El cine criminal nos acerca a una sesión doble en los inicios del cine con una propuesta muda, L’enfant de Paris, que realizó Léonce Perret en 1913, así como una de las propuestas más reseñables del austriaco Joe May, Confession, que a su vez fue una revisión de Mazurka, dirigida por el alemán Willi Frost.
L’enfant de Paris (Léonce Perret)
Los preludios del cine se dirigieron a filmar la realidad de la calle, todo tipo de exteriores, la gente en sociedad, para evolucionar poniendo el foco en la conducta humana, con temáticas más complejas conforme iba creciendo y consolidándose como catalizador del entretenimiento. Así, pronto llegaría el interés por crear ficciones sencillas que atrajeran a las incipientes salas a un público ávido de historias sobre las pulsiones humanas, sus bajezas, el orden y castigo, lo oculto que derivara en el mal, fruto de la capacidad evocativa del cinematógrafo. Zecca, Guy, Méliès, Chomón, comenzaron con cortos que trataban la delincuencia. Les seguirían Capellani, Perret (director que nos ocupa), Gance, Duvivier, Epstein, Dulac, Jasset, o el conocidísimo Feuillade en esa materia de lo delictivo. Primeros e interesantes esbozos de lo que más tarde constituiría el más auténtico y famoso género galo: el ‹polar›, el ‹noir› genuino de los franceses.
Desarrollando el árbol genealógico del ‹noir› para detectar qué influjos hubo en el séptimo arte, no se puede esquivar la novela policíaca francesa de finales del s. XIX y principios del XX. De esta forma se iba conformando una fase embrionaria que dará lugar a un corpus más sólido influenciado también por autores de renombre como Zola, Hugo, Dumas, Balzac, Leroux, el delincuente convertido en jefe de la Seguridad Francesa (Vidocq) y sus Mémoires, el teatro, la prensa sensacionalista o el ‹grand guignol› con sus relatos sórdidos que horrorizaban al público.
En este “caldo de cultivo” comenzaría el actor, escritor y director Léonce Perret su incursión en el cine, con una ingente obra donde muchas de sus películas estarían muy ligadas al crimen. En unos años en que los seriales fueron una novedad en el cine —conocidísimos son los cuatro (uno algo menos) de Louis Feuillade, a los que se sumarían los vanguardistas Germaine Dulac o Jean Epstein— Perret optaría por un formato inusitado como en L’enfant de Paris. Dos horas divididas en episodios —tal como haría en su espléndida formalmente hablando y muy extensa Kœnigsmark (1923)—, metraje muy poco habitual, pero que supo atraer a los espectadores por su gran capacidad narrativa en el año 1913, dato a tener en cuenta.
Habiendo visto unas cuantas películas de este director, y en especial con ésta tan temprana o la anterior Le mystère de roches de Kador, habría que plantearse reescribir la historia del cine y colocar a directores/as en el lugar que merecen, pues muchos han permanecido a la sombra de otros. Perret fue mucho más que el tercero de la Gaumont (después de Alice Guy y Feuillade) y obras como L’enfant de Paris le avalan. Para ser una obra tan temprana, asistimos a una riqueza visual y un uso de técnicas que anticipan a muchos directores de renombre. Es normal un uso grande de planos fijos, pero su gramática cinematográfica la elevó con algún tímido ‹travelling› precursor de planos imposibles que saltaban un tabique divisor, uso frecuente del contraluz, planos con la cámara en interior hacia ventanales muy estéticos y luminosos, así como un dinamismo a partir de la mitad formulado por mucha variedad de planos exteriores eficazmente concatenados en la ciudad de Niza, buscando un suspense muy logrado. También encontramos casi primeros planos y una vocación por buscar la profundidad de campo, unida a un magnífico sentido espacial en exteriores e interiores con una privilegiada y milimétrica puesta en escena.
En L’enfant de Paris nos narra el rapto de una niña rica que ha quedado huérfana siendo internada por un familiar en un orfelinato depresivo. Su fuga provoca que se encuentre con un malhechor que se la entrega a un zapatero alcohólico y maltratador, con un ayudante (Bosco) que la cuidará. La aparición súbita del padre desaparecido desencadena una trama de chantaje en torno a la niña por peligrosos y armados delincuentes, su nuevo rapto y la investigación por parte de la policía y Bosco hasta dar con su paradero.
Para reafirmar la relevancia de este director reflejo la pasión que despertaba en Henri Langlois, el cual habló de «la expresividad y sensualidad de su luz (…), el valor lírico de sus paisajes», así como destacó que «comparte el mérito de descubrimientos con Griffith, que fue mucho tiempo considerado el único en enriquecer la poesía y la sintaxis cinematográfica».
Escrito por Estrella Millán Sanjuán
Confession (Joe May)
No todo es —siempre— lo que parece. Confession es una película donde al final todo se pone patas arriba. Siendo anterior en el tiempo, recuerda a películas de culto mucho más famosas como Carta de una desconocida (1948) o Eva al desnudo (1950). Historias que de primeras te llevan por un camino y, a medida que se acerca el final, empiezan a retorcerse hasta conseguir que aceptes que eres un ser muy falible y con facilidad para juzgar antes de conocer la verdad de los hechos. O quizás no tanto, porque el paso del tiempo y la repetición en la manera de contar hace de lo anticuado algo más previsible, si bien anticuado no significa en esta ocasión que haya envejecido mal.
También podría haberla comparado con Harakiri (1962), pero me parecía ya excesivo, pues aunque comparten la cuestión de la necesidad final de hacer una declaración, en Confession esta es obligada y menos “graciosa” —aquí nadie interrumpe a la protagonista para que se haga el ‹seppuku› mientras ella dice “un momento, un momento” y sigue contando su historia. Al contrario: es ella la que un principio no quiere contar nada a los jueces—. Después de todo, Confession es una película melodramática por los cuatro costados, desde que empieza contando la vida de una dulce e inocente joven siendo cortejada por un depredador sexual, hasta que presenta a su verdadera protagonista: Kay Francis, que adopta el papel de una mujer sufrida con un aspecto que recuerda al de algunas actrices del expresionismo alemán. Melena rubia corta, ojeras oscuras que confirmen una vida dura y ropajes tristes y apagados.
En clave criminal, europea en origen —Confession es un remake de la alemana Mazurca (1935), que dirigió Willi Frost— y romántica en su tono, la principal cualidad aquí está en lo bien que se hilan todas las tramas para convertir el crimen y el tormento en el verdadero centro de la historia, compartiendo con el primer parecido mencionado la presencia de un acosador (aunque puede que las vibraciones que dé cada uno sean muy diferentes según la película) y la importancia del ‹flashback› para entender a sus protagonistas.
Como casi siempre con el cine que ronda los 100 años, la intrahistoria de Confession es prácticamente tan interesante como la propia película. Por un lado, porque fue la última gran película de la actriz Kay Francis —la primera estrella femenina del estudio Warner Brothers y la mejor pagada en los Estados Unidos desde 1932 hasta 1937—. Por otro lado, porque el director austriaco Joe May —uno de los pioneros del Cine Alemán, cuyo exilio durante el ascenso del nazismo lo llevó a dirigir sobre todo cine de serie B en Estados Unidos— tuvo muchos problemas con todo el elenco durante el rodaje, aunque no se llega nunca a ver en la pantalla. Y es que May estaba tan decidido a hacer una versión exacta de Mazurca —reutiliza la banda sonora y las canciones originales— que guardaba una copia de la película alemana en el ‹set› y con frecuencia reproducía partes de la misma, para disgusto del elenco de la nueva película.
Escrito por Alberto Mulas