El cine de rumberas llega a la sesión doble con dos títulos esenciales que compartían protagonista: la actriz y bailarina Ninón Sevilla, que protagonizaría en 1950 Aventurera de Alberto Gout, y sólo un año después Víctimas del pasado, de uno de los grandes cineastas del cine mexicano, Emilio Fernández.
Aventurera (Alberto Gout)
La vida apacible de Elena junto a sus padres se va al garete cuando descubre a su madre con un amante y, a consecuencia de ello, su padre se suicida. Estos sucesos la llevarán a alejarse de su Chihuahua natal para buscar trabajo en Ciudad Juárez, donde acepta una oferta de empleo de su amigo Lucio como secretaria en un cabaret; sin embargo, ella no sabe que Lucio es un tratante de blancas y que la acaba de vender como prostituta a Rosaura, la despiadada ‹madame› regente de un famoso prostíbulo de la ciudad.
Aventurera, dirigida por el mexicano Alberto Gout, es uno de los primeros papeles protagonistas de la actriz y bailarina cubano-mexicana Ninón Sevilla, icono del llamado cine de rumberas al que se adscribe esta cinta. La interpretación de Sevilla, como la desdichada Elena que pierde su inocencia, su dignidad y buena parte de su humanidad, es arrebatadora durante todas las fases de su recorrido como personaje, de jovencita ingenua a una suerte de ‹femme fatale› atormentada y vengativa. Con mimbres de melodrama clásico y toques de cine negro, la trama se podría reducir a la crónica de una caída en desgracia repentina y de la pérdida de la inocencia; pero en ella hay algo más, que Sevilla arranca de su protagonista, y es una sensación de empoderamiento que surge en medio de la tragedia y crudeza de su vida, y de las decisiones tanto buenas como mezquinas y reprobables que tomará a consecuencia de su sufrimiento.
Un aspecto muy interesante de este género particular es el uso narrativo de las canciones y los bailes, en los que la película con frecuencia se “pierde” sin ningún reparo. En la narración, las actuaciones musicales de Elena representan al mismo tiempo una expresión emocional genuina y elocuente y una opresión asfixiante, porque para ella el baile representa eso, la permanencia o el regreso a una vida a la que fue arrastrada, que no quiere o a la que se resigna porque no tiene nada más allá. La música y la danza, por lo general, replican constantemente y expresan en sí mismas las emociones de Elena, convirtiéndose en una banda sonora de su propia consciencia y acompañando sus sentimientos más íntimos. Y no solo con los bailes que ella protagoniza; de hecho, la canción que da nombre a la cinta no forma parte de una de sus actuaciones, pero le acompaña de fondo en diversas ocasiones, describiendo su desdicha de una forma que va resonando con cada vez más fuerza a lo largo de la historia, en una puesta en escena diegética fascinante que logra una dimensión subconsciente. Aunque el tono melodramático y los elementos criminales son el sustento narrativo de la obra, el énfasis que logra a través de sus elementos musicales es esencial y sin duda uno de los factores que más contribuyen a la eficacia y contundencia de su historia.
Más allá de su protagonista y de todo lo que la rodea, no se debe soslayar el mérito de un elenco que no solo está enormemente sólido dando la réplica adecuada, sino que conforma unos personajes en sí mismos llenos de vida, de problemas y contradicciones propios; siendo particularmente memorable el personaje de Rosaura y su doble vida, sumando al prototipo de villana sádica e implacable unos sentimientos genuinos de tormento emocional y vergüenza por su posición ante la familia de la que ella es faro moral que resultan, por momentos, estremecedores. Pese a todo, la película es fundamentalmente Elena, y por ello sus logros están siempre adscritos a ella, a su recorrido psicológico y emocional, y a la impecable interpretación de Ninón Sevilla a lo largo del mismo. En ese sentido, Aventurera destaca, dentro de sus giros melodramáticos, sus escarceos criminales y su violencia y pasión desatadas, como un excelente y exhaustivo estudio de su personaje principal, y una narrativa eficaz de una personalidad tan errática y torturada como fascinante y llena de fuerza.
Escrito por Javier Abarca
Víctimas del pecado (Emilio Fernández)
Víctimas del pecado aúna tres de las señas de identidad del cine mexicano en general, y, asimismo, del gran Emilio Fernández en particular: su puesta en escena estilosa y de pura raza —ayudado aquí también por la pericia de Gabriel Figueroa como director de fotografía—; su gusto por el cabaré radiografiando unos ambientes muy reconocibles; y su excelente manejo de los arquetipos del melodrama clásico del cine de oro.
Y a todo esto se suma la presencia de un ciclón cubano imparable y sensual como fue Ninón Sevilla, para mi gusto la actriz emblema de eso que se llamó cine de rumberas, puesto que sus películas son las que mejor han soportado la obsolescencia ligada al paso del tiempo, y no solo la han soportado, sino que se han revalorizado con una pátina de oro.
La cinta cuenta la historia de Violeta (Ninón Sevilla), la cabaretera estrella del Changoo, un local regentado por Rodolfo (Rodolfo Acosta), un proxeneta que ha dejado embarazada a una de sus chicas, pero a la que ha humillado obligándole a abandonar en un cubo de basura a su retoño.
Violeta decidirá adoptar al pequeño repudiado por sus padres, vengándose de Rodolfo al delatarle a la policía como responsable del golpe a la recaudación de un cine que acabó con la taquillera asesinada.
Tras el cierre del Changoo a Violeta no le quedará más remedio que prostituirse para mantener a su hijo adoptivo, conociendo en una ronda al dueño de otro cabaret, éste sí un alma más bondadosa y caritativa, que ayudará a nuestra heroína ofreciéndole trabajo en su negocio y, finalmente, aceptando tanto a Violeta como a su hijo como parte de su familia.
Pero, la salida de la cárcel de Rodolfo provocará un incidente que dará al traste con los sueños de prosperidad de Violeta para su pequeño infante… y no cuento más porque destrozo los magníficos giros de guion del último tercio del film.
Víctimas del pecado se alza como uno de los melodramas más potentes de Emilio Fernández, tanto a nivel visual como conceptual. Para el recuerdo quedan las hipnóticas coreografías interpretadas por Ninón (hay al menos tres que son magistrales) y el montaje y fotografía ideados por el tándem Fernández/Figueroa que, vistos a día de hoy, resultan muy innovadores, empalmando con las tijeras, y con una maestría que yo no he visto ni en las obras de Hollywood ni siquiera en las más transgresoras europeas, diferentes perspectivas y alturas de los bailes disfrutados por la Sevilla en los humeantes escenarios donde se ejecutan.
Un montaje que respira modernidad, apostando por experimentar en la sala de edición en lugar de alargar el plano de la secuencia musical hasta el infinito. Si a esto le sumamos una trama ágil y desprejuiciada, que acaricia en ciertos pasajes los esquemas pertenecientes al tremendismo español, disfrazada con un envoltorio de cine negro, y esa mirada humanista tan propia de la obra de Fernández, pues ello provoca que el producto elaborado tenga la etiqueta de calidad suprema.
Porque Víctimas del pecado no es la típica película de rumberas realizada para el lucimiento de la estrella femenina de turno. No. Esta es una obra que filosofa sobre los límites del bien y del mal. Que apuesta por la presencia del bien también en prostíbulos y zonas deprimidas, como en los despachos gubernamentales y de negocios en principio poco honestos. Y del mal, igualmente, en los arrabales y en las altas esferas. Que no hay blancos ni negros, sino grises. Y de que un ángel que se siente derrotado y sin esperanzas, puede encontrar un camino siempre hacia adelante y digno si tiene la compañía de alguien que amasa la bondad como bandera.
Escrito por Rubén Redondo
