Huevo (Yumurta) es la primera entrega de la célebre trilogía de Yusuf formada por Huevo, Leche y Miel. Las tres películas, a través de un viaje regresivo, narran la historia de Yusuf para, como diría William Wordsworth —en su oda a la inmortalidad—, volver a la hora del esplendor en la hierba. Este, el esplendor en la hierba, como así le sucede al protagonista, resulta ser la incapacidad de quienes sueñan con regresar al pasado; no tanto por la distancia de las huellas, sino por la ceguera que deslumbra desde los atisbos de la memoria. Huevo es una película hiriente, pero que, a través de su movimiento, como un meandro que anuncia un cambio de paisaje y, por lo tanto, de perspectiva, nos ofrece frente a la acritud de los finales, la suave caricia de los principios.
Yusuf vive en Estambul, es propietario de una pequeña librería en el centro de la ciudad y, en su esparcimiento, escribe poesía. La vuelta a los orígenes del protagonista, como es costumbre, nace a través de una llamada que anuncia la muerte del mismo; cerrando el círculo y abriéndose, junto al desconcierto, el tiempo de la flor del naranjo y el trigo verde. Yusuf, tras dar sepultura a su madre, decide pasar unos días en el pueblo, arrullado en la cama de su infancia, recuperarse —despidiéndose de los lugares que lo definen— y regresar, nuevamente, a su puesto en la capital. Sin embargo, como si la vida quisiera disculparse por su razón de ser, aparece la mirada de Ayla para, a través de su mano, poco a poco y sin apenas darse cuenta, como el vaivén de las estaciones, comprender que el andar puede hacerse con la misma dulzor de antaño. El amor de Yusuf por Ayla es tardío y pausado, pero acaba por aparecer de la forma valiosa posible, sin ataduras ni singularidades, con el misticismo de lo cotidiano y el paso humilde de los días.
La película, desde la propia historia hasta la construcción de la puesta en escena, como es habitual en la filmografía del director, resulta memorable. La capacidad narrativa mediante el uso de elementos mínimos —sin opulencias ni ornamentaciones— permite la contemplación de la obra desde el lenguaje del alma, acercándonos comedidamente a la silenciosa historia de amor. La escritura de la película es sutil, narrando los hechos sustanciales por medio de las elipsis y recordando al fundamental aforismo de Robert Bresson «asegurarse de haber agotado todo lo que se comunica por medio de la inmovilidad y el silencio».
Yusuf, al final de la película, dejando atrás la noche y sus fantasmas, se sienta junto a Ayla para almorzar en silencio. La imagen es austera, pero llena de harmonía, no hay diálogo ni tampoco música —ni falta que hace— solo el uno frente al otro, comiendo un poco de pan con té de canela y levantando, tímidamente, la vista para, sin hablar ni pronunciar palabra, decirse todo aquello a lo que el hombre puede aspirar.