¿Es necesario que todo movimiento colectivo esté representado por un líder fuerte si quiere triunfar en sus reivindicaciones? Si atendemos a muchos momentos clave de la historia, comprobaremos cómo la gran mayoría de revoluciones y manifestaciones multitudinarias que han acabado triunfando se situaban al amparo de una figura carismática que conducía al resto de sus compañeros a alzarse con el triunfo. En el fondo, casi todos necesitamos de alguien nos guíe, primero para avisar sobre lo que está mal y se debe corregir y segundo para despojarnos del miedo a luchar por nuestros derechos. En este sentido, no hay que irse muy lejos en el tiempo para encontrar una de las últimas grandes demandas colectivas de esa clase en el mundo occidental: el Movimiento por los Derechos Civiles de Estados Unidos, que tenía como base acabar con la segregación racial en el país y avanzar en la consecución de derechos para los ciudadanos de raza negra. Un movimiento que se extendió aproximadamente desde mediados de los años 50 hasta 1968, año en el que murió el líder con mayúsculas de tal lucha: el pastor Martin Luther King, sin duda uno de los personajes más conocidos del pasado Siglo XX y que ve su figura representada en la película Selma, dirigida y escrita por la cineasta Ava DuVernay.
La película nos sitúa ya con King como líder indiscutible del movimiento, cuyas peticiones de revisar el derecho a voto para los ciudadanos afroamericanos se habían encontrado con el escepticismo del entonces Presidente Lyndon B. Johnson. Por ello, King y sus allegados organizaron una serie de marchas pacíficas en el Estado de Alabama, entre las localidades de Selma y Montgomery, con el objetivo de que la sociedad tomase conciencia de la injusticia que se estaba cometiendo con una gran parte de sus conciudadanos y el poder político se viese así obligado a ceder. Obviamente no es spoiler decir que el camino hacia el éxito no estuvo exento de derramamientos de sangre inocente, pero que al final imperó la lógica y las demandas de King fueron atendidas. DuVernay refleja todo este período a lo largo de 123 minutos en una película seria, bien presentada formalmente y a la que algún altibajo no impide considerarla como una pieza histórica muy interesante.
En toda película que intente reflejar biográficamente a algún personaje histórico es imperativo, más incluso que en otros géneros, acertar con el reparto si se quiere transmitir fuerza y credibilidad a la obra. En Selma, el elegido para encarnar a King ha sido David Oyelowo, un actor que hasta el momento sólo había gozado de pequeños papeles en cintas de corte más o menos similar (Lincoln, El mayordomo, El último rey de Escocia…) pero que no echa en falta algo más de experiencia a la hora de ponerse bajo la piel de tamaño personaje. Efectivamente, Oyelowo posee una fuerza en su voz e imperturbabilidad en su rostro inusitadas, que hace que por momentos creamos estar viendo al verdadero Luther King en uno de sus discursos, con todo su ímpetu arrastrando a miles de seguidores. Una interpretación a la altura de lo que merecía la pena esperar.
Sin embargo, lo poderoso de su actuación choca frontalmente con la escasa profundización que desde el guión se le da a su personaje. Suena paradójico en un primer momento, pero el motivo de ello es que en realidad no estamos ante un biopic al uso. En efecto, el verdadero protagonista de la película es el movimiento en sí, las reivindicaciones, las marchas de Selma a Montgomery para ser exactos. Es difícil despersonalizar todo esto de la figura de King, y por eso al personaje se le concede una importancia capital dentro de la obra, pero sólo desde el punto de vista sociopolítico y como conductor de una empresa aún mayor. Hay muy pocas miradas hacia su vida personal, a cómo era él en las distancias cortas, a sus virtudes y a sus defectos como ser humano. Casi todo lo que vemos, por tanto, responde al King como figura política, un hombre de convicciones profundas, incorruptible y que no cejará en su empeño de ver cumplido su objetivo.
Esta circunstancia puede provocar que a mucha gente le sea difícil disociar el mensaje de la obra con el carácter cinematográfico de la misma. Y puede que tengan razón, habida cuenta de que con Selma es complicado vibrar en la butaca o emocionarnos con lo que se cuenta a menos que estemos implicadísimos con su mensaje (o que esperemos a los créditos finales con el soberbio tema Glory, ganador del Oscar), por mucho que éste venga presentado de una manera impecable, cuidada hasta el extremo y que puede presumir de explicar en dos horas escasas un período de la historia cuyas connotaciones históricas, raciales y sociales abarcan muchísimo tiempo, tanto que todavía hoy se sigue luchando por ello. Este es el verdadero baluarte de Selma, el que le empuja a valorar positivamente su visionado y en el que su frialdad a la hora de contar la historia no es más que una muestra de respeto hacia todos los que estuvieron (y están) implicados en la misma.