La sesión doble nos lleva este fin de semana al documental más atrevido con dos propuestas que bien merecen ser tenidas en cuenta: la primera de ellas, Hated: GG Allin & the Murder Junkies de un conocido de la comedia actual como es Todd Phillips, que trata sobre el icono punk GG Allin, mientras con El café atómico, dirigida a seis manos por Jayne Loader, Kevin Rafferty y Pierce Rafferty, nos lleva a la era atómica americana con fragmentos propagandísticos.
Hated: GG Allin & the Murder Junkies (Todd Phillips)
Antes de convertirse en uno de los adalides de la nueva comedia USA, Todd Phillips rodó dos títulos documentales que iluminaban zonas inequívocamente sombrías dentro del país de las barras y estrellas: la vida en las fraternidades estadounidenses en Frat House (dando visibilidad a humillaciones de diversa índole), y el retrato de la turbulenta vida del músico punk GG Allin en este conciso y mugriento Hated que hoy nos ocupa, elocuente desde su mismo título.
La cinta se abre con una cita de John Wayne Gacy (célebre asesino en serie americano) en la que se intenta defender que Allin, más que un psicópata o un orate violento, era un espejo que reflejaba, deformada, nuestra propia alma. Un ser atormentado que se alimentaba del dolor (propio y ajeno) para conseguir una cierta regresión animal que él asociaba con una pureza perdida, extraviada a través de la alienante maquinaria social. O algo así, el tipo tampoco lo argumentaba con claridad. Su filosofía era muy clara: toda ley y norma son perniciosas, nos limitan y nos pervierten, impiden el crecimiento natural de nuestro verdadero yo. En el fondo, la clásica vindicación del libre albedrío, indefendible desde cualquier presupuesto racional, pero él era una estrella de rock y un zumbado, qué coño le va a importar todo esto.
Lo fundamental no reside tanto en el cuestionable valor de su pensamiento como en el papel que jugó dentro del sistema, especialmente desde el momento en que su ejemplo cundió y se transmitió a seguidores igual de asqueados que él, igual de furiosos y de deprimidos y de confusos. Su música, amparada en una provocación desnuda, casi infantil, desprovista de verdadero vitriolo ideológico, supone la encarnación más naíf (y, quizás por ello, más pura) del espíritu punk, que puede existir simplemente como forma en bruto de negación, como grito animal y búsqueda del placer por el placer, de la autoafirmación a través de una libertad tan acusada que anula la de los demás. Por eso sus conciertos, casi experimentos de alto riesgo, resultaban tan míticos y temibles: uno iba a ellos sabiendo que, en cualquier momento, podían herirlo o matarlo.
Hated se queda corta en información (pasa por alto su arresto por violación y apenas ofrece información sobre la música de Allin, su proceso creativo o el valor que otorgaba al acto musical), pero lo compensa ofreciendo un material de archivo lleno de perlas virulentas y surrealistas, especialmente en las performances ya comentadas, donde el susodicho se refocilaba en el nudismo, la coprofagia, el sexo en vivo o el ejercicio de la ultraviolencia, tanto contra sí mismo como contra los demás. Era democrático: daba igual si eras hombre o mujer, blanco o negro, la hostia te la daba con la misma fuerza independientemente del género o la raza. Su forma de helar de incomodidad al respetable (el episodio en la Universidad de Nueva York, la paliza a la chica que cuestiona su deseo de suicidarse) refleja bastante bien lo molesto que resultaba Allin para la sociedad.
Como afirmó su hermano, GG Allin sencillamente no encajaba. Ya desde pequeño. ¿Cómo hacerlo cuando tienes un padre fanático religioso que te bautiza como Jesus Christ (verdadero nombre de Allin) y que está tan tronado que se pone a cavar cuatro fosas en el sótano cuando se siente abatido, una para la mujer y las otras para sus dos hijos y él mismo? En un momento del documental, Allin afirma que, si no canalizara su rabia a través de la música, probablemente estaría matando gente. No suena a provocación. Era un idiota peligroso, quizá nazca de esta pulsión violenta su admiración por el payaso Gacy, con quien se entrevistó asiduamente mientras este esperaba el día de su ejecución.
Resumiendo, Hated nos descubre la figura de un tipo enajenado, drogadicto (murió de sobredosis en 1993), vanidoso, que pretendía restaurar la pureza del punk a través de un ejercicio de iconoclastia escénica que lindaba (siendo generosos) con el más puro vandalismo, consiguiendo, en consecuencia, tanto admiradores como detractores, haciendo de su propia demencia carne de mitomanía. No había mucho más allá detrás de su persona, pero tampoco hacía falta. Como Andy Kauffman y otras figuras insulares de la contracultura, su habilidad para tensar la cuerda de la paciencia de los demás resultaba única. Puede que GG Allin nos enseñara el abismo, pero sólo para convencernos de que mejor haríamos manteniéndonos alejados de él.
Escrito por Nacho Villalba
El café atómico (Jayne Loader, Kevin Rafferty, Pierce Rafferty)
La muy trastornada Reefer Madness (1936), ‹explotation› propagandística sobre los temibles efectos de la marihuana, nos permitía deleitarnos ante la cándida ingenuidad americana y su torpe y manipuladora crítica ciega. El gran salto temporal que separa a la obra del espectador contemporáneo añade un punto entrañable y cómico que acaba resultando, a día de hoy, lo único valioso en una cinta sin más pretensiones que la obvia. Conscientes de este curioso efecto, los hermanos Rafferty junto a Jayne Loader se dispusieron a crear el documental definitivo sobre la paranoia atómica en USA, que sucedió a la Segunda Guerra Mundial y se mantuvo hasta bien avanzada la Guerra Fría, sumergiéndose durante cinco años en cientos de videos de propaganda, noticiarios y películas informativas gubernamentales sobre las posibilidades, peligros y bondades de la bomba de hidrógeno. El resultado fue El café atómico (The Atomic Cafe, 1982).
Alternando el tono serio y grave que el tema pudiera requerir con fragmentos más lúdicos de un soterrado humor negro («Si no estás demasiado cerca como para morir, una explosión atómica es una de las mejores vistas del mundo»), avanzamos desde la catástrofe nuclear de Hiroshima y Nagasaki (Truman invocando a un Dios que ha bendecido a su país con el poder de la bomba atómica) hasta la paranoia anticomunista que recorrió la nación y que bien recogieron tantas películas de ciencia ficción de la época, pasando por el desplazamiento de los nativos de las islas bikini previo al experimento nuclear en la zona y diversos entrenamientos a desorientados soldados («Si de verdad llegarais a estar tan expuestos a la radiación como para sufrir impotencia o lesiones graves, para entonces ya habríais muerto por la onda expansiva o el calor»).
Aunque la ausencia de una voz en off cohesiva o cualquier hilo narrativo más allá del discurso del propio material de archivo dejen intuir cierta imparcialidad por parte de los directores, ésta queda totalmente anulada por el absurdo inherente al material de partida, así como por una cínica y apreciable labor de montaje. Si las imágenes originales hablan por sí mismas no es en ningún caso culpa de los directores, aunque sí habría que aclarar que, por otra parte, han sido agudos a la hora de seleccionar los casos más sangrantes, que llegan a rozar el surrealismo en según qué casos. Mención aparte merece la excelente banda sonora, que reúne enormes temas “atómicos” y anticomunistas de la época.
Así, además de como prueba de hasta qué punto la cultura popular devora todo (¡cálidos hogares americanos, los anuncios, el niño en bicicleta enfundado en su traje anti-radiación!), El café atómico funciona como denuncia a la exagerada desinformación que sufría el pueblo americano con respecto a la gravedad atómica, así como del cinismo e hipocresía de un gobierno que trata de asimilar un poder que le viene demasiado grande mientras tranquiliza a una sumisa población (aquí el famoso video Duck and Cover que circulaba por todos los colegios, con valiosas reglas de supervivencia ante un ataque nuclear ). También sirve como ejemplo, fácilmente extrapolable a los tiempos modernos, del poder de la propaganda como medio alienante de masas, más aún en una época en la que el temible miedo rojo se combatía exhibiendo con orgullo comportamientos propios de la sociedad de consumo. Otro hilo se podría establecer respecto a la sociedad USA actual y la posterior a la segunda gran guerra, con la paranoia atómica dejando paso al pánico terrorista, pero quedaría fuera de lugar en el análisis de una obra que funciona mucho más allá de cualquier interpretación. Simplemente, déjense llevar por su tronada, descacharrante y lúcida propuesta.
Escrito por Iván Gallego