Vamos con una sesión doble sobre la crónica negra española, con dos propuestas excepcionales, como son El bosque del lobo, que dirigió Pedro Olea en 1970 y El huerto del francés, título firmado por Paul Naschy en 1977. No os perdáis esta sesión doble inigualable, que despetará buestros instintos investigadores.
El bosque del lobo (Pedro Olea)
Inspirado en la novela El bosque de Ancines de Carlos Martínez Barbeito, que a su vez ficcionaliza el caso real de Manuel Romasanta, el conocido como el hombre lobo de Allariz, Pedro Olea se adentra en la Galicia rural del siglo XIX para narrar la historia de Benito Freire, un buhonero que sufre ataques violentos de epilepsia y que, debido a las leyendas que circulan sobre la existencia de un licántropo, cree él mismo que lo es, alimentando su sugestión y cometiendo una cadena de atroces asesinatos durante sus estadios alucinatorios.
Brillantemente interpretado por un José Luis López Vázquez que se sale por completo de su estereotipo cómico, Benito es un hombre perturbador, de gestos y comportamientos erráticos, que oculta y guarda con celo sus horrores frente a los demás pero que al mismo tiempo asume como su naturaleza. Atormentado por la perspectiva de hacer daño a alguien, pero aún más por ser descubierto como la bestia que es, su buena fama logra por un tiempo disipar cualquier sospecha, aunque la escalada de violencia que protagoniza terminará por exponerle.
Pero lo que hace a El bosque del lobo una obra tan fascinante y en cierto modo espeluznante es cómo la locura y el tormento del protagonista se ven alimentados y crecen por su entorno. Olea nos describe a una sociedad en la que el cristianismo y el paganismo van de la mano, en la que curas y brujos dictan, ambos a su modo, el saber popular de la gente. Una Galicia vetusta, tosca y recatada, pero también misteriosa y folklórica. Benito, con sus enajenaciones transitorias, llega a creer que como “lobishome” (como se conoce a los hombres lobo en esas tierras) su rol es inevitable y está dictado por Dios.
La película podría perfectamente haber caracterizado a su protagonista como un demonio, alguien que pone a prueba y que finalmente es vencido con la fe colectiva, pero este no era su propósito. No es en absoluto casual el rol de Robert, el sacerdote inglés, en ella: un personaje racional, con conocimientos de mundo que logra en un momento dado proporcionar una explicación médica al fenómeno de Freire. Pero cuando llega la hora de cazarlo, su mirada es, como la del resto, cruel e inquisidora, no comprensiva. Para él y para todos, el ser que tienen delante es un monstruo a erradicar, un ser infernal que hay que purgar de la faz de la tierra. Pero Benito es un beato creyente como ellos. Alguien temeroso de Dios y de su personalidad asesina, oscuro en cuanto al horror que oculta, pero también porque es un reflejo distorsionado de lo que le rodea.
Esta ironía tan palpable en la cinta, sumada a ese retrato de la España rural como un lugar donde se mezclan libremente la fe católica y las supersticiones paganas, por poco le cuesta la censura a El bosque del lobo. Y no es para menos, porque detrás de esta historia de un monstruo hay toda una revisión retorcida de los valores cristianos, del concepto de redención y del papel de Dios en el sufrimiento, en la crueldad y en la maldad humana en su forma más primaria. Una obra que inicia y termina como si de una fábula se tratase, pero que en su interior tiene de todo menos una moraleja.
A medio camino de una sociedad que vive en la austeridad, la ignorancia y la represión moral y un bosque que simboliza el regreso del protagonista a sus impulsos animales, la ambientación de esta cinta da buena cuenta de la dualidad de Benito Freire, y nos introduce a una dinámica asfixiante que observamos desde su punto de vista, añadiendo de este modo la perspectiva psicológica y empática a una obra ya de por sí desasosegante. Sin llegar a ser un cuento de terror, aunque bien podría catalogarse como tal, El bosque del lobo es una crónica, y a su vez una revisión irónica, de uno de los casos más turbios de la España rural del siglo XIX, pero también de la fe y la superstición, de la identidad de unos pueblos que no pudo ser borrada y que ha permanecido siempre oculta, en lo más profundo e inaccesible de este país.
Redacción: Javier Abarca
El huerto del francés (Paul Naschy)
En una época tumultuosa tanto a nivel social como cultural para España (esa Transición tan cuestionada en el momento actual) el mítico Jacinto Molina (A.K.A. Paul Naschy) tuvo que tomar las riendas de sus propios proyectos para poder sacar adelante ese cine de género clásico que empezaba a languidecer a finales de los setenta en favor de la truculencia surgida en esa misma década de la mano de nombres míticos que cambiaron la historia del cine de terror.
En este sentido, El huerto del francés se destapó como una obra de ‹auteur› que para nada parece un proyecto primerizo (fue la segunda película como director del madrileño), pues se adentraba en los terrenos de la crónica negra española no solo con la intención de inquietar al espectador con una trama sórdida, quebradiza, arrebatada y siniestra (que también), sino que se observa en su epidermis la ambición de Naschy por reflejar con pelos y señales la trama real en la que se basa el guion (perfectamente trasladado a pantalla por Jacinto Molina quien realizó una meticulosa labor de documentación de los crímenes del huerto del francés) con pretensiones de establecer un paralelismo entre las paradojas que llevaron a Andrés Aldije y José Muñoz a cometer los seis asesinatos que les condenó a ser ejecutados por garrote vil con lo que estaba aconteciendo en esos momentos en España, es decir, esa supuesta reconciliación entre dos partes enfrentadas e irreconciliables que aún sigue vigente en nuestros días.
Ello se percibe en el retrato de los dos asesinos (interpretados por Naschy y José Calvo) que no serán pintados como dos psicópatas asesinos en serie sin alma, sino como dos pobres descastados (inteligente y astuto en el caso de Andrés) cuya ambición por prosperar y escalar socialmente aparece como la principal motivación de los homicidios, manifestándose las diferentes víctimas como señoritos ludópatas y viciosos martirizados en una especie de venganza social en ese Tribunal cargado de depravación y amoralidad que resulta el prostíbulo que regentaba Aldije en compañía de putas, maricas, borrachos, descarriados y gente de diverso pelaje (inolvidable sin duda se eleva la secuencia en la que los clientes del hostal bailan borrachos en una panorámica de alta escuela que termina en el primer plano de un enano travestido bailando sevillanas).
Desde el punto de vista conceptual la película se beneficia de una puesta en escena muy aseada y equilibrada, apoyada en un ritmo muy pausado y sostenido que se adorna de un realismo impactante por el hecho de recrear la acción en algunos de los lugares donde tuvieron lugar los hechos narrados en Peñaflor, todo ello ornamentado por el maravilloso ‹flashback› que sirve de apoyo al relato.
Es cierto que para un público más acostumbrado a visualizar cine de terror contemporáneo puede que la composición de Molina les resulte tediosa y carente de brío, puesto que éste decidió no ensañarse en demasía en la exposición de sangre y vísceras en cuanto a la filmación de los diferentes crímenes, prefiriendo cocer a fuego lento el bosquejo psicológico de los personajes y del entorno social latifundista en la Andalucía de principios de siglo XX (en esa relación sirviente-señorito tan arraigada en nuestra literatura), salpicando en algún momento la acción con algunas gotas de erotismo gracias a la presencia de algunas emblemáticas ‹sex symbol› de la época ( como María José Cantudo o Ágata Lys con la que Naschy disfruta una atrevida secuencia en los primeros compases del film).
Pero también no es menos cierto que para los que preferimos lo subliminal a la sobrexposición, El huerto del francés se eleva como una de las joyas del cine español de los 70, gracias a su escenificación cuasi teatral de la mítica historia de la crónica negra patria montada por el autor de Inquisición en una serie de ‹sketches› divergentes pero perfectamente hilvanados para apañar un traje que igualmente parece sumergirse en las tinieblas que maldicen una España dividida en dos y con muchos muertos enterrados y ajusticiados sin piedad, hábilmente ello plasmado en esa impactante escena que sirve de cierre de función.
Redacción: Rubén Redondo