Si todo el mundo sabe que en Cine maldito somo incondicionales del terror, no podía faltar una sesión doble con algo de terror patrio. El fantaterror nos visita con dos invitados de excepción. Comenzamos con Ceremonia sangrienta, una de las imprescindibles de Jorge Grau que data de 1973. Le sigue el omnipresente Paul Naschy en La maldición de la bestia, que dirigió Miguel Iglesias en 1975. Ahora solo os queda disfrutar:
Ceremonia sangrienta (Jorge Grau)
Ceremonia sangrienta es a los vampiros lo que No profanar el sueño de los muertos es a los zombies. Con dos películas Jorge Grau se ganó el derecho a culto sin duda alguna y caminó entre las mieles del fantaterror para consagrarse como uno de los grandes del género.
Pero Ceremonia sangrienta es una película capaz de utilizar la vuelta de tuerca con autoridad. En ella se condiciona la superstición del pueblo a dos estigmas sangrientos. El primero es el de la vida eterna relacionada con la ingestión de la sangre ajena. El segundo, el de la también eterna juventud mediante untuosos baños de sangre. Así Jorge Grau mezcla en un solo film el vampirismo y el «bathorismo», uniendo y separando ambos conceptos a su antojo, para sacar jugo más allá de la lectura inicial, elevando el discurso por encima de lo que sus contemporáneos decidieron explotar a la hora de hablar de los monstruos de catálogo que tan bien rindieron en nuestro fantaterror.
Sin desvanecer méritos de los directores de la época, Grau no quiere desaprovechar la ambientación gótica que tan bien empasta con una historia de vampiros (desde el inicio se nos emplaza en un lugar de la Europa Central, donde surgieron las leyendas sobre chupasangres que supo aprovechar Bram Stoker), y la iluminación se vuelve cargada gracias al hábil uso de velas, que siempre dirigen la atención de la escenografía para marcar los lugares que debe atender el espectador: ya sea una mano que sostiene alguno de los utensilios relacionados con las muertes, las siluetas proyectadas o las profundas miradas de los protagonistas que nos recuerdan a esa táctica tan elemental del cine mudo, y que marcan el estilo del director en esta ocasión.
No puedo saber a ciencia cierta si he visto la versión más definitiva de Ceremonia Sangrienta, es curiosa la delicadeza empleada a la hora de mostrar desnudos, en los que parece querer recrearse pero que no pasan de lo sugestivo cuando en la época, ya entrados los 70, se llegaba a niveles mucho más gráficos, pero la elegancia está siempre presente. Esa clara necesidad de diferenciar entre estratos sociales, bien por los diálogos, bien por los marcados estilismos, parece surgir como un grito sordo de entre tanto barroquismo para centrar nuestra atención. Grau arriesga al utilizar el terror arraigado a los cuentos populares para transmitir un mensaje complejo y estilizado, algo que no es fácil que funcione en el cine actual. Destacable el trabajo conseguido con Espartaco Santoni del que pudo aprovechar su inquietante mirada, y una Lucía Bosé cuya gelidez no permitía prevenirnos sobre su verdadero papel. Porque la actitud altiva y cambiante es la que nos depara mejores momentos en el film, cuando las mentiras también juegan una doble partida, existindo la historia que uno quiere contar y la que otro quiere creer. Tal como avanza la película los giros son más dramáticos y llamativos, y sin perder la intencionalidad de lo clásico, no tiembla al arremeter con el clasismo más adelantado.
No importa si se buscan vampiros deshumanizados, si uno es fan de la condesa Bathory y sus duchas virginales o simplemente le emociona eso de «el pueblo para el pueblo, sin el pueblo», pero lo que nos ofrece Jorge Grau en Ceremonia Sangrienta es una experiencia de las que dejan huella. Y contra eso no hay protesta posible.
Escrito por Cristina Ejarque
La maldición de la bestia (Miguel Iglesias)
Creo que todos podemos coincidir en que no hay figura más representativa del fantaterror que la del añorado Paul Naschy. En este caso es, además, de justicia: resulta difícil encontrar no sólo alguien más volcado en el género de lo que lo estuvo él, sino también alguien que lo amara de forma tan honesta y desprejuiciada, hasta el punto de cubrir toda su vida profesional. A diferencia de muchos directores españoles que llegaron a él un poco de rebote, empujados por las circunstancias y por la posibilidad de explotar un cine en auge, rentable y fácilmente exportable, lo de Naschy era pasión genuina. Es algo que se aprecia nuevamente en La maldición de la bestia, donde recupera a su personaje más emblemático, Waldemar Daninsky, protagonista de su extenso ciclo licantrópico (si bien todas sus encarnaciones comparten poco más que el nombre: no hay continuidad —o la hay a duras penas— entre las diferentes obras que lo conforman).
En este caso, las circunstancias llevan al simpar personaje nada menos que al Tíbet (¡!), en busca de la legendaria figura del Yeti. Es una excusa más para, por una parte, dar un barniz nuevo a un tema (el de los hombres lobo) ya bastante explotado por el propio Naschy (en este punto de su carrera, lo había abordado hasta en cinco ocasiones), pero también para añadir un toque exótico al clásico relato de terror que le permitía insuflar un estimulante espíritu aventurero al conjunto, acercándole al tebeo y el serial fantástico y de aventuras. Es aquí donde la vasta cultura popular de Naschy se pone en marcha, para bien y para mal: la historia se convierte, progresivamente, en un mejunje genérico en el que hombres lobo, yetis, sanguinarios bandidos mongoles que parecen salidos de la pluma de Robert E. Howard, hechiceras, castillos góticos, salas de torturas y referencias inesperadas a la diosa Kali (cuya efigie custodian dos bellas licántropas) se combinan sin complejos y, también, sin demasiado criterio o coherencia.
Lo positivo: el relato es innegablemente atractivo, por sobrecargado, y no paran de suceder cosas, aunque muchas de ellas no tengan mucho sentido. Lo negativo: que el afán de Naschy (autor del guion) por meter en la peli todos aquellos elementos que le apasionan hace que la narración pierda el rumbo y, por consiguiente, también su eficacia. Todo se acaba sintiendo tan gratuito, tan ridículo en determinados puntos, que uno se desentiende fácilmente de lo que está sucediendo en pantalla. Pareciera que una historia más ajustada, o simplemente menos empeñada en cubrir todos los flancos (terror, erotismo, romance, aventuras… todo cabe) hubiera funcionado bastante mejor. Pese a ello, no se puede negar que posee cierto encanto, el mismo que se deriva de ver los hermosos paisajes del Valle de Arán haciéndose pasar por el Tíbet, de reconocer a viejos secundarios de raza como Josep Castillo o Víctor Israel (¡queríamos más de él!) o de asistir a esos maquillajes artesanales ya prácticamente desaparecidos del cine fantástico mainstream.
Asimismo, el esforzado diseño de producción, la fotografía de Tomàs Pladevall (sugerente especialmente a la hora de recrear las catacumbas y la cripta de las mujeres lobo, imaginadas a efectos prácticos como vampiras clásicas con el matiz del hirsutismo) y la clásica dirección de Miguel Iglesias (que ya se había acercado al cine de aventuras en Tarzán y el misterio de la selva), hacen de esta tardía obra del fantaterror una apreciable y simpática rareza dentro de la filmografía de sus responsables, especialmente por su candidez (y desvergüenza) a la hora de mezclar mitologías y referencias culturales varias, todo con ese aroma pulp en el que el peligro, el horror y el erotismo danzan a un mismo compás.
Escrito por Nacho Villalba