El cine soviético llega a la sesión doble con dos nombres a reivindicar: entre ellos encontramos a Boris Barnet, que en 1957 rodaba junto a otro cineasta, Konstantin Yudin, El luchador y el payaso, y a Georgiy Daneliya, responsable en la década de los 60 de dirigir una Yo paseo por Moscú en cuyo elenco encontramos nada más y nada menos que el nombre de un cineasta como Nikita Mikhalkov.
El luchador y el payaso (Boris Barnet, Konstantin Yudin)
La belleza —¡y la esencia!— del cine de Barnet se apoya en los pequeños, a veces casi imperceptibles, gestos. Una lágrima que humedece un rostro, un abrazo o una mirada que perdonan, un póster que recuerda a la antaño mujer amada. El luchador y el payaso (Борец и клоун, 1957) no solo no es un proyecto ajeno al austero estilo directoral de Barnet, sino que se aviene a la perfección con ese cine de detalles que tan bien, por más que el éxito jamás le acompañara, ejecutó el cineasta moscovita. El proyecto, de hecho, había sido ideado durante largo tiempo por Konstantin Yudin, quien inició también el rodaje de la película. Durante el mismo, salvó a una actriz de sufrir un accidente mortal, pero Yudin fue herido gravemente y fallecería poco después. Así, a través de una tragedia que también se manifestaba en la ficción, Barnet recogió el testigo de una obra que encajaba a la perfección con sus inquietudes humanistas y estilísticas.
Tomando como base la vida de dos personajes célebres de la historia circense rusa, Barnet realiza un comprometido tratado sobre el fracaso. Las desventuras vividas por el fortachón Ivan Poddubny (cuya fuerza solo es comparable al tamaño de su corazón) y el bufón Anatoli Durov (humanista y revolucionario convencido) sirven como pretexto para retratar las pasiones de la sociedad rusa y su forma de confrontar las pequeñas victorias y las grandes derrotas de la vida. Los personajes “barnetianos”, constantemente desafiados en su camino hacia la fama, deambulan por escenarios voraces que ponen a prueba su humanidad. Pero lo entienden: saben que, en un mundo regido por la ley del espectáculo, el afecto y el humanismo ennoblecerán su nombre mucho más que su talento.
Lo más sorprendente del film es que en su simplicidad romántica reside al mismo tiempo su mayor logro y su más vistoso punto flaco. La evolución dramática de la trama adolece de un cierto esquematismo y deja poco espacio para la sorpresa. Todas y cada una de las acciones que llevan a cabo los protagonistas muestran una relación causa-efecto inquebrantable: lo que ocurre en una escena se termina resolviendo en la siguiente. También resulta curioso el tratamiento de muchos sucesos, que comparten un mismo tono aún cuando relatan realidades antagónicas (por ejemplo, Barnet narra con el mismo dramatismo la muerte de un personaje y otros hechos de mucha menor trascendencia). Ello, en todo caso, no debe leerse únicamente en negativo (podemos interpretar el film como un cuento), pues es en ese clasicismo narrativo de Barnet donde apreciamos mejor las cualidades de sus protagonistas: el ímpetu, la nobleza y la lucha incansable para construir una sociedad más justa.
Dejando a un lado la linealidad y causalidad de la dramaturgia “barnetiana”, es remarcable su capacidad para perfilar con unos pocos gestos toda la psicología de sus personajes. Sus actos desinteresados e ingenuos nos acercan a un modo de pensar y a una lucha por el pundonor que nos remontan a tiempos pretéritos, sin evitar turbarnos y compadecernos por sus desgracias. Al fin y al cabo, aunque las tribulaciones del medio circense parezcan singulares y demasiado concretas, terminan representando las inquietudes y la identidad del pueblo ruso, y Barnet aprovecha la historia de auge de sus protagonistas para cuestionar y satirizar la estructura de clases de su patria. Al final, como ocurre en gran parte de la obra de Barnet, se trata de asumir las asperezas de la existencia humana y afrontarlas de cara y con la cabeza bien alta.
Escrito por Maties Tugores
Yo paseo por Moscú (Georgiy Daneliya)
Un día de verano en Moscú. Una joven camina descalza en mitad de la calle mientras llueve abundantemente. A su alrededor, un chico en bicicleta la rodea ofreciendo su paraguas. La muchacha lo rechaza y continúa caminando, mientras disfruta de esa exposición a los elementos que la hacen sentir viva. Esta escena de Yo paseo por Moscú (Я шагаю по Москве, Georgiy Daneliya, 1964) sintetiza a la perfección el interés de la película por exaltar la intensidad con la que sus jóvenes protagonistas experimentan la vida, aún abierta para ellos a un sinfín de posibilidades. Sus cuatro protagonistas: Volodya (Aleksei Loktev), un aspirante a escritor de Siberia; Kolya (Nikita Mikhalkov), un trabajador de los túneles del metro; Alyona (Galina Polskikh), dependienta de una tienda de discos con la que se configura un triángulo amoroso; y Sasha (Yevgeny Steblov), que está a punto de casarse y pretende evitar el servicio militar.
En este ‹slice of life› —cuya acción transcurre íntegramente en un día— la cámara sigue a sus personajes por las calles, las casas, sus encuentros y desencuentros, utilizando su fotografía ‹scope› de manera efectiva para aprovechar la arquitectura y los elementos de interior en reencuadres, aunque la mayor parte de sus composiciones busquen los planos medios para seguir las conversaciones de su reparto. Los detalles cotidianos son el eje del relato y el transcurso del tiempo va ineludiblemente unido a su tránsitos por los distintos espacios de la ciudad mientras de fondo suenan los sonidos de un reloj marcando el paso de la horas. Su estructura y planteamiento temporal, la juventud como foco de su narrativa, el tono ligero, sus diversos y pintorescos personajes siempre en movimiento y el diálogo como motor de la acción pueden evocar a Slacker (1990) e incluso Movida del 76 (Dazed and Confused, 1993) de Richard Linklater. Su tratamiento de las relaciones amorosas y la juventud la acercan a Noche de verano (Jorge Grau, 1962) e incluso la forma de capturar a su reparto en los espacios con infinitas posibilidades de fuga, creados en un contexto que les da absoluta autenticidad y vida, provocan una extraña familiaridad con Jules y Jim (Jules et Jim, François Truffaut, 1962).
Esta autodenominada “comedia lírica” establece a partir de planos generales de la ciudad un escenario repleto de una efervescente vida moscovita en progreso. Las obras del metro, las reformas en sus calles y la construcción de nuevos edificios son un reflejo de la perspectiva optimista que establece el tono del filme. El hombre adulto que se dedica a encerar el suelo de la casa del escritor Voronin, al que visitan Volodya y Kolya, sirve de contrapunto a la inocente confianza en el futuro de los protagonistas. Su cinismo se afronta con la seguridad de quienes todavía no han definido o encontrado exactamente quienes son, pero cuyas experiencias personales demuestran que las intenciones de los otros pueden estar movidas genuinamente por el altruismo y los buenos sentimientos. La cotidianidad de la cinta se ve salpicada por instantes que contactan con ciertos toques de realismo mágico, cuya narrativa de naturaleza episódica provee a la película de una sublime delicadeza y romanticismo, apelando a la belleza de lo ordinario y su inevitable imperfección. Un punto de vista que se resume en su escena final —en la que Kolya canta la popular canción que da título al largometraje de Georgiy Daneliya—, mientras se dirige a la salida de la estación de metro y avanza por sus escaleras mecánicas hacia un nuevo día.
Escrito por Ramón Rey