El ‹stop motion› europeo regresa a la sesión doble con dos cineastas a redescubrir: el polaco Piotr Kamler, que a mediados de los 80 dirigía su único mediometraje hasta la fecha con Chronopolis, y el checo Jiří Barta, quien sólo dos años después adaptaba un texto de Viktor Dyk con El flautista de Hamelín (Krysař).
Chronopolis (Piotr Kamler)
El primer y único trabajo fuera del formato de cortometraje del animador polaco Piotr Kamler es una obra de ciencia ficción sin diálogos, en la que seres inmortales de aspecto divino manipulan diferentes objetos y formas relacionados con el tiempo en una misteriosa ciudad en el cielo; la rutina estricta que siguen se ve interrumpida por la llegada repentina de un humano, quien establece un vínculo con una de sus creaciones. Esta pequeña interrupción supondrá un impulso suficiente para colapsar un sistema en apariencia inamovible.
Chronopolis, que toma su título de la ciudad ficticia que idea Kamler, es una obra inusual ya desde su producción. Presentada en principio como un largometraje de más de una hora, la versión definitiva y preferida por Kamler es, en realidad, un mediometraje de 52 minutos. Por si no fuese suficiente declaración de intenciones que el montaje del director recorte en vez de añadir escenas, es significativo que, entre lo que recorta, esté la narración en ‹off› que acompaña a la película, como si su pretensión fuese hacerla todavía más abstrusa. Y es que, en ese sentido, la declaración de intenciones de Chronopolis como experiencia abstracta y difícil de entender se extiende no solo a la falta de diálogos y narración vocal —tan solo un breve texto introductorio da la escueta información que se requiere—, sino que abarca también treinta minutos de una observación metódica y procedimental de las rutinas de estos seres inmortales, dejando un espacio relativamente breve para el evento transformador y sus consecuencias.
De este modo, la obra se convierte en un ejercicio de observación paciente, que desarrolla su atractivo no alrededor del conflicto incipiente sino desde la recreación en torno a las actividades cotidianas de estos personajes y lo que ello supone, en un festival de abstracciones encadenadas que denotan una gran imaginación y una puesta en escena impecable mediante la técnica de ‹stop motion› con apoyo de CGI, en unos tonos permanentemente ocres que enfatizan el ambiente sombrío y decadente. La expectativa narrativa no es, claramente, el propósito de Kamler, y no lo es tampoco cuando aparece el humano: suceden cosas, pero pasan todavía a un ritmo glacial, y el por qué y el cómo no quedan en ningún momento claros.
Con todo, es interesante detenerse en lo que narra Chronopolis que, a grandes rasgos, puede definirse como una obra sobre la monotonía y la falta de alicientes en la vida, encarnada en unos seres aislados de todo que se dedican simplemente a repetir su función durante siglos, tal vez milenios, hasta que encuentran los primeros elementos que llegan de fuera, en la forma de los exploradores humanos y del individuo que cae frente a ellos. En este punto es donde el filme es más deliberadamente ambiguo, porque el mecanismo del encuentro no queda claro, si es fruto de una casualidad dentro de su rueda productiva o de una actuación deliberada por parte de los inmortales, deseosos de experimentar algo nuevo en sus vidas. Esta nueva experiencia, inevitablemente, les destruye y hace que la ciudad desaparezca, dejando de nuevo margen para la interpretación; desde que se trate de un suicidio colectivo planeado por todos ellos, aprovechando ese pequeño impulso, hasta que el humano les haga aprender e interiorizar el concepto de mortalidad, hacia ese momento desconocido para ellos. En cualquier caso, esta transformación destructiva se ve, de algún modo, como una suerte de alivio existencial.
Con su ambigüedad narrativa, su énfasis en la lentitud y la monotonía, los tonos apagados y la inexpresividad de sus personajes, concebidos más como herramientas alegóricas que como seres sintientes e individuales, Chronopolis es una obra que parece deliberadamente complicada de disfrutar y desentrañar. Adentrarse en ella es un esfuerzo consciente y paciente, pero el resultado no puede ser otro que la fascinación frente a la pericia técnica y ambición que demuestra, en la que tal vez quiso ser la expresión artística definitiva de su director.
Escrito por Javier Abarca
El flautista de Hamelín – Krysař (Jiří Barta)
Por su naturaleza, puede que el cine de animación sea el que mejor y más concienzudamente explore los límites de la imaginación y, por extensión, las posibilidades poéticas del medio. Aunque hoy monopolizado por Disney, Pixar y el anime, su riqueza expresiva no tiene parangón, y abarca otras muchas corrientes creativas y narrativas, siendo la técnica del ‹stop motion› una de las más interesantes y laboriosas. Dejando a un lado a titanes como Reiniger y Norshteyn, podemos coincidir en que la Santa Trinidad de esta modalidad animada surge en la República Checa, antigua Checoslovaquia, conformada por Trnka, Švankmajer y Barta. Nos detenemos en este último, que supo absorber la delicada ingenuidad de Trnka y la oscuridad y el mal rollo supremo de Švankmajer para dar forma a una obra propia cargada de personalidad, y que probablemente alcanzó su culmen en su subyugante y perversa adaptación de El flautista de Hamelín (Krysar en su título original, que viene a significar “cazador de ratas”), una de las leyendas populares más perturbadoras que se recuerdan, a la que Barta conduce a un desfiladero de pesimismo sociológico y belleza ocre y paralizante que sigue constituyendo, hoy día, uno de los trabajos de animación más deslumbrantes y singulares del siglo pasado.
Influido por el arte gótico y medieval y por el expresionismo alemán (ese pueblo de formas abigarradas y atmósfera claustrofóbica que remite a El gabinete del Dr. Caligari de Wiene, esas marionetas de gesto duro y amenazante que parecen salidas de la mente de los hermanos Quay, esos colores apagados y esas angulaciones imposibles), con una atención al detalle obsesiva y una inclinación por lo macabro no exenta de poesía, Barta configura un universo absolutamente fascinante, fluido y atrapante en su narrativa pese a la ausencia de diálogos, y sobre el que se articula una reflexión demoledora acerca de la naturaleza humana, en torno a la tendencia del hombre a la crueldad, a la codicia, al vicio y a la misantropía. Por si esto no fuera suficiente, también puede contemplarse (servidor así lo percibe al menos) como puro cine de terror surgido de una mente infantil atormentada, con algunas escenas durante la infestación de ratas que resultan verdaderamente angustiantes y grimosas. Pero siempre, siempre, con un lirismo tenebroso bañando cada plano, gracias a la imaginación prodigiosa de su autor y a la forma en la que combina todos los elementos (fondos, marionetas, música, luz, fotografía y montaje), hasta llegar a esos últimos minutos maravillosos, poéticos, con el pueblo abrumado por un silencio ominoso sobre el que camina, siniestramente, la figura del flautista.
El flaustista de Hamelín no es sólo, pues, una lectura muy personal y oscura de una leyenda que ya reinterpretaron los hermanos Grimm o el poeta británico Robert Browning (entre muchos otros), sino un hipnótico, delicado y subyugante artefacto animado, lúgubre y hechizante, recorrido por un misterio arcano que nutre sus imágenes de pesadilla hasta dar forma a un cuento de hadas atemporal, en el que el espectador se abisma y se pierde como el que cae rendido ante una ensoñación malsana, pero, pese a todo, extrañamente hermosa. Una obra de arte estrujado que reclama su lugar entre las más grandes películas animadas del cine europeo de los ochenta, y, por ende, una película que cualquier ‹gourmet› de la animación debería recuperar y atesorar, para volver a ella cuando nuestra imaginación nos pida belleza y veneno.
Escrito por Nacho Villalba