En nuestra sesión doble de hoy nos fijamos en el cine indie de los 90, donde destacamos Heavy de James Mangold, dirigida en 1995 y Hombres armados de John Sayles que vio la luz en 1997.
Heavy (James Mangold)
En su primer largometraje, Heavy (1995), James Mangold demuestra ya ser muy capaz de mostrar un retrato honesto y veraz de lo que es la soledad, silenciosa y melancólica, como parte de la rutina y el deseo no correspondido. Ambientada en un restaurante de carretera estadounidense, la película es un pequeño drama íntimo que rehúye el sentimentalismo fácil para sumergirnos en el estado de ánimo opresivo y la vida sin alicientes de su principal protagonista, un apocado Pruitt Taylor Vince que vive y trabaja con su algo más expansiva señora madre (Shelley Winters).
Victor (Pruitt Taylor Vince) es un cocinero con sobrepeso, introvertido y casi mudo, que se refugia en la cocina del restaurante familiar, un lugar que parece congelado en el tiempo y donde difícilmente ocurre nada. Un escenario simbólico de las vidas estancadas de sus personajes: Delores (Debbie Harry), la camarera de toda la vida que ya no espera nada de esta; Leo (Joe Grifasi), un cliente habitual, alcohólico y ya como de la familia, que ronda por allí como una parte más del mobiliario (entre la banqueta y la barra), y ahora Callie (una joven Liv Tyler), la nueva camarera, cuya presencia lo trastoca todo sin cambiar nada.
El minimalismo narrativo es una virtud de Heavy, aunque también puede jugar en su contra si se busca una historia más convencional. La película es casi un ejercicio de contención: los diálogos son escasos, las emociones apenas se insinúan y la acción avanza a paso casi inmóvil. Pero justo ahí, en esa aparente pasividad, se esconde la fuerza de la película. Ver Heavy es como mirar una tormenta de nieve por la noche, o como dormir en un desierto helado: a 30 grados bajo cero, sin luna ni consuelo, y sin embargo de una belleza triste que es también parte de lo que uno siente en su desolación.
El simbolismo al que Mangold se agarra es discreto pero eficaz. La muerte del padre ausente, la figura predominante de la madre, la repentina presencia femenina que activa el deseo más que el amor: todo se articula como un melodrama de bar, donde el restaurante funciona como un microcosmos cargado de tensiones latentes. No hay catarsis en sentido clásico; si acaso, una liberación mínima en ciertos momentos de la trama que permiten a Victor —con gesto casi imperceptible— dar algunos primeros pasos hacia otra vida, o al menos hacia otra posibilidad de vida.
La música compuesta por Thurston Moore de Sonic Youth, cuya banda sonora incluye además canciones como ’74–’75 de The Connells, o la participación en pantalla de Debbie Harry (líder de Blondie) y Evan Dando (líder de The Lemonheads), acentúan esa sensación de cine independiente noventero, donde la tristeza y la belleza parecen ir de la mano como por aquel entonces era algo más habitual (pensando al menos en los recuerdos musicales que nos han quedado). Mangold muestra ya aquí una sensibilidad notable para captar lo emocional en lo banal, y aunque Heavy no tiene grandes pretensiones, logra dejar huella gracias a su honestidad y coherencia estética.
Diría que, de hecho, en el panorama del cine independiente de los años 90, Heavy es como una muy discreta joya que explora las profundidades de la soledad y el anhelo humano de escapar de ella desde una sencillez tan aplastante que hasta no tienes siquiera que empatizar con sus personajes para disfrutarla, gracias a ese microcosmos de silencios y miradas que pretenden expresar más que cualquier palabra, con una cámara que se detiene en los detalles más ínfimos para añadir nuevas capas de melancolía a sus escasos 100 minutos de metraje.
Escrito por Alberto Mulas
Hombres armados (John Sayles)
Recuperar la figura cinematográfica del director norteamericano John Sayles es para que la suscribe una satisfacción muy personal. Desde mi punto de vista Sayles representa como pocos el ejercicio fílmico independiente en su sentido más radical. Su carrera se ha desarrollado siempre en esos márgenes de producción alejados de cualquier tendencia mayoritaria y empecinadamente centrados en las problemáticas socio-políticas que le atañen. Ajeno a las imposiciones de la industria, ha caminado en solitario, y ha hecho de su camino un lugar de compromiso (de hecho, él es el productor de sus pelis con las ganancias que obtiene como guionista en proyectos más comerciales).
Acredita unas cuantas películas muy interesantes, como Limbo, una aventura de redención en la lejana Alaska, Passion Fish, una admirable historia de superación entre dos mujeres antagónicas en la superficie, o Silver City, una sátira política muy americana, que ya tienen su lugar en este espacio de análisis fílmico. Pero sobre todo es el autor de una de las mejores películas de los años noventa para la suscribe. Lone Star es un análisis brillante de las tensiones interculturales en una pequeña comunidad fronteriza del estado de la estrella solitaria, que a través del misterio, el drama amoroso y ciertas convenciones del western, se convierte desde la mirada de su director en un film singularmente especial.
En esta ocasión, Sayles dio un paso más a través de los lindes culturales y territoriales para relatar una historia latinoamericana, rodada íntegramente en México e inspirada libremente en la novela La larga noche de los pollos blancos, del escritor norteamericano de origen guatemalteco Francisco Goldman. Humberto Fuentes, ungido por la potente presencia de Federico Luppi, es un prestigioso y acomodado doctor, viudo y próximo a la jubilación, que ejerce en la capital de un país centroamericano sin identificar. El mayor logro de su carrera fue la dirección de un programa especial de salud mediante el que formó a un grupo de jóvenes médicos destinados a las regiones rurales más empobrecidas del país. Pero un desconcertante encuentro fortuito con uno de aquellos alumnos, que sobrevive del pillaje y la venta no reglada de medicamentos, lo arrastra a un viaje terminal y feroz hacia las conflictivas zonas indígenas asoladas por las luchas entre las guerrillas, grupos de bandidos y el ejército para localizar a los demás y corroborar qué ha sido del que consideraba su gran legado.
En este camino de desolación y muerte se irá encontrando con diversos personajes que ilustran la brutalidad de la violencia, un chaval huérfano y hambriento que ejercerá de guía, un soldado desertor enfermo de culpa por las atrocidades vividas y cometidas, un sacerdote traumatizado, “un fantasma” —así se refiere a sí mismo— que ha perdido la fe y una mujer que quedó muda tras sufrir una violación —es importante destacar, que Sayles dirige a sus intérpretes respetando sus idiomas originales (español, inglés, y diversos dialectos indígenas)—. Ya en el primer poblado, desolado, donde todos se esconden para no contestarle sobre el paradero del doctor, una mujer ciega que espera la muerte le abre los ojos: “Lo mataron los hombres armados”.
El director ensambla este relato descorazonador con vigor narrativo, reforzado por la brillante fotografía de Slawomir Idziak y por la partitura original de Mason Daring, que se completa con una magnífica selección de canciones latinas (Las Chiquillas, La Verdolaga, entre otras) como ya hizo en Lone Star. Su equilibrada puesta en escena combina con rotundidad la veracidad atroz que el doctor va descubriendo con un sugerente recurso a cierto realismo mágico. A a partir de cierto trance de la odisea, la promesa de un mítico lugar denominado Cerca del Cielo, del que todos hablan como el último refugio en el corazón de selva a salvo de la violencia, se presenta como una metafórica esperanza que no quedará resuelta hasta el mismo final. Un final sin concesiones que interpela con dureza al espectador —veremos donde y como muere el protagonista de Sayles—, y ofrece una reflexión humanista y crítica sobre los complejos procesos de paz y democratización de diversos países en América Latina en aquellos años, de proyección universal.
Escrito por María Verchili
