Espada y brujería, no hay mejor forma de mezclar épica y fantasía para disfrutar de una grata sesión doble. En esta ocasión nos centramos en el cine italiano con dos propuestas impactantes y diferenciadas como son La corona de hierro, que el director Alessandro Blasetti presentó en Venezia en 1941, y uno de esos títulos del maestro Lucio Fulci a redescubrir, La conquista de la tierra perdida, que dirigiera a principios de los años 80.
La corona de hierro (Alessandro Blasetti)
El subgénero “espada y brujería” ha sido siempre una excusa sin igual para tamizar los dramas familiares, las historias de época y las batallas eternas en una misma película y que, quien odie alguna de estas tramas, la disfrute igualmente sin apenas darse cuenta de sus dobleces. La magia atraviesa la pantalla más allá de sortilegios y brujas y nos encandila para disfrutar como niños pequeños descubriendo un mundo de gestas imaginarias.
Pero para existir grandes éxitos como Excalibur o El señor de los anillos (por ir a lo grande y tosco) muchos se atrevieron a conciliar reyes y embrujos para entretener a las masas con espectáculo y florituras. Es el caso del italiano Alessandro Blasetti, que revolucionó la fantasía y la espada con La corona de hierro, presentada en el Festival de Venezia durante la II Guerra Mundial, donde se da un sentido definitivo a la palabra Destino.
La corona de hierro no deja de lado ningún detalle. Los decorados son excesivos, el vestuario totalmente dedicado a la ostentación y las batallas cargadas de saña y erotismo (previo a la censura todo era válido), demostrando que se esperaba de la película marcar un antes y un después. Mezclando el relato escrito para avanzar a grandes zancadas por la historia con escenas icónicas y llamativas, nos movemos en una historia de poderosos reyes y peores traiciones en las que los hijos de los protagonistas serán la clave del futuro.
En la película encontramos un poco de corte del medievo llena de lujos, caprichos y soberbia, pero también hay un héroe que bebe a veces de Robin de los bosques a modo de híbrido con Tarzán, permitiéndose todo tipo de licencias con el basto mundo del drama novelesco y las aventuras. Todo ello tiene una clara intención, que no es otra que emocionar a unos y divertir a otros con las hazañas y desventuras de los jóvenes que deben restaurar el equilibrio de la justicia, la bondad y el amor (ahí es nada) con la excusa de una corona de hierro que arrasa con la maldad de la tierra que pisa.
Duelos y guerras compiten con la esclavitud de unos y la belleza de la corte de otros para narrarnos una arquetípica historia que se repite una y otra vez: ojo con la familia. La fantasía en esta ocasión se disfraza de anciana anclada a su telar, que no por insistir en lo que ocurrirá al final deja de sorprendernos el desenlace, confirmando que ese Destino del que hablábamos al principio parece la razón de ser de esta historia de reinos inventados y personajes carismáticos, un granito de arena para engrosar ese mundo de espada y brujería que tan buenas tardes de domingo nos va a dar hasta el fin de nuestra humilde existencia.
Escrito por Cristina Ejarque
La conquista de la tierra perdida (Lucio Fulci)
A orillas de un lago, en un prólogo tan repleto de ideas como determinante —desde la superposición de imágenes, a ese aura mitológica que entronca con uno de los géneros malditos por antonomasia, a los que muy pocos han sabido sacar partido—, y componiendo una atmósfera etérea que forjará los cimientos de un film tan extraño como barroco —en especial, debido al empleo tan personal del color y los escenarios—, Fulci se adentraba con La conquista de la tierra perdida en uno de esos terrenos particularmente complejos, y es que pocos cineastas han podido manejar las claves de un medio, sin embargo, tan habitualmente enriquecedor como sugestivo desde sus propias raíces, aquellas que apelaban a una particular épica y a la construcción de universos repletos de posibilidades desde los que asentar un fondo ya de por sí incitante.
Precisamente en esto último, y sin necesidad de elaborar un microcosmos complejo en exceso, es donde el italiano sabe dotar de una cierta versatilidad a un film que, si bien se presenta un tanto descompensado narrativamente —quizá el (en ocasiones) apresurado manejo de las elipsis y el poco desarrollo que Fulci concede a determinados episodios pesen en ese sentido—, se las ingenia para dotar a su creación de un halo insólito sin necesariamente por ello tener que recurrir a una lisergia que tan en boga estuvo por aquellas épocas. Ello no significa, no obstante, que en La conquista de la tierra perdida no encontremos de frente ciertos instantes de desbarre —lejos, eso sí, de un ridículo fácil de avistar en un género como el que nos ocupa—, pero en todo momento controlados gracias al decidido manejo de la acción por parte de Fulci, así como a través del empleo de una puesta en escena que sirve como vía articular para poder otorgar forma a un film, ante todo, distintivo.
Todo ello lo logra el autor de El más allá, además de en la consecución de la citada puesta en escena que ya resultaba diferencial en algunos de sus mejores títulos —como el recién citado, dirigido, por cierto, sólo dos años antes que La conquista de la tierra perdida—, gracias a la destacada labor del director de fotografía patrio Alejandro Ulloa —que ya había estado tras cintas como Atraco a las tres o Pánico en el Transiberiano, más allá de colaboraciones con célebres cineastas como Margheriti, Corbucci, el propio Fulci años antes o el mismísimo Paul Naschy—; de ella se desliza un trabajo cromático que influye notablemente en la cimentación de ese universo tan personal, y un equilibrio perfecto entre los distintos escenarios que dispone Fulci —tanto exteriores como interiores pese a, quizá, el abuso en alguna ocasión de esos contraluces que terminan siendo, más que una seña, un desechable vicio—.
La conquista de la tierra perdida no está, desde luego, entre las obras más destacadas del género, pero sin duda merece en cierto modo una vindicación por la traslación de algunas de las constantes del imperecedero genio del italiano a un terreno cuyas carencias, desde luego, no se perciben en una película, sin bien imperfecta —más allá de sus fallas narrativas, se encuentra quizá un último acto un tanto precipitado y carente del carácter épico que se suele deslizar de este tipo de films—, cuanto menos rescatable, que merece un lugar más allá del mero afán de completismo que cualquier admirador del italiano pueda tener por su obra.
Escrito por Rubén Collazos