Sesión doble: Bob el jugador (1956) / Dos hombres en la ciudad (1973)

El polar francés vuelve a nuestra web en forma de sesión doble con Bob el jugador del gran Jean-Pierre Melville (1956) y Dos hombres en la ciudad, dirigida por Jose Giovanni en 1973.

 

Bob el jugador (Jean-Pierre Melville)

En 1956, el famoso director Jean-Pierre Melville se convertía oficialmente —y al mismo tiempo supuestamente— en el padrino de la Nueva Ola francesa. Me gusta remarcarlo porque, aunque renunció a ser considerado como parte del movimiento, la película Bob el jugador, además de consagrarle como un cineasta de referencia del polar francés (o del cine negro mundial), da con algunas de las claves del famoso movimiento liderado por nombres como François Truffaut, Agnès Varda o Jean-Luc Godard. Es en esta película, 3 años antes de Los cuatrocientos golpes y 4 antes de Al final de la escapada, donde uno encuentra la mayoría de las razones que explican la afiliación —al menos como padrino— de Melville a la ‹Nouvelle Vague› (no en vano hacía un cameo en la última mencionada), empezando por la utilización de muchos de los elementos típicos del cine estadounidense que empezaba a flojear un poco en aquellos tiempos para pasarlos, con mucha habilidad e imaginación, por una óptica francesa más joven que renovaba el lenguaje cinematográfico y el uso de la música hasta convertirlo en algo completamente nuevo y algo más yeyé.

Bob el jugador es la historia de un antiguo delincuente que, con la edad y la experiencia, se ha ido alejando poco a poco del crimen, pero que mantiene la adicción al juego como un hábito de 24 horas, lo cual le acerca cada vez más a la bancarrota. Cuando descubre que hay una gran suma de dinero en la caja fuerte del casino, le viene a la mente la idea de llevar a cabo un gran atraco. Siendo esta una trama sencilla que combina cine social y policial, el director lo convierte en un ejercicio de estilo donde a menudo no importa tanto la trama como las interacciones entre personajes y la forma de mostrarlos, poniendo especial foco en el misterio y el carisma del personaje principal y el personaje femenino con mayor peso en la trama, pero sin olvidarse de los pequeños detalles que, en los personajes secundarios, permiten imaginar toda una vida de lealtades y deslealtades dedicada al crimen. Todo impregnado siempre de un aura excepcionalmente sombrío y fatalista que encaja perfectamente en tramas como esta, sobre crímenes, castigos, ‹femmes fatales›, traiciones y hombres muy hombres.

Con personajes arquetípicos que hemos visto después en decenas de películas protagonizadas por ladrones o buscavidas carismáticos, casi todos ellos tienen, a pesar de su posición laboral, un código ético que ya quisieran incluso los samuráis. Al menos mientras se acuerdan de sus promesas y les da tiempo a madurar antes de que se les cruce en sus vidas una mujer que les haga un poco de tilín, porque entonces ya se sabe lo que pasa con esas cosas en los ‹noir›. En el caso de Bob el jugador, esa descripción del título está por delante de todo lo demás a la hora de definir su personalidad, mostrando desde el principio a una persona carismática y libre de ataduras. Pero, al mismo tiempo, estamos ante alguien con un sentido del honor que le lleva a apoyar a otros compañeros del gremio o personas de mala vida, generoso y altruista siempre y cuando la contrapartida no contradiga sus férreos valores morales. Tan pronto te deja las llaves de su casa sin apenas conocerte que te hace retumbar la cara con la mano abierta por ser un poco bocazas. Sin embargo, en el caso de Bob, a veces tiende a criticar en los demás lo que él también práctica. Porque la ludopatía es lo que tiene, como cualquier otra adicción asociada con el dinero, seguramente.

El caso es que Melville domina perfectamente el lenguaje cinematográfico para generar constantemente un ambiente elegante, lleno de nocturnidad, alevosía y humo, y donde entras por el argumento, pero te quedas por los personajes y los lugares que transitan y habitan. Porque esta película, que lleva a pensar en otras como Ocean’s Eleven (sobre todo durante el reclutamiento de expertos en atracos), es una película de atracos en la que el atraco es lo de menos. Donde lo mejor es la perversidad del guion y el carácter de los personajes, una panda de estafadores y jugadores que, cuando huelen mucho dinero, no pierden la oportunidad de conseguirlo, manchando su imagen de perfección y excelencia con imprudencia y descuido.

Escrito por Alberto Mulas

 

Dos hombres en la ciudad (Jose Giovanni)

«Nunca podré ver del mismo modo la Justicia. He visto su lado oscuro». Con esta afirmación sin ambages se presentan los pensamientos del educador social Germain Cazeneuve (el mito de Cine francés Jean Gabin, con casi setenta años por aquel entonces). Continúa, «Al principio de esta historia creía en ciertas cosas». Y comienza a rememorar aquellos tiempos de trabajo en la cárcel, bajando como cada mañana del tren y caminando pensativo, lacónico pero comprometido, hacia esa institución en la que aspiraba a rehabilitar, a salvar de la criminalidad. Muy especialmente al otro protagonista, Gino Strabiggi (otro mito, Alain Delon, emparejado una vez más con su maestro). Inmediatamente, Giovanni nos invita a asistir al acto judicial de valoración para pasar de la segunda a la primera categoría, la que le permitirá vivir fuera del presidio, tras diez años entre rejas. El alegato de Cazeneuve se impone a las demás opiniones contrarias, y Gino puede volver a casa con su mujer y comenzar a trabajar. La secuencia del reencuentro con Sophie (Illaria Occhini), trasladados ambos en coche por el educador implicado, la necesidad de parar y salir para respirar de nuevo el aire, la libertad, se incorpora a una brillante relación de pasajes similares de la Historia del Cine.

Si Jean Pierre Melville es la estilización estética absoluta del cine polar, en un legado de películas extraordinarias como El silencio de un hombre, Círculo rojo, Crónica negra, o la misma excelente Bob el jugador, que completa esa sesión doble, entre otras, o Henri-Jacques Clouzot es la sofisticación emocional de tintes perversos en Las diabólicas, La verdad, o El asesino vive en el 21, entre otras tantas, podríamos considerar que el ‹policier-noir› de José Giovanni representa la autenticidad. Desde su experiencia personal entre célebres gánsteres colaboracionistas durante el Régimen de Vichy, hasta su condena a muerte y posterior conmutación a la pena de trabajos forzados, Joseph Damiani, verdadero nombre de Giovanni, conocía de primera mano la condición de delincuente y convicto, y en consecuencia es innegable que sus atmósferas y su construcción de personajes rezuman realidad vivida. Además, hay que recordar que otros tantos valiosos hacedores del género, como Jacques Becker en La evasión, o Claude Sautet en A todo riesgo, se basaron en su obra literaria para componer piezas fundamentales del polar, con la colaboración en la escritura del propio Giovanni.

Aquí, el cineasta de origen corso se vuelca en ejemplificar una crítica contundente y desgarrada del sistema judicial y carcelario francés de la época, con suicidios evitables o motines cargados de razón incluidos, como también atestigua la difícil elusión de la presión de los antiguos compañeros de fatigas malhechoras —hay que destacar a un jovencísimo Gerard Depardieu, como el matón pendenciero e inexperto al que los viejos compañeros de Gino deben parar los pies—. En el inicio del proceso de inserción de su personaje, Giovanni nos regala un plano de magnífica expresividad sobre la maquinaria automatizada y sin pausa de la imprenta donde Gino ha empezado a trabajar con la máxima dedicación: entre las piezas de acero en movimiento se vislumbra el rostro esforzado del joven ex-presidiario. Y también nos narra primorosamente una nueva vida, perceptiblemente feliz, ilusionada, hasta que la fatalidad inevitable traerá la muerte de Sophie en ese flamante coche rojo. El primer golpe de la fatalidad inscrita en el destino de Gino, del que conseguirá recuperarse, no así del asedio sin tregua del jefe de policía del pueblo colindante de Paris donde la autoridad le permite vivir. El punto culminante del acoso a su nueva pareja, Lucie, le arrastrará más allá de sus límites —por cierto, que el abusivo agente de la ley es interpretado por Michel Bouquet, el mismo multimillonario despótico del film Le jouet, recientemente recomendado en la revista—. A partir de aquí, la rueda implacable del sistema judicial llevará a Gino a la condena total, pese al vigoroso alegato de su abogada defensora, a la intervención certera de Cazeneuve e incluso al testimonio de su satisfecho patrón. Solo diré para terminar que el trance final de la ejecución de Gino es espeluznante, y culmina en un plano apoteósico del rostro de Delon —otra vez—, filmado desde el otro lado de la guillotina, enmarcado entre los soportes de madera y las afiladas hojas de acero, que apela directa y metafóricamente a aquella estampa de los esperanzadores inicios laborales de Gino. Y que con las reflexiones finales de su derrotado salvador, nos transmite la genuina sensación de la derrota, en un film imprescindible del género, junto a Último domicilio conocido y Alias, el gitano. Aunque no puedo dejar de considerar que estos dos hombres en la ciudad representan la aportación más personal y autoreferencial de la carrera cinematográfica de Giovanni, por todas las circunstancias vitales concomitantes ya referidas.

Escrito por María Verchili Martí

 

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