El ‹neo-western› llega a nuestra sesión doble con la particular mirada del macedonio Milcho Manchevski sobre el género en esa Cenizas y pólvora que precedía a su Antes de la lluvia, y también a través del talento de una de las mejores cineastas del panorama, Kelly Reichardt, que sorprendía a propios y extraños en 2010 con su Meek’s Cutoff.
Cenizas y pólvora (Milcho Manchevski)
Ciudad de Nueva York, interior noche, principios del siglo veintiuno, en la época contemporánea. Un ladrón roba en el apartamento de una anciana. El delincuente no es tan peligroso. La víctima tampoco está indefensa. Mientras ella le apunta con un viejo colt, él tendrá que atender a la historia que le relatará la mujer.
En la época de los bandidos vivían Elijah y Luke. Eran dos hermanos vaqueros que ponían sus armas al servicio del dinero. El primero ejerce como predicador, al tiempo que se enamora y quiere formar una familia. El otro viaja hasta Turquía, ansiando conseguir la recompensa ofrecida para matar a un rebelde muy buscado. El lejano oeste y la frontera del este se funden en un paisaje similar, entre duelos, disparos y sangre.
Milcho Manchevski, director reputado por Antes de la lluvia (de 1994), su descarnada y sorprendente ópera prima, volvía de lograr esa película redonda en su concepto y estructura. Una cinta que mezclaba drama, suspense, belicismo. Y en su nervio interno, bastantes ecos del western. Con esas credenciales se podía esperar un gran trabajo en este polvoriento Cenizas y pólvora (Dust, 2001), su segundo largometraje. Aunque sea más el polvo cotidiano que se posa en los muebles de cualquier casa, no el sacudido por el desierto en largas travesías.
Las dos líneas temporales se sacuden, interrumpiendo el duelo dialéctico entre la vieja mujer y el joven ladrón. Mediante diálogos estúpidos, vagos y pueriles que demuestran una labor de guion penosa. Estas secuencias se desarrollan en ese mismo 2001 de la producción, incluso aparecen como fantasmas las torres gemelas, en un fugaz plano general. Pero el interés de los personajes enfrentados, está torpedeado por el metraje pretérito que sí evoca, sin conseguirlo, el tono y ritmo de una película del oeste, rondando el inicio del siglo veinte. El montaje descompone el sentido de la película, a la que le faltan piezas y las que hay, no encajan. El uso de ralentizados inoportunos, un reparto que parece más drogado que inspirado y, sobre todo, ese mal actor que es Joseph Fiennes deambulando por la escena como un espectro.
Pero esta es la cruz en este programa doble. Cuando por fortuna podíamos ir a las salas y cinestudios para ver dos o tres películas en sesión continua, se aprendía mucho cine. De las buenas y de las malas, también de las regulares. Cenizas y pólvora es toda una lección de cómo rodar mal, sin respeto a las líneas de acción, ni las miradas de los personajes. Con tiroteos en los que parecen dispararse los tiradores a sí mismos. Liando al espectador con los saltos temporales con incapacidad y alevosía. Escribiendo un guion plagado de repeticiones, evidencias, incongruencias y mamarrachadas. Un catálogo de errores que debería servir de visionado conjunto con una maravilla como Meek´s Cutoff, la que completa esta sesión doble. Para comparar lo que es la evocación, la tensión, el peligro, el ritmo y, sobre todo, la poesía del western. Un género que, como demuestra Manchevski, no lo dirige bien quien quiere, sino quien sabe y puede.
Escrito por Pablo Vázquez
Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt)
Si por algo se viene caracterizando el estilo de Reichardt, aún cuando su trayectoria se ha ido cimentando tomando como base unos pocos largometrajes (ocho en los últimos veintiocho años, contando Showing up, todavía por estrenarse en salas), es por su incorruptible coherencia formal. En Meek’s cutoff (2010) desacraliza y realiza un cuestionamiento de los códigos (no solo narrativos, también de puesta en escena) que hicieron del western uno de los géneros más populares e identitarios de la guardia del viejo Hollywood.
Este cuestionamiento parece dialogar de forma diáfana con el resto de proyectos de Reichardt, tengan o no vinculación con el cine de género, y es que como se obceca en demostrar en la anticlimática y desencantada Meek’s Cutoff, su cine es un trabajo más interesado en los interrogantes que en las soluciones. Sus personajes se manifiestan en tanto que “buscadores” (del sentido de la vida, de un perro, de un prometedor edén), siempre a la deriva o en los márgenes, y creando la impresión perpetua de que no logran progresar, de que jamás parecen ni siquiera acercarse a alcanzar sus metas.
El rechazo de la épica del western clásico ya viene anticipado desde la elección del título de la película (en cierta manera, una ridiculización de la figura del personaje “real” Stephen Meek, cuya pomposidad y seguridad en sí mismo contrastan con su eficiencia como guía o como rastreador de agua potable) y su propio formato de filmación y proyección, un ‹aspect ratio› de 1.33:1 que esquiva frontalmente el formato panorámico (y que imitan, en una suerte de homenaje velado, el limitado campo de visión de las heroínas de la película), pero que por suerte no impide que Reichardt y su equipo de filmación trabajen con bella determinación las posibilidades paisajísticas del género.
A Reichardt, pues, le interesan los destellos, los gestos, los silencios y los tiempos muertos más que ahondar en las inquietudes tradicionales del western. Como ya ocurriera en obras cumbre del género como Johnny Guitar (1954), en el film atípico de Reichardt parecen doler más las palabras o las miradas que las balas. Ni siquiera para el espectador que quisiera aferrarse a cualquier mínimo resquicio de duelo o confrontación heroica le sabrá a mucho la aparición y captura de un indio (representación de la alteridad), pues a la cineasta miamense le interesa escrutar cómo este suceso tiene influencia en la forma de relacionarse del grupo (las tres caravanas de familias que deambulan en la búsqueda de un lugar mejor).
De esta forma, el western supone una evocación (la época, las vestimentas, la situación geográfica) más que una certeza, puesto que ni la exploración y relación de personajes, ni el tono ni el ritmo de Meek’s cutoff ratifican su adscripción al género. El lento discurrir de las figuras humanas en el cuadro, los planos fijos y pacientes, la atención a detalles de aparente poco interés dramático, el contraste lumínico (estructural) entre el día y la noche, etc. acaban construyendo una epopeya lírica e íntima del éxodo, de los miedos, dudas e inquietudes del ser humano ante lo desconocido.
Escrito por Maties Tugores