El terror también sabe aprovecharse del cine experimental, algo que vamos a disfrutar en la sesión doble de hoy con Dementia, única película de John Parker rodada en 1955 y Skinamarink, la revolución de 2022 creada por Kyle Edward Ball.
Dementia (John Parker)
Dementia arranca con una cita de Preston Sturges en la que expone que, si bien el arte es un medio desde el que transmitir emociones, en última instancia no es sino el espectador quien, mediante la propia experiencia y la huella de aquello que nos modula como seres humanos, debe llegar tan lejos como le permita su sensibilidad. Unas palabras que ya no solo desde la evolución del lenguaje sino también desde una mirada, la del espectador, cada vez más condicionada por los referentes, bien pudieran resultar más que obvias, un tanto ingenuas; algo que, sin embargo, no debería desviar la atención sobre el hecho de que John Parker decidiera abrir con la cita de Sturges en tanto apela a la emoción que el respetable pueda sustraer de todas y cada una de las imágenes de su obra.
Dementia, que emplea no pocos elementos de la época dorada del cine de Hollywood —de entre los que se podrían destacar algunos de sus encadenados (como ese con el que se nos presenta a la protagonista a través de una de sus recurrentes pesadillas), una iluminación que rememora la que el ‹noir› norteamericano exportó del expresionismo alemán e incluso una puesta en escena que también dispone algunos ingredientes comunes en el cine negro—, podría ver cuestionado su condición experimental a juzgar por una exposición narrativa que se antoja bastante concisa la mayoría del tiempo. No obstante, y dadas las circunstancias —especialmente por el contexto, pues cabe recordar que el film que nos ocupa data de mediados del s. XX—, no resulta extraño que la pieza rodada por Parker sea considerada como tal, y es que si bien sus imágenes no poseen el carácter rupturista y subversivo que han logrado reflejar cineastas dados al ensayo, recrean con una facilidad inusitada atmósferas tan inquietantes como pesadillescas condensadas en algunos de sus pasajes. Donde sí consigue Parker, no obstante, instigar un cine mucho más subversivo es en la descripción de un marco muy concreto, ese del que se desprende un machismo imperante que acecha en cada esquina, y que el cineasta retrata mediante apuntes aparentemente circunstanciales pero que en el fondo no dejan de articular el relato. Pues a diferencia del modo en cómo se revelaban esos comportamientos en el viejo Hollywood en una amplia mayoría de títulos, Parker confiere a su perspectiva algo que la dota de una naturaleza mucho más manifiesta: lo fortuito se persona así como una característica que, al fin y al cabo, ni siquiera necesita proveer un contexto, basta con un simple moratón en la espalda, o con un pitillo arrojado a conciencia en el suelo para dar buena cuenta de algo que va más allá de lo sintomático.
Es así como Dementia cimienta las bases de un horror que parece expresarse como psicológico en la superficie, pero es más hiriente, más visceral que todo ello. Un motivo suficientemente distintivo como para exteriorizar a través de los miedos que atenazan a su protagonista, forjados desde las distintas pesadillas que se irán dando cita a lo largo del metraje, revelando incluso las causas de su conducta a raíz de una infancia marcada por esa actitud, ya presente en su progenitor. Parker arroja además otros detalles, como la presencia de ese enano (¿preludio de Lynch?) que entregará a la protagonista el periódico que la perseguirá durante su deriva por las calles de la ciudad y que parece marcar su destino. Con Dementia estamos, en definitiva, ante una pieza repleta de elementos expresivos donde la imagen articula sus distintas vertientes, proveyendo episodios de un marcado carácter surreal, que incluso en la transformación de música extradiegética —la de su omnipresente banda sonora; recordemos, con ello, que estamos ante un film prácticamente silente (si bien se percibe el sonido ambiente) del que se realizaría una posterior versión titulada Daughter of Horror a gusto del productor con voz en off incluida— en diegética es capaz de dotar de una extraña personalidad a uno de esos artefactos tan capaces de aterrorizar tanto por el poderío visual que atesoran como por la presencia de un discurso que se asemeja no solo adelantado a su tiempo, sino pendiente de un universo que Parker compuso con un talento y una tenacidad fuera de toda duda.
Escrito por Rubén Collazos
Skinamarink (Kyle Edward Ball)
Yo de pequeño tenía mucho miedo, sobre todo a la oscuridad. El terror infantil, al menos en mi caso, solía ser ajeno a las formas. El miedo a la oscuridad es el miedo a que haya algo en la oscuridad, sea lo que sea. Visto en retrospectiva, lo que se generaba durante esas temidas noches era una especie de mitología abstracta y vaporosa. No sabíamos a lo que temíamos, pero sabíamos que temíamos. Skinamarink, la ópera prima de Kyle Edward Ball, supone un viaje imprescindible en el momento en el que su ambición parece ser justamente la de otorgarle una imagen (una estética, un dispositivo) a esos recuerdos que ya no son nada más que el eco mnésico de una pulsión caduca. Una vez superado, el miedo infantil se convierte para el espectador en turismo del trauma. Este experimento de género se presenta como un fascinante ejercicio de masoquismo temporal, un retorno a aquella mirada inocente que aún era capaz de encontrar terror en los huecos.
Ball defiende que (re)construir lo pesadillesco es una labor primordialmente estética, totalmente despreocupada de construcciones narrativas. A partir de esta máxima, Skinamarink pone sobre la mesa la propuesta de ‹found footage› más atípica, desconcertante e imaginativa de la última década —con el permiso de We’re All Going to the World’s Fair (2021) de Jane Schoenbrun—, principalmente por su forma de invertir por completo los principios ontológicos del subgénero. Si el ‹found footage› busca la familiaridad y la proximidad del fantástico, convenciendo al espectador de que el espacio fílmico es también el espacio que él habita, este dispositivo garante del realismo se utiliza aquí para filmar un lugar imposible a través del punto de vista de nadie. Mientras que en The Blair Witch Project (1999) la cámara funciona, al ser manipulada por los propios protagonistas, como una garantía de compromiso con lo real, en Skinamarink supone justamente la fuente de todas las preguntas y, sobre todo, la personificación de ese gran fuera de campo (de ese terror al fondo sin figura) que articula todo el onírico relato. Ball consigue, a partir de una cámara diegética sin propietario, filmar literalmente las pesadillas.
Resulta sorprendente lo bien que empatiza la textura del vídeo casero con lo inconcreto y brumoso del delirio. Decía Mark Fisher sobre el álbum homónimo del productor británico Burial (2006) que «conjura audio-espectros a partir del crepitar de la púa en el vinilo, poniendo en primer plano las materialidades accidentales del sonido». El ejercicio de Skinamarink es exactamente el mismo, sólo que invocando video-espectros a partir del grano defectuoso de la imagen casera. Lo fantasmal —más bien dicho demoníaco— brota de la propia materia fílmica. La oscuridad ya no es una ausencia, sino un ente que crepita, una bruma que oprime el espacio. Afirmaba en una entrevista el director de fotografía de la película Jamie McRae que el secreto para conseguir esa estética pasaba por reducir al máximo la luz natural y subir todo lo posible el ISO de la cámara. La imagen defectuosa es aquella capaz de detectar a los espectros. El oficio del cineasta se asemeja en la era digital al del científico demente de Del Más Allá (1920) de H.P. Lovecraft, al de un hombre que encuentra en la manipulación tecnológica una nueva forma de mirar lo que resulta imposible de comprender (en imágenes). Skinamarink despliega un dispositivo impresionista, donde es la técnica y no la narrativa quien suspende el realismo.
La ópera prima de Kyle Edward Ball está habitada (‹haunted›) por algo en algún tiempo y en algún lugar. Todo es vaporoso, inconsistente e inenarrable, como si estuviéramos ante una pesadillesca reescritura de India Song (1975) de Marguerite Duras desde el filtro del ‹analog horror› o un intento de escenificar Estiu 1993 (2017) de Carla Simón en una ‹backroom›. La atemporalidad y la infancia puestos en escena por aquellos que, como un servidor, crecieron con el ‹creepypasta› como folklore propio. Me llena de orgullo cruzarme con cineastas como Kyle Edward Ball o Jane Schoenbrun —o incluso Troy Wagner, creador de la web-serie Marble Hornets (2009)— que han puesto ya las primeras piedras de lo que será (o es) una nueva escuela de terror nacida por y para Internet.
Es una lástima que estas películas lo tengan complicado para adentrarse en las salas de cine, pero al mismo tiempo me alegra poder disfrutar de estos relatos de la misma forma en la que hace diez años inspeccionaba Youtube en busca de vídeos sobre Slenderman. En una de las escenas más terroríficas de Skinamarink, mi reacción instintiva fue bajar casi por completo la pantalla de ordenador. Uno no puede cerrar una pantalla de cine. Uno sí podía, cuando era un niño, cerrar un poco la puerta de su cuarto para no tener que observar tanto ese horripilante pasillo oscuro.
Escrito por Daniel Grandes