Pesadillas laborales en nuestra sesión doble, donde nos atrevemos con Arcadia de Costa-Gavras (2005) y la libre adaptación de Dostoievski de El doble que acometió Richard Ayoade en 2013.
Arcadia (Costa-Gavras)
Arcadia toma referencia de ese mundo utópico, inalcanzable, donde todo es posible que proponía la antigua Grecia. Pero los griegos lo que siempre dominaron fue la tragedia, así que está claro que no es el lugar donde habita su protagonista, un señor de traje y corbata, con aspiraciones, unos 40 años y un currículum impecable. La odisea laboral de carne y hueso. Siempre afilado, explicativo y atareado, Costa-Gavras vuelve a hacernos reflexionar sobre aquello que nos rodea sin dejarnos siquiera pestañear, y no por excesivo, más bien por lo mordaz que se muestra la realidad en sus manos.
Bruno Duvert somatiza la impotencia del rechazo que una persona altamente cualificada como él recibe diariamente por parte de las grandes corporaciones para las que intenta trabajar. Lo que podría derivar en un drama de agotamiento y frustración, se convierte en un experto thriller con apuntes humorísticos y mucha mala baba, donde el personaje se deforma en pos del triunfo laboral por encima de cualquier enfoque personal o ético: no voy a ser yo el único que no utilice a los demás para alcanzar objetivos. Costa-Gavras traslada las despiadadas e impersonales acciones de las empresas más poderosas a un individuo cualquiera, transformando definitivamente los pasos a seguir para alcanzar el éxito, cuando el resultado no es ser el mejor, sino el único deseable para un puesto de trabajo.
A lo largo del periplo en el que se embarca Duvert, el director va enmarcando el paisaje de un mundo sin asertividad ni humanidad. Hombres grises, rostros inapacibles y montones de publicidad hipersexualizada y lujosa persiguen a Duvert mientras pasea por barrios residenciales llenos de personas que no se encuentran muy alejados de su situación personal. La rivalidad, la sobrepreparación académica para un puesto de trabajo, la edad, la presencia, la sonrisa emitida en el momento equivocado… Todos y cada uno de los tics que dan forma a la desesperación y el pánico ante el desierto del mundo laboral transforma lo que bien podría considerarse una película de terror para quien se encuentre en un proceso similar, en una divertidamente ácida crítica hacia el candidato y el imperio al que intenta entrar. El protagonista se va topando con su misma asfixia reflejada en todo aquel con quien comparte unas palabras, un universo de parados y futuros perdedores que conocen el problema, incluso lo lloran, pero no encuentran una solución más allá de la sorna defensiva. Duvert les sigue con la mirada, sin perder por ello un ápice de determinación en su obtuso plan, dando paso a una de esas películas inolvidables de la marca Costa-Gavras.
Arcadia tiene poco de idílico y mucho de pozo inundado de humor negro, de acciones a la espalda, de deslealtades sin consecuencia y de familia a la deriva, de una Francia donde estar acabado no impide mantener las apariencias, siendo las falsas expectativas una perfecta nube de humo donde esconderse y resurgir con mayor crueldad si cabe. Perfilada y tiznada por mil detalles que sobrecargan el humor de un tipo desgraciado, la película nos somete a una burda realidad de cuchillos afilados y superpotencias devoradoras al estilo de Cronos, que nos presentan la competitividad laboral como uno de los peores y más letales inventos de la humanidad.
Escrito: Cristina Ejarque
El doble (Richard Ayoade)
Sería muy fácil referirse a El doble apelando a su condición de distopía orwelliana con ecos a 1984. Pero eso es algo evidente, al menos en cuanto a planteamiento en su puesta en escena. Es imposible no ver al personaje de Jesse Eisenberg como un Winston Smith moderno, la oficina donde trabaja como parte del monstruoso engranaje de control del Ministerio de la Verdad o, incluso, con referencias paralelas entre el Coronel y el Gran Hermano y sus motivaciones de control absoluto de la población mediante propaganda y telepantallas.
Sí, todo eso existe en el film de Richard Ayoade, pero, más allá de esa denuncia del control, de lo totalitario y de la estupidificación de la masa a través de la rutina y el sometimiento burocrático, el director inglés se desplaza a terrenos más íntimos, hacia el impacto de todo ello en el individuo concreto, en sus sentimientos, paranoia y desamparo ante una maquinaria que actúa como un ente superior del que no hay escape.
Al fin y al cabo estamos ante una adaptación de Dostoievski, no de Orwell, solo que Ayoade lo traslada a un escenario más propio del escritor inglés buscando así, quizás, una aproximación cultural más cercana, con la que podamos sentirnos más identificados. Una adaptación que no solo habla de pesadillas burocráticas o de alienación y soledad, sino de cómo buscamos herramientas para huir no tanto del entorno, sino de buscar un alter ego que se sepa adptar mejor, que realice aquellas fantasías de ego que somos incapaces de llevar a cabo.
El triunfo en el mundo laboral, en las conquistas con las mujeres, en las relaciones sociales no son más que diferentes respuestas a la misma angustia: cómo escapar de la soledad, de no ser reconocido, de no ser absolutamente nadie. Eso es lo que Ayoade despliega en una película que, como decíamos, no vive solo de su puesta en escena sino que la desarrolla lejos de los tintes violentos de la distopía tiránica para convertirla en una sátira punzante. Así, lejos de la angustia que esta situación podría producir, nos encontramos con una película que se siente más cómoda en el terreno de la parábola, del shock por sorpresa que por lo claustrofóbico o lo terrorífico en el terreno de la degeneración de la persona a través de una enfermedad mental.
Quizás por ello, podemos encontrarnos reaccionando de forma hilarante ante situaciones más propensas al escalofrío. Algo que por un lado, dota de un aura refrescante al film, subvirtiendo las expectativas sobre ella y convirtiéndose en algo casi ejemplar en este terreno. Pero, en el otro lado, también produce un cierto efecto de dispersión, de, una vez implantadas las bases temáticas y el tono, no tener muy claro hacia dónde vamos ni qué se quiere explicar exactamente. Quizás ahí está la clave de El doble, en ser capaz de abrir un montón de puertas e invitarnos a entrar en ellas, a reflexionar sobre lo visto. Algo que, desde luego, resulta estimulante y, al mismo tiempo, y de forma un tanto indefinible acaba por ser algo molesto. Como si, ni que sea involuntariamente, el propio film conviviera con dos almas dejando al espectador decidir cuál le conviene más.
Escrito: Àlex P. Lascort