Por experiencia, los españoles ya nos conocemos prácticamente al dedillo las reacciones políticas y sociales a la noticia de un caso de corrupción. Sin embargo, solo los allegados de los fatales protagonistas de tal hecho sabían lo que significaba que un familiar o conocido fuese imputado (o investigado) por una causa de este estilo. Ahora, Víctor García León quiere acercarnos a esa esfera a través de Selfie, una curiosa comedia rodada en un estilo cercano al documental y en la que un ministro es acusado de varios delitos que conforman una verdadera trama de corrupción. Pero el protagonista de la película es el hijo de ese ministro, un joven llamado Bosco cuya vida da un rotundo giro al revelarse las corruptelas de su progenitor. De repente, el fastuoso entorno de buenrollismo y postureo que rodeaba su día a día se cae como un castillo de naipes: sus colegas dejan de hablarle, sus parientes huyen despavoridos a otro lugar lejos del foco mediático, es desahuciado de su propia casa, le echan del Máster que estaba empezando a cursar… En definitiva, una abrupta caída social y económica que le llevará por caminos que hasta entonces jamás creía posible recorrer.
En Selfie, una de las cosas que menos sorprenden a los que estamos al otro lado de la pantalla es el retrato que García León realiza de los personajes que pululan por la cinta. Bosco es un tipo de buenos estudios y mejor cuenta corriente, pero que ignora muchos aspectos de la vida y apenas sabe discutir de temas sociales si no es disparando tópicos. En cierta manera, parece encajar en el prototipo del “cuñadismo”, un término horrible bajo el que se encuadra a la gente que quiere aparentar ser más que lo que sus burdas opiniones reflejan. Acabará conociendo a Ramón, un tipo que alquila habitaciones de su piso a gente desfavorecida, acude a manifestaciones en pro de los derechos sociales y asegura estar preparando unas oposiciones. Se encuadraría cerca de otro de esos vocablos de reciente uso como es el de perroflauta, adjetivo muy utilizado tras el 15-M por aquellos ideológicamente opuestos a este movimiento. Son dos ejemplos de unas representaciones tan estereotipadas como fidedignas, y que nos llevan a preguntarnos si los españoles somos así realmente o si el film apuesta por llegar al humor a través de la exageración.
Otra de las cuestiones que define a Selfie es su indefinición a la hora de establecer lo que pretende con estos 85 minutos de película. Una circunstancia que se agradece en el sentido de que lleva implícita una ausencia de moralina que hace que la obra no resulte tendenciosa. Ninguno de los dos lados socio-políticos que se reflejan en Selfie resulta beneficiado por la representación que de ellos se efectúa. En todo caso, si un aspecto intenta reflejar la cinta es lo catetos que en muchas ocasiones podemos ser los españoles y lo maltrecho que está este país tanto en el sentido económico y laboral como en el ideológico. Sin embargo, este es un mensaje algo sencillo y repetitivo para una película cuyo hábil e inteligente planteamiento invitaba a alcanzar mayores cotas.
Al menos, Selfie está lejos de fracasar en otra de sus bazas: la comedia. Sin ser un humor elaborado y pese a caer en ocasiones en el chascarrillo, García León ni pretende ser políticamente correcto ni tampoco inundar de humor cada fotograma hasta pervertir la parte realista del film, lo que otorga varias escenas en las que es fácil esbozar una sonrisa quizá no tanto por la propia acción que vemos en pantalla sino porque sabemos que esta podría perfectamente suceder en la vida real. En cierta manera, este hecho nos vuelve a remitir a la principal pregunta que se desprende del visionado de Selfie: ¿ficción o realidad?