Sesión doble: Intrépidos forajidos (1990) / En busca del honor (1995)

El western noventero llega a nuestra sesión doble con una secuela, la Intrépidos forajidos de Geoff Murphy, segunda parte de la renombrada Arma joven, y una pieza televisiva ciertamente interesante, el En busca del honor de Ken Olin encabezada por Don Johnson.

Intrépidos forajidos (Geoff Murphy)

A finales de los años 80 la Morgan Creek decidió acometer un proyecto en principio arriesgado. Se trataba de acercar a aquellas generaciones que degustaban en masa el cine juvenil y de aventuras de la década al género favorito de sus padres y abuelos: el western. Un género que estaba absolutamente fulminado en unos años ochenta en los que el Nuevo Hollywood dio paso al cine de mocosos y adolescentes, aún vigente en la narrativa actual del cine occidental.

Fue Arma joven, un western no muy bien recibido por la crítica de esos tiempos, si bien obtuvo un gran éxito de taquilla por saber traducir a un lenguaje más moderno y cercano los códigos del viejo oeste, y también gracias a la presencia de un joven elenco de guaperas que embellecía las carpetas de las adolescentes (Emilio Estévez, Kiefer Sutherland, Charlie Sheen, Lou Diamond Phillips, Dermot Mulroney…) que se acopló sin dificultades con algunas viejas glorias como Jack Palance, Brian Keith o un sorprendente Terence Stamp.

Dos años después llegó su secuela, titulada en España como Intrépidos forajidos. Esto no es baladí, puesto que la película se observa como un film totalmente independiente y desconectado con la cinta original, pudiéndose visualizar sin problema ni necesidad de haber visto previamente Arma joven. Sin duda una peli cantada a ritmo de rock (con la mítica canción Blaze of Glory de Jon Bon Jovi adornando los títulos de crédito finales) sobre los últimos días del forajido Billy el Niño a través de los recuerdos de un viejo moribundo y desubicado que dice ser aquel personaje legendario del ‹far-west›, o eso es al menos lo que le cuenta a un abogado que decide escuchar su historia.

Revisitada con el paso de los años, Intrépidos forajidos se eleva como un gran western. Una secuela que mejora su original y sobre todo un film que explota los arquetipos que harían grande al cine de acción de los 90. Fundamentalmente por la presencia en la dirección del neozelandés Geoff Murphy, uno de los padres del cine de su país que en su arribo a EEUU se especializó en cobrar cheques dirigiendo secuelas de grandes éxitos de videoclub.

Aquí ofrece un recital de dirección apostando por una fotografía paisajista al estilo Anthony Mann y modernizando el enfoque clásico con apariciones resplandecientes de tomas en ‹steadycam›, que ofrecen una sensación de puro espectáculo, y con unos contrapicados que seguro fascinarían a Quentin Tarantino.

Y es que Intrépidos forajidos se asoma como un western moderno de acción con todos sus ingredientes purificados: unas espléndidas coreografías de tiroteos y persecuciones a caballo, un ritmo trepidante —cuasi frenético— que va directo al grano, un montaje efectivo —basado en elipsis y cambios de escenarios bastante bruscos— que logra compactar la historia narrada, una estupenda dirección y un elenco joven que pretendía ser el relevo generacional del Nuevo Hollywood noventero (a los mencionados Estévez, Sutherland y Diamond Phillips se uniría un Christian Slater que no se perdía una en estos años en su pretensión de convertirse en el nuevo Jack Nicholson; un entonces desconocido Viggo Mortensen y el “donostiarra” William Petersen quien interpreta a un Pat Garret que en Arma joven tenía el rostro de Patrick Wayne) apoyados por la presencia de James Coburn en un papel meramente testimonial.

Pero lo que más me gusta de esta magnífica película son dos puntos no muy tenidos en cuenta por la crítica de su época, que se encargó de destrozarla. Primero, un enfoque más trágico y violento que en Arma joven, alzándose como una especie de documento fúnebre en el que se atisba el destino fatal de sus protagonistas. Segundo, su estilo maduro y picarón, dirigido a un público no tan juvenil como el de su original. Ello convierte a este desprejuiciado western en una de las joyas ocultas del género en unos años 90 que fueron fructíferos en cuanto a calidad, no tanto en cantidad, para un western que sigue estando muy vivo para los cinéfilos.

Escrito por Rubén Redondo

En busca del honor (Ken Olin)

El tercer largometraje televisivo realizado por el estadounidense Ken Olin, un director, productor y actor especializado en la pequeña pantalla, está ambientado en 1935 y narra la historia de un grupo de soldados de caballería encabezados por el teniente Buxton, que, ante la obligación marcial de sacrificar a todos sus caballos para ahorrar costes en el contexto de la Gran Depresión y la tensión de entreguerras, deciden desobedecer sus órdenes y huir con ellos para liberarlos. La película, que presume de estar basada en eventos reales, no tiene ninguna prueba de ello; siendo su verdadero origen una serie de narraciones orales contadas por vaqueros de Montana.

Más allá de este intento burdo de capitalizar sus eventos como históricos o reales, En busca del honor resulta un muy interesante retrato de un ejército camino a la modernización y de la desconexión entre los protagonistas y las altas esferas militares. Pese a estar encuadrada casi un siglo más tarde que la mayoría de películas del género, la inspiración temática y estética del western clásico se puede observar en numerosos detalles, desde sus escenarios consistentes en vastas praderas y su narración del viaje a través de terrenos indómitos hasta su, en último término, enfoque sentimental que valora la tradición frente a una modernidad aplastante y los individuos frente a un sistema que pretende arrastrarles. Sin embargo, el énfasis en el modo de vida y las jerarquías militares abandona la rudeza característica de estas historias y la reemplaza por discusiones sobre el honor y el deber en un contexto de valores y procedimientos atravesados intrínsecamente por esa realidad. Tanto los soldados que deciden escapar como los que les persiguen se comportan interpretando el significado de su propia formación castrense, y es la contradicción entre dichas interpretaciones la que genera el enfrentamiento.

Se puede definir esta historia, por tanto, como una de códigos e imperativos morales que difieren. Olin claramente toma partido por los desertores, y exalta su visión de los caballos como compañeros e iguales de acuerdo con las reglas de la caballería, realzando dicho vínculo a lo largo de toda la cinta y añadiendo una gravedad inusitada a las escenas de violencia y muerte que les afectan. Esa suerte de rebeldía nostálgica tan típica del western, que se mueve entre la conciencia animalista y la exaltación reaccionaria de las viejas costumbres, da una dimensión moral tan bienintencionada como marcada por los conceptos decimonónicos que caracterizan al ejército, lo cual limita en gran medida su capacidad de cargar frente a dicha institución y lo que representa. De ese modo, no encontramos en la cinta elementos realmente subversivos con la autoridad marcial, sino la crónica de un desafío a la misma atravesado por lo que en el fondo es, en realidad, el respeto y reverencia a una suerte de esencia moral e ideológica de esta.

En este sentido, En busca del honor termina siendo emotiva y bien resuelta pero acomodaticia en dicha institucionalidad, que no puede ni quiere ir más allá de ello ni resultar ni mucho menos incómoda, algo que choca en particular con un prólogo que sí parece dispuesto a enfrentarse y criticar con dureza las estructuras militares, al captar uno de los episodios históricos más controvertidos de la estructura interna del ejército, cuando miles de veteranos de la Primera Guerra Mundial protestaron exigiendo unos bonos que les habían prometido, y fueron reprimidos por sus propios compañeros. Por ello, su desarrollo deja un regusto a oportunidad desaprovechada que se traduce en una limitación constante en el alcance emocional de su historia. Termina ofreciendo una deriva que pudo haber sido más significativa y audaz, en sintonía con ese prólogo, pero que le permite ofrecer unos mimbres funcionales que, acompañados de buenas interpretaciones —Don Johnson en particular como el sargento Libbey, fiel compañero y consejero de Buxton— y de un sentido de la épica bien trazado, hacen de esta una experiencia satisfactoria pero escasamente memorable.

Escrito por Javier Abarca

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