Las hijas bastardas de una de las grandes piezas del cine de terror, Alien, ocupan nuestra nueva sesión doble con dos títulos dispuestos a levantar al público de la platea con dos títulos ineludibles: el primero, del inefable David DeCoteau con su particular aportación en Creepozoides, y el segundo en Inseminoid de Norman J. Warren, todo un ejemplo de como asir una obra maestra para crear dos títulos a la altura de pocos.
Creepozoides (David DeCoteau)
Sin duda alguna la fama de los hermanos Lumière se debe a su invención más popular, el cine. Lo que pocos saben, quizás Méliès y algunos otros que prefirieron permanecer en un prudente anonimato, es que los Lumière no eran seres humanos sino cyborgs provinientes de un futuro alternativo que querían impedir a toda costa el desarrollo comercial de esa invención infernal llamada cine. Sí, la anécdota famosa de Méliès intentando comprar el invento y Louis Lumière (en realidad llamado T-800 y fuente de inspiración de James Cameron) negándoselo por aquello del nulo futuro del mismo cobra sentido ahora que la verdad ha sido revelada.
Pero no nos quedemos en el hecho objetivo e incontestable. Pensemos en las razones del proceder de estos simpáticos humanoides mecánicos. Y es que se antoja misterioso que se tomaran la molestia de crear el cine para luego volver al pasado y intentar destruir su propia invención. Pues bien, documentos inéditos y secretos, revelados ahora por la CIA, con la inestimable colaboración de la Universidad de Kentucky del Besós, confirman que la razón es una y sola una y lleva el nombre de un film: Creepozoides.
Y es que la sola contemplación de esta bastardez, con reminiscencias a Alien, del ínclito director David DeCoteau, provocó la casi total oxidación de los cerebros mecánicos de los cyborgs franceses. Pero centrémonos en el film, ¿qué ofrece Creepozoides que sea capaz de generar este bucle espacio-tiempo y de causar casi el colapso de la civilización occidental? Pues para empezar un poster glorioso, donde amazonas recien salidas de un desfile de top models en posición vagamente erótica, junto a un mazas descamisado combaten a un monstruo que se antoja como un alien ultra desarrollado que convertirían al ser creado por Ridley Scott en un mero animal de compañía.
Después está la película, o sea la realidad, donde unos ex-yonkis sacados del equivalente americano del proyecto hombre, se enfrentan a un muppet de mercadillo de South Central, con muchas babas y tal para parecer terrible y poca cosa más. Rodada en unos suburbios cutres de ciudad mega cutre (y con pinta de no tener permisos de filmación, en un guiño claramente postcassavettiano) poco o nada parece que pueda ofrecer al mundo del séptimo arte. Excepto…
Que Creepozoides no es en absoluto una película, sino un documento verídico de un futuro post-apocalíptico de la humanidad. Un mundo donde después de una guerra entre máquinas y hombres ha quedado reducido a cenizas radioactivas y donde habitan muñecos de peluche mutados y altamente peligrosos controlados por los pocos cyborgs (siempre fuera de cámara por aquello del riesgo en la filmación). Una muestra de cinema verité filtrada por la resistencia humana al pasado como advertencia de lo que se nos viene encima.
Total, que no se trata de acabar con el cine. Lo que querían los hermanos T-800 (ya no hace falta llamarles por su nombre humano) es mantenernos ciegos, ignorantes de lo que nos espera. Una vez descubierto el pastel nos encontramos en territorio de nadie, mirando al futuro con la incerteza y el miedo de lo que pueda pasar. Mientras siempre podemos mirar, analizar y recrearnos en Creepozoides, un documento único y definitivo sobre como resistir, luchar y vencer. O al menos de como hacer sentir al espectador como en un mal viaje de ácido sin ácido. Meritorio sin duda.
Escrito por Alex P. Lascort
Inseminoid (Norman J. Warren)
A finales de los 70 el trío formado por Ridley Scott, Walter Hill y H.R. Giger realizaba una de las mayores aportaciones a la historia del cine de terror, una película capaz de crear emblemas (el Alien en todas sus formas, Ripley, Nostromo), aterrorizar a toda una generación, ocasionar que una multitud de fans siguieran los pasos de ese alienígena durante décadas y, sobre todo, ser el germen de una de las obras cumbres del «space horror» de la siguiente década, Inseminoid.
Pero no nos centremos en lo superfluo y banal cuando una película es capaz de hablar por sí sola blandiendo una premisa no exenta de cierto tono polémico: la de unos alienígenas inseminando a una inocente muchacha, parte de una expedición galáctica a un planeta desconocido. En efecto, sé que estarán pensando lo mismo que yo: exactamente la solución que aportaría unos años más tarde la saga Alien para continuar su particular periplo, lo cual no hace sino aumentar el espíritu visionario de la propuesta de Norman J. Warren.
Más allá de ese espíritu, Inseminoid se gana el cielo exactamente en las que deberían ser sus secuencias clave: la primera, cercana al Cronenberg más alucinado, donde una pobre muchacha es inseminada por una suerte de hormiga gigante/mutante en representación de ese marciano que termina con un plano culmen en el que el espectador puede ver exactamente todos los empastes de la boca de Judy Geeson, y la segunda uno de los partos más sonados (literalmente) y tronados que haya visto la historia del cine, con Geeson haciendo gala de unas cuerdas vocales que ya quisiera para si la Caballé.
Y es que la importancia de Geeson, en una interpretación digna del Nicolas Cage más ido que en un guiño autoconsciente sugiere a esa Gena Rowlands de Una mujer bajo la influencia dado que la rubia actriz no para de danzar enajenada como si su dentista le hubiese recomendado añadir otro empaste a su rica colección, es capital en una cinta donde todas y cada una de las escenas de acción recreadas por la intérprete bien podrían remitirnos al genio Ed Wood: trompazos que no llegan a su destino, cocorotazos tenues para que la integridad de los actores no se viese dañada (¿) y, en especial, un repertorio de armamento que sale a relucir en un intento por paliar la falta de presupuesto y, en especial, de coreógrafos.
Norman J. Warren recoge, no obstante, el espíritu de la propuesta de Ridley Scott haciendo de la sutileza en no mostrar alienígenas constantemente su mayor baza. Que sí, que es posible que aquí se deba todo a la pírrica inversión realizada, pero quítenle ustedes lo bailao al londinense, que termina por fraguar en un sorpresivo último acto (con colofón en una escena conclusiva que da pie a futuras secuelas que, por desgracia, nunca verían la luz) las posibilidades de una cinta que abraza el absurdo sin remisión y es capaz de dejar en la retina imágenes para el recuerdo, un recuerdo inalcanzable al que muy pocos podrían aspirar.
Escrito por Ruben Collazos