El ‹chambara› vuelve a la sesión doble con dos títulos a reivindicar: por un lado la incursión de Kihachi Okamoto en el género contando con dos intérpretes de la talla de Nakadai y Mifune en La espada del mal, y por el otro uno de los pocos largometrajes de ficción dirigidos por Toshio Matsumoto en Demons.
La espada del mal (Kihachi Okamoto)
Kihachi Okamoto se distinguió durante su carrera fílmica como prolífico cineasta de ‹jidaigeki› (drama de época), género que le permitía indagar en los recodos más nebulosos y contradictorios del folclore de su nación. El estilo sombrío y cínico de Okamoto, además, se ve forjado y reforzado por las experiencias personales vividas en los estertores de la segunda guerra sino-japonesa, conflicto en el que se erigió como uno de los pocos supervivientes de su promoción y que verá en el cine el pretexto perfecto para denunciar la banalidad de la violencia y el absurdo de las contiendas bélicas.
El periplo del artista nipón en la industria cinematográfica toma inicio al finalizar la guerra. Aunque su debut directorial se emplaza a finales de los años 50 (la edad de oro del cine japonés), su formación empieza una década antes, trabajando para cineastas de la talla de Mikio Naruse. Sin embargo, el modo con el que afronta los proyectos y los impregna de su peculiar personalidad lo alejan tanto de los humanistas como Naruse, Mizoguchi, Kurosawa u Ozu como de los existencialistas como Teshigahara, Imamura o Shindô. Entendemos, pues, que el relativo olvido occidental con su figura se deba en parte a su no adscripción a ninguna de las dos corrientes preponderantes del lustroso cine japonés de los años 50 y 60.
Los estilemas que cultiva Okamoto en Dai-bosatsu tôge (1966), en especial en el trato formal de las secuencias de acción y en la representación visual de la violencia, no solo tendrán una enorme repercusión en el ‹chambara› (comúnmente conocido como cine de samuráis), sino que permeará un buen porcentaje del cine violento de las siguientes décadas, pudiéndose evocar su influjo en los trabajos de Peckinpah, Tarantino o Chan-wook (en esta dirección, resulta difícil no detectar una cierta mímesis u homenaje al film de Okamoto en el célebre ‹travelling› lateral de Oldboy, que tiene su correspondencia en un asombroso paseo de Nakadai en ligero picado y sin cortes contra decenas de contendientes).
Resulta intrascendente —así como sucede en la mayoría de películas— intentar desmenuzar, en un espacio de texto tan reducido, los entresijos de la historia que pone en escena Okamoto en Dai-bosatsu tôge (partiendo de un guion, ni más ni menos, que de Shinobu Hashimoto, libretista habitual de Kurosawa y de Kobayashi). Es por ello que procuraremos ordenar algunos pocos y breves apuntes que den buena cuenta del porqué nos parece una de las mejores películas de samuráis que ha dado el cine nipón.
La principal para servidor radica en la puesta en escena inmaculada del film, que adquiere mayor notoriedad en las secuencias de acción. En ellas se invocan los dispositivos expresivos de la danza coreografiada para extraer belleza del acto violento. Hay algo de místico, de arrebato romántico y de fascinación lírica en la forma en la que los cuerpos se mueven por la pantalla en las batallas. Okamoto expresó en alguna ocasión que su vocación de cineasta nació después de ver La diligencia (Stagecoach, 1939) de Ford. Resulta curioso, porque podríamos replicar la sentencia que realizó Ford sobre qué era el cine para él (ver caminar a Henry Fonda) en el embeleso que evoca la visión del cuerpo del antihéroe Nakadai moviéndose dentro del cuadro, así como la captura de su mirada, abismal y negra como pocas en la historia del cine. La presencia de Mifune siempre aporta un plus de atractivo en cualquier proyecto, pero el recital de Nakadai —como ya sucedía en el Harakiri (Seppuku, 1962) de Kobayashi— como samurái sociópata es tan abrumador que opaca los registros actorales del resto del elenco.
La violencia en La espada del mal (Dai-bosatsu tôge, 1966) suele representarse secamente y con artificio (coreografías), dos ideas que aunque parezcan lejanas se complementan de forma óptima, porque revelan el carácter endemoniado, maldito y casi fantasmagórico del antihéroe al mismo tiempo que descubren una evidente búsqueda lírica de la violencia. Esta poética no se limita a manifestarse únicamente en las escenas de acción: ejemplo de ello tiene lugar en el ‹dōjō› en el que se ejercita Yûzô Kayama para practicar la estocada —único punto débil del personaje de Nakadai—, con su espada golpeando un rayo de luz entre partículas de polvo humeantes, dando la idea de que surgen de la propia estocada.
Mención especial para el clímax final, con el que Okamoto bombardea los cimientos del clasicismo cinematográfico de su país, y ofrece una verdadera lección de cine que no teme en intercalar correspondencias entre el montaje interno y externo del film, y que no hacen más que enriquecer y complejizar un personaje en el más profundo de los abismos.
Escrito por Maties Tugores
Demons (Toshio Matsumoto)
En el frío nocturno gotas de sudor adornan la aterradora expresión del ‹ronin›, en medio del silencio este descubre los cuerpos inertes de su pareja y su ayudante; esta visión no es un presente, no es el acontecimiento inmediato, y de lo mismo lo hace consciente su pareja al saludarlo. Así inicia una historia de muerte, del abandono de la fe, de la entrega a la sangre, a la catarsis vengativa.
Una prostituta es el amor del ‹ronin›, pero su romance no peca de ideal (al menos al comienzo) pues la mirada del espadachín es crítica, cuestiona constantemente los afectos de la mujer y la hace a un lado cuando uno de sus camaradas así se lo pide. Ella se comporta como una figura ponzoñosa que endulza el oído con caricias, aunque las mismas no penetran con violencia definitiva en el protagonista. En estos primeros compases se fragua una estructura que recuerda al cine negro, pues ahí está la ‹femme fatale› que genera la realidad problemática y al mismo tiempo el decadente detective que más adelante emprenderá la cacería, aunque quizás más que la estructura sea la estética lo ‹noir› de la película, porque esta es literalmente toda negra, toda oscura, como si estuviésemos siempre en el recinto de los animales nocturnos, estos que meditan en silencio dentro de los matorrales, moviéndose con lentitud, siendo ignorados por sus presas y, así mismo, la cinta va a un ritmo tranquilo, aguardando y reposando en cada uno de los bellos planos hasta que la muerte emerge con una violencia imparable, incontenible, insuperable. El corazón apuñalado del ‹ronin› deja salir un humor negro, perverso, que lo consume todo sin ningún reparo de misericordia, pues es la trampa de la prostituta (una traición que era previsible) la que lo lleva a abandonar cualquier reparo de moralidad que pudiese sostener.
Es interesante como el escepticismo inicial del amor luego se traduce en una pasión desbordante, pues el corazón imposible de traicionar se vuelve frágil antes las dulces y “honestas” palabras de una confesión clandestina, es la promesa de amor eterno que prefiere la muerte antes que la distancia del ser amado la que convence al ‹ronin›. Después de esta fe despierta viene la traición, y aunque esta no amerite una reacción tan violenta es esencial también la idea del honor samurái en medio del sentido del deber del protagonista, porque los ideales también son una condena, y el rapto de la mujer (aunque sea consensuado) ha de cobrarse con sangre, pero multiplicada porque la venganza también es una forma de demostrar el poder, la superioridad, y lo que vale el meterse con un asesino.
La segunda mitad de la película es básicamente un festín de sangre en el cual la figura del demonio se revela, la actitud prudente del ‹ronin› cambia de forma radical por una perversa y devoradora, dispuesta a todo con tal de cumplir su cometido.
Así se desenvuelve esta historia trágica llena de la belleza sombría del luto, que dejara al espectador envenenado, con un dolor agrio en el que todo queda vacío y libre de cualquier salvación.
Escrito por Nelson Galvis