¿Cómo interpelar a tan magna figura como la que abarca la vida de Séneca en un formato como el cine? Pues como una ópera rock pasada por el tamiz de lo teatral. Nadie canta, es cierto, pero sí ocurre que todos sus personajes dan el cante gracias a elaborados diálogos inspirados en la prosa del autor, una que no conoce los límites entre la representación de sus más reproducidas obras (belicosas, políticas y sangrientas) y la exposición de sus pensamientos, mientras contemplamos algunos de los más reseñables pasajes de su vida.
Robert Schwentke convierte lo que podría ser una tediosa reproducción de la existencia y milagros de Séneca en un festival de ideas visuales y narrativas que eleva el avance del tiempo sobre una persona concreta en una tragicomedia llena de dobleces e inspiradas insinuaciones. Este Séneca, que se alimenta del saber hacer de John Malkovich, capaz de declamar tan elaboradas líneas de guion con una convincente y elegante voz, sabe llevar al personaje desde lo erudito a lo repulsivo, pasando por una amalgama de expresiones propias de cualquier magnate de la antigua Roma.
Ya es chocante su inicio, donde avanzando en la historia para aproximarse a la faceta de Séneca más apropiada para la película, vemos a un filósofo y su pupilo, una versión de Nerón fofa y aniñada, digna de un caprichoso futuro mandatario en un espacio propio de un teatro en medio de un desierto luminoso, bien cargado de cartón-piedra y con elementos ajenos a la época como unas gafas de sol (aunque el Emperador fue de los primeros en usar lentes) o una guitarra eléctrica. A través de una voz en off que viene y va, nos encontramos con pasajes concretos de la vida de Séneca, en todo momento relacionados con el tirano Nerón, presentado siempre como un ser inestable, amigo de los excesos y con poco miramiento a la hora de matar a quien le hastiaba. Una caricatura que prácticamente se podría decir que el director trata con cariño, como a un animalito. Estos pasajes no se marcaban tanto por los acontecimientos que se expresan a vuela pluma como por las obras que iba escribiendo el protagonista, que van tomando fuerza en el avance de un film un tanto imprevisible.
Así nos prestamos a contemplar el proceso creativo, que en la película se transforma en una especie de performance a tiempo real. Conocemos a la vez la obra teatral, las impresiones de los espectadores —alta alcurnia romana invitada por el propio Séneca—, y a su vez la elevada crítica sobre el orden establecido del autor, que también se atreve a explicar sus intenciones, rodeando un escenario abierto, prácticamente inexistente como una parábola entre el cine y la teatralidad de sus escritos. Todo mantiene esa intención elitista y burlesca, donde siempre rompe la rigurosidad de la propia Historia para convertirlo en el gran monólogo de Séneca, como si de algún modo quisieran forzar el pensamiento de que un filósofo tenía que ser, en vida, muy cansino y sus allegados muy “petardos”, donde no podía faltar Geraldine Chaplin, quien compite duramente durante las réplicas a Malkovich.
Todo suma hasta llegar a un prolongado final, con el que se visualiza ampliamente aquel agónico destino de Séneca en sus últimas horas de vida. Gran parte de la película queda vinculada a ese momento anunciado, Nerón pidiendo la cabeza del hombre que tanto le molestaba, y aunque en otras representaciones hay un respeto magnánimo por su forma de morir, Schwentke se apodera de lo histriónico, teatral y fílmicamente hablando, para dar salida al gran personaje. No se vislumbra por ningún lado el respeto de obras pictóricas como La muerte de Séneca de Jacques-Louis David. Aquí todo queda más impostado, rozando el arrastre de la meritocracia de un hombre que ve su vida truncada por caprichos del destino.
Séneca es una de esas películas que se alimenta de la festividad y el impacto por encima del personaje, que utiliza una celebridad del pasado para ironizar sobre el ‹star system› actual y sobre la huella que queda plasmada, por mucho que se empeñe una persona en ser impolutamente venerado. La Historia se repite, da igual cuándo leamos estas palabras, por lo que Schwentke se preocupa en adornarla y reinterpretarla bajo su propio interés. De todos modos en la Historia tampoco existen los intocables.