El policíaco vuelve a nuestras vidas en esta sesión doble donde la corrupción se erige como forma de vida con El soborno, película de John Cromwell de 1951 y The Case Against Brooklyn dirigida por Paul Wendkos en 1958.
El soborno (John Cromwell)
En plena era dorada del cine negro y poco antes de que John Cromwell fuera expulsado de la industria hasta finales de la década por su inclusión en la lista negra de Hollywood, el cineasta dirigió —con la intrusión controvertida del estudio en su montaje final— The Racket (1951). El material de partida era bien conocido para el director, que participó como protagonista en el montaje teatral de la obra de Bartlett Cormack años antes. Robert Mitchum encarna aquí al Capitán McQuigg, un honesto policía empeñado en perseguir el crimen organizado que controla Nueva York y sus instituciones. Con Nick Scanlon (Robert Ryan), el jefe mafioso local, forman un antagonismo que representa la decadencia de viejos valores: la honradez y el respeto a la justicia del primero, la violencia y las lealtades personales como moneda de cambio y sistema de cohesión de sus estructuras criminales en un mundo moderno en plena transformación, que ya no requiere de sus métodos expeditivos para lograr los objetivos de las altas esferas del hampa. La mirada pesimista de Cromwell sobre el relato es la de una sociedad parasitada por el interés privado con la transgresión de las reglas como norma para el beneficio individual, la connivencia con la clase política y los intereses económicos de entramados financieros al servicio de figuras que se mueven en las sombras, inalcanzables por las fuerzas del orden.
En la película, el Viejo —la figura principal que persigue el insobornable McQuigg y que maneja los hilos de la ciudad— nunca llega a verse salvo por la influencia de las órdenes a sus subordinados. A McQuigg se nos presenta a los espectadores por su intachable reputación a través de un joven policía que le admira y sigue sus pasos, el oficial Johnson (William Talman). Se expresa así el principal contraste entre el desconocido responsable del crimen y quien lo combate a cara descubierta poniéndose en riesgo. Sus abundantes diálogos, con las esperables reminiscencias literarias del ‹noir›, son en gran medida el motor de su narración, que se mueve en los límites de la convenciones del género con su cantante de club de ambigua moralidad Irene Hayes (Lizabeth Scott) o los corruptos del fiscal del distrito Welch y el detective Turk. Aunque también hay espacio para cierto optimismo con el periodista Dave Ames (Robert Hutton) y su interés amoroso en Irene, que de alguna manera representa el idealismo y la esperanza en la justicia y en la capacidad de los individuos de hacer lo correcto cuando la situación así lo exija.
El dinámico montaje en persecuciones de coches o las peleas y tiroteos bien coreografiados —con un funcional sentido del espacio y de la necesaria continuidad de los planos en momentos clave— proporcionan a las contadas escenas de acción que incluye el filme de un ritmo vertiginoso y también gran realismo. Un realismo que no entra en conflicto con el buen manejo del suspense y la sensación de permanente peligro para los personajes que impregna el metraje, con una violencia palpitante que amenaza constantemente e irrumpe de manera inesperada y rotunda. Aunque lejos de idealizar a la policía, The Racket propone cierta fe en la existencia de seres excepcionales. La integridad moral queda reflejada como el arma más poderosa para combatir la corrupción. Un trabajo cotidiano, arduo e interminable, que delegamos en personas con las mismas debilidades y aspiraciones terrenales que cualquiera.
Escrito por Ramón Rey
The Case Against Brooklyn (Paul Wendkos)
El cine negro, tanto en producciones de gran presupuesto como en producciones de serie B (y seguramente más aún en estas últimas, por la falta de prejuicios y la libertad creativa que suele caracterizarlas), ha sido siempre un vehículo idóneo para exponer y denunciar los males que aquejan a la sociedad. Y el de la corrupción policial (sin duda uno de los motivos recurrentes del género) parece el ejemplo más paradigmático de todos ellos: pocas cosas evidencian más nítidamente la podredumbre de nuestro sistema que la mala praxis de quienes en teoría velan por nuestra seguridad. The Case Against Brooklyn (inspirada en un artículo del periodista Ed Reid, que hace un pequeño cameo televisivo interpretándose a sí mismo) nace con el doble propósito de, primero, denunciar estos casos de corrupción que en la década de los cincuenta estaban minando la credibilidad del aparato policial, y, segundo, reforzar precisamente la preocupación de la propia policía ante la enorme cantidad de manzanas podridas que se habían ido revelando en aquellos años, sucumbiendo todas ellas al dinero fácil con el que el sindicato del crimen se garantizaba el ejercicio impune de su actividad delictiva.
A medio camino, pues, entre el lavado de imagen policial y la airada denuncia de las corruptelas dentro del sistema, la película de Wendkos termina confirmándose como un solvente y enérgico ejercicio de puro y genuino ‹noir›, animado por una narración dinámica en la que destacan algunas de las constantes del género, a saber, economía expositiva, dureza ambiental, estética levemente expresionista, reparto desconocido pero muy eficaz, etc. No he visto la anterior película de su director (Honor de ladrón, otro ‹noir› esta vez protagonizado por la voluptuosa Jayne Mansfield), que supuso su debut tras las cámaras, pero resulta llamativa la seguridad y firmeza con la que pone en imágenes esta historia criminal no exenta de amargura (hacer lo correcto puede salir muy caro) y de golpes de guion en los que la violencia golpea con una dureza no demasiado frecuente dentro del género (la explosión del teléfono). Asimismo, la agilidad de su narración, rica en diálogos afilados e inteligentes, y su corta duración (otro rasgo habitual en la serie B) la hacen especialmente amena y entretenida.
The Case Against Brooklyn es una historia de integridad moral en tiempos en los que esta se vende fácilmente al mejor postor. Que la haya escrito un tipo incluido por aquel entonces en la lista negra de McCarthy (Bernard Gordon, que tuvo que firmar el guion bajo el pseudónimo de Raymond T. Marcus) quizás resulte significativo: en la película se reflexiona sobre el coste de la honestidad, sobre lo que implica el hecho de mantenernos fieles a nuestros principios pase lo que pase. También, como en el cine de espías, se cuestiona la pertinencia del engaño cuando se supedita a un interés teóricamente noble. Matices todos ellos que aportan ambigüedad al relato, que problematizan una historia que podría haberse desarrollado por cauces más amables, menos espinosos, pero que en manos del tándem Gordon-Wendkos acaba conduciéndose hacia derroteros casi fatalistas: sale el sol en Brooklyn, efectivamente, pero a qué precio.
En definitiva, estamos ante un poco conocido ejemplar de cine negro a la vieja usanza que merece recuperarse, tanto por su efectividad como puro entretenimiento de género, como por suponer una muestra precoz del talento que más tarde intentaría desarrollar su director, poseedor de una carrera larga y fecunda en la que tocó prácticamente todos los palos (western, ‹noir›, terror, bélico…), aunque sin entregar esa obra mayor que las virtudes de esta pequeña y primeriza película hacían presagiar. Como tantas voces prometedoras dentro de Hollywood, acabó desarrollando casi toda su obra dentro del circuito televisivo. Sea como fuere, conviene volver a su obra, aunque solo sea para comprobar si entre alguna de esas cintas hoy ya olvidadas, se puede encontrar alguna al nivel de esta estimable (si bien no excesivamente original) gema policiaca.
Escrito por Nacho Villalba