El ‹spaghetti western› vuelve a la sesión doble con dos joyas prematuras del género como son El coyote, rodada por el cineasta español Joaquín Luis Romero Marchent en México, y La cólera del viento, una de las olvidadas de otro gran realizador patrio, Mario Camus, estrenada en 1971 y con Terence Hill al frente.
El coyote (Joaquín Luis Romero Marchent)
Después de que los Estados Unidos se anexionaran California tras la intervención en México y la guerra entre 1846 y 1848, un nuevo orden es establecido en la región por el tirano capitán Poch (Santiago Rivero). Una dura represión basada en la violencia y la corrupción pretende contener el descontento de la población y desactivar cualquier intento de rebelión en la zona. El fracaso de las revueltas hace que César de Echagüe senior (Rafael Bardem) pida a su hijo César (Abel Salazar) que regrese de Europa con la esperanza de que ayude en tal empresa. Así plantea el arranque de su relato El Coyote, una coproducción hispanomexicana de 1955 precursora de lo que en los años sesenta supondría la explosión del ‹spaghetti western›. Joaquín Luis Romero Marchent adaptaba el personaje de las novelas del prolífico escritor José Mallorquí, que tomó como base a otro tan popular como El Zorro. César regresa como un “petimetre cobarde y burgués”, un hombre de enervantes maneras civilizadas, que subvierte las expectativas de su padre, su hermana y su prometida Leonor (Gloria Marín), que le desprecia por su colaboracionismo y falta de valor.
La participación de Jesús Franco como coguionista y ayudante de dirección beneficiaría al tono de la película del exceso típicamente ‹pulp› en sus diálogos y situaciones. César pretende acercarse a Poch para conocer los planes de los yanquis, pero sus antiguos amigos acaban trágicamente traicionados por sus compatriotas. Entonces toma una identidad secreta —la de un vengador enmascarado de nombre Coyote— mientras en la noche lejana la silueta de uno de estos animales llena la atmósfera de su perturbador aullido. El uso de la cámara resulta muy imaginativo por momentos en la composición y sentido escénico. Las conversaciones con sus adversarios están repletas de ironía y dobles sentidos, y se ruedan a través de un plano-contraplano que las acerca a las formas de un duelo dialéctico. A la vez, la utilización de planos de situación generales aprovechan el paisaje y los decorados para enriquecer la ambientación y la recreación de estampas representativas del imaginario del western, que incluyen prácticamente todos los clichés que el espectador espera. Los gestos estilísticos exagerados como los primeros planos cerrados o el uso de contrapicados y planos aberrantes, junto la profundidad de campo y peculiares encuadres, otorgan de un gran dinamismo visual y sentido lúdico a la cinta.
Lejos de condenar al gobierno estadounidense o atacar su política imperialista, el discurso del filme transita por una ambivalencia que lleva a la contradicción. Por un lado, el Coyote encarna la legitimación de la violencia y desobediencia contra el abuso de la autoridad fuera de los límites de la ley. Por otro, a través del representante del gobierno federal —el honrado Edmund Grin (Manuel Monroy)— se reivindica la validez de las instituciones estatales como símbolo de la justicia, que establece la convivencia pacífica entre los ciudadanos, aunque en ocasiones tarde en responder a sus necesidades. Entre ellos, el protagonista construye una figura mítica heroica e inspiradora, ejemplo de rectitud, en contraposición a la desintegración moral que contagia a los individuos emanando desde el poder. Su aura mística culmina en el duelo final con un juego expresionista de sombras en las que la suya aparece proyectada como una gigantesca presencia, a modo de espíritu éticamente superior, que triunfa finalmente sobre el mal e impone la justicia popular respaldada tácita y silenciosamente por los habitantes del pueblo.
Escrito por Ramón Rey
La cólera del viento (Mario Camus)
Marco y Jacobo son dos hermanos, sicarios y pistoleros, que huyeron del hospicio siendo adolescentes. Discuten sobre los motivos para continuar con la misión que tienen encomendada por los caciques del pueblo al que han acudido para contener a los labradores que trabajan como siervos para don Antonio. Marco, más cerebral, considera que hay que plantarse frente a la injusticia pero sacando beneficio en la empresa. Jacobo, tan joven como visceral, prefiere terminar su trabajo y acabar con José, el herrero que apoya a los jornaleros por sus derechos. Dos visiones enfrentadas a favor del capital, la usura y el justo reparto de la riqueza. No se trata de un documental sociológico, ni un drama histórico, aunque convivan elementos de ambos. La cólera del viento, duodécimo largometraje de Mario Camus, es una película del Oeste, del lejano Oeste, tal como se traducía fielmente del inglés —‹far west›—. Un western sin fisuras, ese género tan español, tan europeo, tan mestizo y tan universal. Lo más anecdótico es que los norteamericanos inventasen la temática de los pioneros, forajidos y demás colonizadores. Los duelos, persecuciones a caballo o la imposición de la ley entre tiroteos. Algo tan global tenía pocos límites entre Virginia y Oregón. Por eso nació el ‹spaghetti western›, tan permeable que inunda coproducciones desde Múnich hasta la Pedriza.
Marco y Jacobo conversan y el viento se levanta débil y susurrante a su alrededor, transcurrida una hora de metraje. Luego recio y amenazante. Unas corrientes que auguran batallas, venganza y resarcimiento fraguado en tierras que fueron de bandoleros antaño. Después de herederos déspotas, empeñados en mantener sus propiedades y privilegios con el sudor ajeno. Los hijos de don Antonio, el mayor cacique del lugar, pasean a caballo dispuestos a emborracharse, para mantener a raya a los obreros desesperados mientras duermen. Parecen vigilar su descanso para explotarlos al día siguiente, escogiendo apenas una docena entre cientos que claman por trabajo al amanecer.
Los sombreros cordobeses, planos y cilíndricos, sustituyen a los de ‹cowboys›. Pero las monturas y caballos son esplendorosos. Las guitarras rasgan las escenas con sus acordes flamencos, aunque la servidumbre comercial imponga el arpa de boca, silbidos y una sección de vientos que convierte la banda sonora como una suerte de bulería permutada en su ritmo. Tanto las formas como los contenidos acuden al imaginario de la coproducción italo-española que aún transitaba carteleras hasta su expropiación final en el mercado norteamericano.
Mario Camus, un director tan prestigioso y maldito que todavía no se asomaba por esta web, certifica el buen pulso narrativo de un guión firmado a doce manos que, pura paradoja, resulta más coherente que otros armados por un solitario guionista. Incluso serían siete los coautores si mencionamos el argumento de Manuel Marinero. Es el juego de tensiones entre las referencias al western puro, al clásico. Las inquietudes utópicas en el trasfondo social de la historia, unidos los elementos formales que caracterizan la vertiente vengativa, de rudos héroes solitarios de gatillos ligeros, más una violencia seca, directa y conclusiva. El cineasta descarga la narración visual en unos operadores ágiles que manejan tan bien la grúa, ‹travellings› y panorámicas en la puesta en escena, así como los zooms certeros, detallistas, siempre a foco, siempre justificados por la mirada de los personajes. Comienza con una secuencia sin diálogos en la que los hermanos esperan a su presa, dos minutos de tensión que progresan como la epidermis violenta del film. Con detalles maestros cuando Marco (Terence Hill) se cubre la oreja para disparar su pistola y amortiguar el estruendo. O las escenas románticas al ritmo de la música y al corte de plano fulgurante, exprimiendo la sensualidad permitida por la censura.
Pero por encima de todo se aprecia la mano de un director minusvalorado en su narrativa audiovisual que, observando obras posteriores como Los santos inocentes o Sombras en una batalla, demuestra que el western, fuera tanto el spaghetti como el genuino, no era solo un género cinematográfico, sino una filosofía vital y un lienzo para el sentimiento.
Escrito por Pablo Vázquez Pérez