El canibalismo, la confirmación del cuerpo, el crecimiento personal a partir de la retroalimentación… en femenino: todo queda expuesto tras la llegada a cines de Crudo, el debut de Julia Ducournau que nos ha recordado otros experimentos físicos (y peligrosos) en el cine actual que no solo comparten la fijación cárnica, también son óperas primas. El primero es Dans ma peau que nos descubrió Marina de Van en 2002. El segundo se trata de Eat (2013), que esconde las oscuras inspiraciones de Jimmy Weber. Todo un mundo a descubrir.
Dans ma peau (Marina de Van)
Parece papel principal de Cronenberg dilatar cuerpos para conformar un relato, pero su interés pasa más por la morfología de ese cuerpo y sus capacidades, utilizando el mismo como máquina —y a la inversa—, que por la concepción íntima y explorativa que han utilizado muchos otros directores a partir de sus estudios. Digna de la palabra escalofrío es la película con la que debutó Marina de Van, una mente que con facilidad se podría catalogar de epidérmica, porque sabe jugar con la superficie, el drama en el que se convierte la vida de Esther, una mujer en sus treinta que poco a poco destapa otra realidad, un tono febril y decadente en el que la autoexploración de su cuerpo es un objetivo principal y aterrador.
Podría subrayar lo de aterrador, durante años me resultó fascinante el resultado de Dans ma peau, su desarrollo chocaba con cualquier situación comprensible y esperada. No soy capaz de soportar el dolor (físico) ajeno, y cuando alguien logra que crea posible ese dolor… simplemente me perturba. Dans ma peau va un poco más allá, porque consigue transmitir el dolor, transmutando nuestras conexiones hasta desdibujar donde comienza su cuerpo y donde termina nuestro cerebro. En cierto modo en sus primeros despuntes somos capaces de sentir la piel de la protagonista, que la misma directora interpreta, dotando de un punto extremo de intimidad que compartir con nosotros. Esta vez no me siento visitante, ni siquiera una observadora, lo que se percibe se asemeja más a un elemento extracorpóreo que participa pese a una evidente objeción, solo quiero dejar de experimentar el dolor que ella no parece recibir.
Por tanto, Dans ma peau irradia el terror físico, a partir de un proceso mental que sacude la normalidad de Esther. Lo sencillo es asociar una psicopatía a un comportamiento anómalo, pero la directora se centra en extrapolar el concepto de convivencia para convertir en una necesidad la soledad del individuo, difumina hasta convertir en humo un sentido social al que asociamos el comportamiento y se recrea en un bucle (dolor, placer, éxtasis y triunfo) que tan hechizados nos deja con su tajante aunque agudo final, cuando ya pesa más el sentimiento que produce que la comprensión de un mensaje concreto.
Lejos de querer justificar un comportamiento, Marina dibuja un entorno donde todos son lobos, sin disfraces posibles. Extrema el concepto de superioridad, ya sea moral o social, de todo aquel que participa y lo utiliza para empujar a la reclusión física y mental a su creación más absoluta, una mujer que poco a poco toma consciencia de sus formas, de cada pedazo que la compone, siendo capaz de disfrutar de sí misma a un nivel plenamente físico, donde surge en realidad una repulsión socavada, pero que resulta inédita y única, primordial para ella. Obviando cualquier recurso extremista del más puro gore consigue agriar su visualización con detalles que evidencian la realidad de una persona mutilándose, sin regodearse en la sangre sin un sentido claro. Algo que, por su puesto, duele. Marina de Van no se priva de realizar sus propios homenajes y una de sus escenas más desquiciadas parece un comprometido guiño a Sisters (Hermanas) de Brian de Palma, con una pantalla partida que asume el rol de convertir en arte una situación extraña, una que solo podría suceder a puerta cerrada.
El físico de Marina de Van parece determinante en el tono que adquiere la película. Un rostro peculiar que se acompaña de una mirada intimidante y transparente, y una ausencia necesaria de pudor a la hora de mostrar cada rincón de su anatomía forman unos claros rasgos que combinan perfectamente con la extrema personalidad de Esther. Algo indispensable cuando sobre ese físico se incrusta el elemento cortante como herramienta para sentir hasta desfallecer, cuando masticar la propia piel debe asemejarse a lo real.
Solo un último apunte. Será realmente una buscada intención la de elegir a Laurent Lucas como parte de Crudo (Grave) tras la repulsa sintomática que siente en Dans ma peau. Lo pregunto. O no.
Escrito por Cristina Ejarque
Eat (Jimmy Weber)
El cine se ha interesado siempre por los misterios de la personalidad. A través de él, nos hemos acercado a zonas inhóspitas de nuestro interior, áreas regidas por pulsiones extrañas, peligrosas. Algunas de estas películas exploran la fascinación que el propio cuerpo ejerce en el sujeto. Cronenberg, sin ir más lejos, ha hecho del cuerpo y sus cambios uno de los temas centrales de su filmografía. El debut de Jimmy Weber (hombre orquesta que dirige, escribe, produce y compone la música del film que nos ocupa) no destila, sin embargo, esa curiosidad científica que define la obra del canadiense; lo suyo tiene más que ver con la sátira de tintes macabros que con una genuina voluntad de entender los caprichosos designios de la mente humana. A diferencia de la protagonista de Dans ma peau (superior compañera de Eat en esta sesión doble sobre psiques femeninas alteradas), la protagonista de la película de Weber no construye su particular parafilia (una versión extrema de la dermatofagia) sobre el enigma fascinante que es su propio cuerpo, sino como respuesta a una situación profesional tirando a desastrosa; en consecuencia, como válvula de escape a la ansiedad y el estrés. Evidentemente, a partir de ahí uno puede extraer fácilmente lecturas freudianas de uno y otro signo (la autoagresión como manifestación psicótica del deseo de desaparecer o como desprecio supremo por uno mismo), si bien Weber no aporta ese grado de finura y complejidad que proporcionaría al relato cierta pátina de legitimidad científica. Tampoco lo contrario: no es lo suficientemente cómico/irónico como para que funcione a pleno pulmón en su condición de metáfora cuasi-fantástica.
Tal como está concebida, la película se queda a medio camino entre la representación naturalista de una parafilia autodestructiva (los realistas y desagradables episodios de canibalismo) y la pura exageración dramática, unas veces con intenciones cómicas, otras con intenciones presuntamente terroríficas, si bien se adentra más firmemente en el campo del horror psicológico que en el del puro terror, apenas esbozado. Es este tono incierto uno de los principales hándicaps de la función. Si bien tiene instantes en los que el drama funciona bastante bien (la escena del casting fallido), finalmente acaba abrazando sin reparos el más puro delirio, contradiciendo en parte la sobriedad que había caracterizado su metraje anterior (bueno, sólo en parte: la estética colorista y de aspiraciones cool dota a la narración de un tono tremendamente artificioso ya desde su mismo inicio). Asimismo, emerge durante el desarrollo de la trama una lectura combativamente feminista (rozando la misandria) que, pese a su jugoso potencial, acaba desinflándose por la ausencia de un material dramático realmente sólido. La culpa recae, en parte, en un personaje secundario femenino muy mal dibujado, cuya psicopatía (tanto o mayor que la de la protagonista, aunque no se perciba inicialmente) resulta inexplicable y grotesca. En este punto, Eat fuerza su maquinaria sin rubor y el deseo de epatar se impone a la simple coherencia. Todo el tramo final (pese a la fuerza, metafórica y real, que tiene su última escena) resulta forzado, inverosímil y desafortunado, con un conato de romance fatalista que parece metido con calzador.
No obstante, sería injusto no reconocerle también ciertas virtudes. Por ejemplo, la más que digna interpretación principal de Meggie Maddock. Hace falta hilar fino para saber insuflar alma a un personaje (Novella McClure, con más nombre de villano de Disney que de aspirante a gran estrella de Hollywood) que se prestaba fácilmente a la caricatura. Ella lo hace, ganándose la simpatía y comprensión del espectador. Por otra parte, Weber sabe narrar su historia de forma fluida, entretenida, equilibrando los momentos de impacto para que la narración no cojee; ni siquiera el hecho de que su estética deje traslucir ocasionalmente la falta de presupuesto perjudica demasiado el resultado final. Por último, como incursión en la espiral autodestructiva de una joven atrapada en un círculo de constantes decepciones vitales, Eat sabe ser morbosa y visceral. Independientemente de que luego tire gran parte de lo ganado por la borda, o incluso del hecho de que parezca haberse diseñado con unas pretensiones de film de culto que le quedan bastante grandes (aunque esto sólo el tiempo lo dirá), lo cierto es que como curiosidad disfuncional y sangrienta la película tiene su punto. En definitiva, supone un apetecible plato de carne cruda no apto, eso sí, para estómagos sensibles.
Escrito por Nacho Villalba