Mods, segundo trabajo del francés Serge Bozon, es un objeto alienígena que puede causar tanta fascinación como rechazo. Mediometraje hermético y desconcertante, presenta un universo ficcional absolutamente intransferible, en el que se hermanan la comedia universitaria, el romance y el musical deconstruido, todo desde una óptica deliberadamente antirrealista, en la que el artificio y un humor privado inexplicablemente seductor (probablemente no te rías ni una sola vez, pero por dentro va echando raíces) constituyen sus principales fortalezas. Desde sus primeros compases, atendemos a una narración pautada con metrónomo y diseñada con frialdad cerebral y gestos, planos y tiempos medidos de forma milimétrica. Esta renuncia al naturalismo y su afán de experimentación pueden remitir al primer Godard y a la ‹Nouvelle vague› en general (ahí están los insertos musicales rompiendo y sublimando la narración, algo con lo que también coqueteó el Hal Hartley de Simple Men), aunque posiblemente tenga más puntos en común con la obra de ese orfebre de la comedia de laboratorio que es Wes Anderson; su humor ‹sui generis› y su obsesiva atención a la simetría y a la búsqueda del orden dentro del plano así parecen atestiguarlo. De igual modo, también hay similitudes con Damiselas en apuros, otra comedia universitaria (aunque posterior) que no se parecía a ninguna otra comedia universitaria que hubiera visto antes. Pero creo que, en su modestia (a todos los niveles: la obra es escueta en duración, reparto, localizaciones y presupuesto), Mods alcanza niveles de extrañamiento y desafío más profundos que las obras antes citadas.
Quizás porque se trata de una cinta primeriza y rodada con un equipo pequeño, se permite unos niveles de libertad infrecuentes dentro del medio. Aborda, con un grado importante de misterio y de ángulos muertos de significación y sentido, temas como el amor o las relaciones familiares, pero desde una perspectiva tan personal (coqueteando con lo indescifrable) que roza lo suicida, y con una pátina de ironía y de humor absurdo que recubre cada segundo de metraje, del primero al último. Lo insólito de todo esto es que, yendo tan a contracorriente (en primer lugar, de las expectativas del propio espectador, que puede acabar muy frustrado si se percibe incapaz de entrar en su juego), Mods funcione. Cuesta unos minutos acoplarse a sus ritmos, a sus ironías, a sus personajes extraterrestres y a su frialdad general, pero llega un punto en el que estás dentro, dejándote permear por la extraña sensibilidad de Bozon (y de Axelle Ropert, artífice del guion) y por su concepción melancólica del amor y de la vida. Y eso dice mucho del talento de sus responsables y de la capacidad de sugestión de una película en teoría pequeña, pero que al acabar te deja en un estado de zozobra y desconcierto difíciles de explicar, lo cual no deja de ser gratificante.
Desconozco cómo será el resto de la filmografía de Bozon, autor al que recién descubro con esta película, pero incluso en el caso de que haya domesticado su estilo para adaptarse a las corrientes de la industria de su país (que no sé si es el caso), nos habrá dejado al menos esta miniatura leve y anómala, que incluso en sus momentos más irritantes sigue resultando fascinante de contemplar, y cuyo despliegue narrativo, lleno de retruécanos, repeticiones, secretos y ambigüedades, configura un mundo propio en el que no debería correr la vida ni el aire (tanto artificio, en otras manos, asfixiaría cualquier atisbo de verdad o emoción), pero que aquí cristaliza en una ficción extrañamente conmovedora, capaz de dejar un poso indefinible en el espectador y de constituirse, a la postre, en una inapelable película de culto, perla escondida para ‹connoisseurs› de la comedia más heterodoxa. Una cinta, por resumirlo de algún modo, que no recomendaría a casi ninguno de mis conocidos, pero que al mismo tiempo recomiendo a todo el mundo.