de aquello que nos convertía en humanos. Así, el último tramo del documental, el del mundo post-bomba, se artícula como una de las piezas más terroríficas y desasosegantes que se pueden contemplar en pantalla. Una reducción descarnada la bestialidad nihilista que parece sacada de la peor de las pesadillas de la concepción que la humanidad tiene de si misma. Sí, Threads ya no nos habla de la destrucción del mundo tal y como lo conocemos en el plano físico sino de la reducción a la nada de cualquier sentimiento, de la desaparición del amor, de la conversión del hombre en animal salvaje, de darwinismo mal entendido en la interpretación de la ley del más fuerte.
Threads es no solo un aviso sobre los horrores de la guerra nuclear, sino más bien una puesta de largo al respecto de una concepción pesimista de la condición humana. Un ejercicio de negrura impactante tanto por su realismo, por su detalle conceptual y por su capacidad de desarrollo, exposición y síntesis narrativa. Un producto que, paradójicamente, brilla en su negrura profética al exponer una realidad que parecía no interesar en el mundo de los felices y dorados ochenta.
Escrito por Alex P. Lascort