H.G. Wells y lo sobrenatural llega a la sesión doble con dos cintas a rescatar: la última ficción dirigida por Marcel Carné en La merveilleuse visite, y un pequeño descubrimiento en formato british con El hombre que podía hacer milagros de Lothar Mendes, en cuyo libreto llegó a participar incluso el propio autor de la novela.
El hombre que podía hacer milagros (Lothar Mendes)
La poco o nada idealizada figura de unos Dioses que hacen acto de aparición en la primera escena de El hombre que podía hacer milagros ya indican la inconformidad de un texto que busca remover, obtener una visión distinta y estimulante para el espectador acerca de la parábola trazada por Lothar Mendes. La ya habitual lucha de clases presente en la obra de H.G. Wells queda personificada así en una cinta cuyo cauce sociológico se acentúa a medida que descubrimos el universo que transita Fotheringay, humilde empleado de unos almacenes que descubrirá en su virtud —la de poder obrar milagros de repente y sin explicación previa— la incapacidad por avanzar debido al juego de intereses y necesidades desatado a partir del instante en que intente averiguar como aprovechar esa cualidad.
Aunque en el libreto —adaptado por el propio Wells— queda patente la inclinación del escritor y novelista británico, lo cierto es que sus capacidades van mucho más allá gracias tanto a la descripción un tanto cruenta un tanto mordaz de la galería que habita ese pueblo en mitad de la campiña inglesa, como al abanico proporcionado mediante el abanico que se abrirá ante Fotheringay y la deliberación que le emprenderá a acometer con el objetivo de comprender lo que tiene entre manos y concederle un uso apropiado.
Es en ese punto donde converge además de un discurso respecto al ámbito social, uno acerca del individualismo y, por ende, egoismo, de la especie humana. Algo que arranca como una suerte de experimento entre tres Dioses, termina mostrando visos de algo más que un mero juego con el que sostener cierta distracción, y es que en El hombre que podía hacer milagros, Mendes lleva más allá del humor británico tan típico del primer tercio del siglo pasado —y tan bien desarrollado por compañías como la Ealing— una propuesta que termina demostrando y desarrollando un potencial mucho mayor y engarzando de ese modo la sugestiva reflexión acerca de un mundo dominado por sus propias reglas y por las limitaciones de una sociedad empeñada en aceptarlas sin pensar siquiera si algo podría cambiar de tener o no recursos al alcance de la mano.
Escrito por Rubén Collazos
La merveilleuse visite (Marcel Carné)
Podemos unir una de las primeras obras de H.G. Wells (se editó el mismo año que la conocida como primera, La máquina del tiempo) con una de las últimas películas de Marcel Carné (la última fue un documental, así que contaría como su último acceso a la ficción). Se puede considerar que esta unión no puede traer nada malo. La merveilleuse visite juega con la ficción adelantada a su tiempo de Wells y con la reflexión de la triste vida que nos acecha de Carné para crear una obra que, anclada a su tiempo, siempre se presentará como una esencia atemporal. Carné dijo adiós a un mundo aferrado a la Nouvelle Vague donde decían que él ya no tenía su espacio, y lo hizo acompañado de un ángel que, como no podía ser de otro modo, se sentía incómodo en nuestro mundo, lleno de inseguridades, y reparos, donde la bondad genera duda en vez de expectación.
Wells creó una divertida obra donde todo quedaba fuera de lugar, el hombre perfecto no tenía cabida en el día a día de un pueblo inglés de arraigada cultura, y de ese modo invitó a crear por parte de Carné una especie de Adonis rubio (un Gilles Kohler aparentemente creado por aura y cera, que con solo parpadear invitaba a escuchar tonos celestiales) que aparecía desnudo en un acantilado, donde un cura y su ayudante lo encontraban inconsciente. Hacia esa pureza comenzó a salpicarle la realidad. Los humanos somos zafios, y como el propio párroco reconoce, a algunos les es más sencillo «creer en lo que no pueden ver» que en lo que se genera ante nosotros como una certeza. Así, al pronunciar la palabra «ángel» todo son dudas y enajenaciones mentales, nunca una posibilidad. La hostilidad es mutua, este espíritu libre, que en el época se podía confundir con un hippie piojoso, no comprendía las normas sociales, y el resto del pueblo, no accedían a una bondad que por pura y simple, parecía hostil. Es aquí, en el choque entre lo divino y lo humano, en esa mancha de barro, donde la historia confluye para recordarnos al Marcel Carné que convertía a Jean Gabin en una recia apuesta por la muerte, y un fuerte ensamblaje con la dura realidad. Con pocas palabras se puede rescatar el mensaje apesadumbrado que deja un poco de lado la historia fantástica e inverosímil, en ocasiones divertida, para recordarnos eso de poner los pies en el suelo y lo costoso que resulta.
¿Puedes amar el sol, sin necesidad de tocarlo ni besarlo? Tan sencillo y melancólico que resulta absurdo, pero demasiado real. El chico descalzo conoce la humanidad y no parece más que necesitar salir corriendo, y el hombre, tan ajeno a las maravillas, no está dispuesto a conceder espacio a lo asombroso, tan cercano a lo inusual. Así que la inocencia del que empieza y la sabiduría del que acaba, le ofrece unos pantalones blancos milimetrados al Adonis, y se convierte en parada obligatoria para quien conozca a ambos genios, pues La merveilleuse visite sucumbe a las extreñezas del día a día.
Escrito por Cristina Ejarque