El mondo zombie hace acto de presencia en este nuestro hogar, y lo hace con dos joyas indispensables. La primera es Muertos y enterrados, película ochentera de culto de Gary Sherman. Le sigue Cadáveres atómicos, película de 1955 con el plus de la venganza que dirige Edward L. Cahn.
Muertos y enterrados (Gary Sherman)
El inicio de Muertos y Enterrados no puede ser más ejemplar en cuanto a capacidad de enganchar al espectador. Una playa y una situación idílica, la luz melosa, la banda sonora romántica. Un entorno que parece más propio (incluso rozando lo kitsch) de una película de amores e idilios imposibles. Y de repente estalla el horror de la forma más salvaje posible. Un twist de arranque que deja paralizado y al mismo tiempo desconcierta, que hace preguntarse qué clase de película vamos a ver.
El film de Gary Sherman es desde luego inclasificable. Los géneros que toca, desde el terror en su forma más clásica hasta su aproximación al mondo zombie (siempre desde la lateralidad) la convierten en una pieza casi de culto. No diremos que se parece a Donnie Darko, pero sí comparte algo con ella: su increíble capacidad para, sin saber muy bien cómo, atraparte en su atmósfera de imprevisibilidad.
Si por algo destaca, y ahí es donde radica gran parte de su capacidad de atracción, es por ser un film claramente atmosférico. La situación, un pequeño pueblo pesquero llamado Potter’s Bluff, su aislamiento de la “civilización” metropolitana, le confiere desde el principio una cierta sensación de islote, de lugar donde todo es posible. Un lugar bañado por una luz idílica y sin embargo por momentos sombría. Se diría que es en cierto modo un lugar anclado en el tiempo, como un viejo residuo de una América de ensoñación idealizada siempre que se tome una foto panorámica del lugar. Una foto, sin embargo que si se analiza con lupa permite ver las grietas, las telarañas de lo que sería un decorado decadente al borde del desmorone.
El tiempo no parece haber pasado en Potter’s Bluff. Sus coches, arquitectura, vestuario e incluso maneras de sus habitantes así lo indican. De igual manera las horas, las jornadas parecen más propias de un sueño que de la realidad. Un lugar donde el crepúsculo parece omnipresente a todas horas y donde las franjas horarias de los días no parecen tener clara definición.
Este es el lugar, el marco que alberga una historia que transcurre fluida siguiendo ciertos toques hitchcokianos. No se trata ya de un “whodunnit”, de saber quién es el asesino, algo que se revela desde el principio. Se trata de saber el porqué, de entrar en la psicosis y paranoia del policía protagonista que no acierta a comprender los sucesos que le rodean. Con estos ingredientes, Muertos y Enterrados consigue tejer una red misteriosa que sumerge más y más en la incertidumbre, en el suspense. Eso sí, sin renunciar en ningún momento a escenas de violencia y ferocidad, que podríamos calificar como ciertamente atrevidas para la época.
El clímax, que no revelaremos, supone uno de los momentos cumbre, sin duda, de la serie B e incluso del género de terror. Quizás el espectador más avezado lo deduciría fácilmente siempre y cuando lo vea desde una perspectiva actual. Sin embargo hay que poner el film en su perspectiva histórica y poner en valor que en 1981 el concepto final twist (además rimado maravillosamente con la escena inicial) no estaba precisamente en boga.
Finalmente, Muertos y Enterrados se posiciona como una de las películas más influyentes de la historia del género. Una película que confirmó la idea de poder hacer una película a escala humana, sin apariencia sobrenatural y que explora y reposiciona temáticas como la del Mad Doctor o los zombies. Hay mucho en ella del cine clásico de terror de la universal en el tono, pero a su vez hay la originalidad de trascender la necesidad metafórica de la monstruosidad y poner blanco sobre negro la locura e insanía inherentes a la condición humana, de cómo el progreso técnico, lo científico, puede derivar en pesadilla. Un producto, en definitiva, artesanal, de aires carpenterianos (tanto que el propio Carpenter fusilaría escenas enteras en su película En la boca del miedo), tan desasosegante como, en cierta manera, reconfortante al constatar su brillantez en conseguir su objetivo que no es otro que dar miedo. Mucho miedo.
Escrito por Álex P. Lascort
Cadáveres atómicos (Edward L. Cahn)
Es muy curiosa la forma en la que una película como Cadáveres Atómicos se puede asimilar hoy en día, cuando el subgénero de los muertos vivientes ha llegado a un límite de exacerbada sobreexplotación. Como producto de la ingenua Serie B de los años 50, y con un libreto venido del especialista del género Curt Siodmak, la película relata la historia de cómo un gángster forma dupla con un ingeniero atómico para crear un grupo de muertos revividos y utilizarlos con fines tan despiadados como la venganza; lejos del icono actual del muerto viviente carnívoro con el que hoy asociamos el popular término de zombie, la propuesta de Siodmak se acerca mucho más a la corriente haitiana en su revisión del cadáver renacido (recordemos que suyo es el libreto, entre otros iconos del terror clásico, de Yo anduve con un zombie), con la obligada inclusión de la tecnología (campo a desarrollar por aquel entonces y que causaba cierto temor en la población norteamericana) conformando una típica propuesta de género de la época, dentro de la modestia y la siempre inconsciente mezcla de géneros del cine B de entonces. El terror se une aquí al sci-fi con los obligados toques cómicos de la cotidianidad (remarcando aquí a la hija del protagonista y su muñeca, con un inolvidable gag final) a favor de una propuesta amparada por uno de los ímpetus creativos del fantástico de aquellos años: la creación de un clima pesadillesco de miedo colectivo, dibujado en torno a unos cadáveres renacidos (y de alma robotizada) que ponen en jaque a la población y a las fuerzas del orden ante la inesperada crueldad de sus hechos.
El realizador Edward L. Cahn (otro especialista, esta vez, del sci-fi) promulga una dirección simple pero efectiva, donde las variedades genéricas se entremezclan entre sí sin ningún tipo de costura y mostrando el oficioso sentido de la diversión de este tipo de propuestas. Disparatada mezcla de radioactividad, tecnología, la figura del mal encarnado en un muerto revivido (incomprensión épica de los investigadores cuando descubren indicios inculpatorios de personas ya fallecidas) y la amenaza zombie que tan cotidiana hoy nos resulta aquí como un entramado gansteril de primer orden, son algunas de las vicisitudes más memorables del film. En lo estrictamente cinematográfico cabe destacar su ágil narración, que permitirá disfrutar al espectador de su ingenuidad artesanal y naif, con una agradable capacidad de aprovechamiento de localizaciones (tanto exteriores, donde se disfrutan unas espectaculares escenas de impacto como el conjunto de interiores de hálito oficioso), así como de la buena asimilación de las excentricidades de su mix de géneros y con una sensación sutil de auto parodia que ciertamente hará de ella una producción muy singular, además de un innegable espíritu de serial. Sobre esto último y su facultad de producto de consumo popular cabe razonar sobre sus planteamientos anexos: la visión del terror arraigado con las estrafalarias (y meritorias) concesiones del sci-fi de la época, el intento de dramatización de un clima social de estupor que bien podría ser reflejo de connotaciones auténticas de la época, y muy especialmente el candor de inhóspita singularidad de la Serie B de aquellos locos años 50.
Escritor por Dani Rodríguez
El mondo lirondo ?