Robert Louis Stevenson y las dos versiones de un mismo hombre centran hoy nuestra sesión doble acercándonos al mito del Dr. Jekyll y su ‹alter ego› Mr. Hyde con dos obras que nos ayudan a comprender mejor su visión como la versión de la Hammer Las dos caras del Dr. Jekyll que dirigió Terence Fisher en 1961 y la versión francesa de Walerian Borowczyk rodada en 1981 El Dr. Jekyll y las mujeres.
Las dos caras del Dr. Jekyll (Terence Fisher)
Nunca está de más recordar aquello del deseo oculto y oscuro que todo hombre (mujer) esconde de forma inconsciente en su psique. Robert Louis Stevenson supo plasmarlo de una forma tortuosa e ingeniosa dando forma a las dobleces del hombre (y aquí sí solo hablamos de un único hombre) a través del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Son numerosas las adaptaciones, y la Hammer no podía perder la oportunidad de escoger al peor monstruo de todos, al humano despojado de sentimientos capaz de devorar con más fiereza a sus iguales que cualquier otro depredador.
Terence Fisher, uno de los predilectos de la productora, supo moldear a su gusto al actor protagonista, un Paul Massie un tanto ahogado por el maquillaje y cabello extra con el que diferenciar sus dos personajes, pero que supo aportar un sentido tanto a Jekyll como a Hyde. Su actitud y su voz son simples opiáceos que inventan los extremos de un mismo hombre, uno con un sentido recto del trabajo y ajeno al trato social, otro con un sentido totalmente perdido sobre los límites del bien y el mal, ávido siempre de algo más.
De todos los males del hombre fue la depravación misma el centro de atención de Las dos caras del Dr. Jekyll, donde no se apreciaba simplemente la deformación de sus dos protagonistas, ya que los bajos fondos de Londres eran tal vez más oscuros y engañosos que el ser que había creado el buen doctor. Sin importar el corte clásico de la historia, Fisher se centra con mucho ahínco en los placeres de la carne y la diversión más vulgar para fortalecer la neblina londinense. No oculta su interés por el cuerpo femenino en contraposición a los cambios mutantes del protagonista dual, forjando así una dependencia por la picaresca de la sociedad en la que no destaca tanto la maldad que va delimitando las intenciones de Hyde: nadie está libre de ningún pecado, y precisamente la libertad es lo único que anhela este ‹alter ego› excesivo y manipulador.
La naturaleza y exigencias del hombre se convierten así en el tormento de estos dos extremos de un mismo hombre, donde hay serpientes, danzas sensuales, engaños, exabruptos y una feroz crítica hacia lo que nos convierte en nuestro peor enemigo, los deseos más inanes que siempre hacen que brillemos negativamente. Con un final apoteósico con muertes, intrigas y detalladas reflexiones sobre lo ordinario y exquisito, Las dos caras del Dr. Jekyll se convierte en una diversión imprescindible y odiosa, como todas aquellas a las que sucumbimos en secreto.
Escrito por Cristina Ejarque
El Dr. Jekyll y las mujeres (Walerian Borowczyk)
La fábula de Robert Louis Stevenson es en esencia una representación de la maldad que se esconde en el ‹alter ego› humano, Jekyll más que un producto de la ciencia es una bestia liberada por ella, es aquella maldad que aguarda en lo salvaje, en el instinto primitivo, en el hombre que no puede darse el lujo de la razón y por lo mismo se entrega al instinto, instinto que a la vez es alimentado por la química, por esa serie de conjugaciones hormonales que el cerebro interpreta como placenteras, y por ende positivas… Somos animales, a veces se nos olvida, quizás porque esta es una verdad aterradora, una verdad que nos restringe a lo material, a lo celular, a minimizar todo el arte, toda la gloria, todo el ánimo de trascendencia, del progreso humano a una saga de desvaríos y malinterpretaciones de un cuerpo de organismos que ha sido forjado por la mentira, que ha evolucionado a su vez a través de su propia ignorancia, reforzándola, aferrándose a ella. Por eso en todo este teatro que es la vida, aunque suene paradójico, el sueño de la razón puede colapsar ante la ciencia, que aniquila a las constelaciones, a los cantos, a los hados, a todas las promesas que tenía para nosotros lo incierto… Si construyendo la Torre de Babel no llegaremos a ninguna parte ¿Por qué tomarse la molestia? ¿Por qué no disfrutar de la fantasía que somos sin aspirar al mañana?
Esa es la muerte del Dr. Jekyll, su pócima es un reconocimiento de dicho vacío, no tan claro en la novela, pero ya más evidente en la obra de Borowczyk. Quien conozca a Borowczyk sabrá que su obsesión es por lo perverso, más específicamente por la sexualidad desbocada, por aquellos hombres y mujeres que sucumben a la carne, que otra vez, aunque suene paradójico, ya no puede amar, porque no se reconocen a sí mismos más que como objetos, como cuerpos multicelulares que chocan entre sí estimulándose, haciendo correr a los glóbulos rojos como en una carrera de vértigo. Pero detrás de toda esta pasión desbocada solo queda la muerte, quizás exagerada por la película, pero no por ello incoherente (al menos no con una finalidad ideológica), y es que sin importar lo que pueda atraer la figura asesina y maltratadora de Mr. Hyde a alguna que otra calenturienta dama, detrás de él solo hay un desfile de cuerpos inertes. Y esta representación tanática, esta idealización del vacío que por momentos parece atractiva, aniquila hasta a aquella ingenua aristócrata que en un principio se atrevió a recibirla con los brazos abiertos. Al final, la pareja de endemoniados de Jekyll y la señorita Osbourne se bañan en la pócima del “desengaño” y el par de bestias que surgen se devoran a sí mismas en un festival de besos y sangre. Ya dejado de lado el erotismo, esta es una visión aterradora.
Este trabajo de Borowczyk como podrán notar amerita una visión crítica, es una alerta ante la entrega a la ciencia, no porque esta deba desacreditarse, sino porque si solo posamos nuestros ojos en ella puede que nos olvidemos de todo lo bueno y (de nuevo paradójicamente) significativo que hemos logrado construir en medio del eterno vacío que nos rodea, y ya entregándonos a la nada tal vez lo matemos o dejemos morir.
Escrito por Nelson Samuel Galvis Torres