Suzanne Lindon presentaba en esta edición del D’A su primer largometraje, Seize printemps, que ya había gozado de una notable visibilidad festivalera, precedida por su etiqueta Cannes 2020 —en sección oficial, en un festival que jamás se celebró— y por su participación en el New Directors del Zinemaldia. Después de adjudicarse el premio de la crítica del D’A 2021, veamos las bondades del film de esta jovencísima debutante.
Quizá lo que más sorprende en esta ópera primera es la madurez de la que hace gala la directora de 20 años, que empezó a escribir el guión de la película a los 15 en forma de diario, en el que recogía un muestrario de sus insatisfacciones, temores e ilusiones en ese tránsito siempre desconcertante hacia la edad adulta. Los limitados (aunque correctos desde un punto de vista formal) elementos de que se sirve para dar forma a su historia no son demérito de una obra que regala ciertos detalles de interés.
Lindon, que dirige e interpreta al personaje principal de la película, juega con numerosas referencias que refuerzan la condición intertextual de su debut, que van desde el À nos amours (1983) de Pialat hasta los ‹erastés› y ‹erómenos› de la Grecia antigua, convertidos aquí en pieza teatral protagonizada en ambos formatos (también en el fílmico, pues su protagonista podría ser tachado por su inclinación erótica hacia una menor) por Arnaud Valois, que quizá recordéis por su presencia en 120 battements par minute.
El film de la joven cineasta retrata el tedio vital de Suzanne, una adolescente de 16 años que ni entiende a sus iguales ni tiene gran interés a comprenderlos. En medio de ese tenebrismo cotidiano, un halo de luz parece empezar a dar sentido a todo. Es Raphaël, un joven actor teatral de 35 años que está instalado en un mismo tedio, en un ‹horror vacui› vital que no hace más que crecer con cada nuevo pase de la obra de teatro que están representando. En la pieza se trata la figura del ‹erastés›, que en la Grecia antigua era un hombre adulto que estaba comprometido con un adolescente. Y esta, en cierta manera, es la historia que desarrolla Lindon, un cuento de amor puro igualmente naïf como alejado de juicios morales.
No hay que esperar en Seize printemps un alarde de detalles o innovaciones formales o narrativas —de hecho, dado su marcado carácter autobiográfico, al que la directora hace mención constantemente en sus entrevistas, se entrevé una suerte de disculpa por ello en el personaje del director artístico de la obra de teatro, que argumenta que la aparente sencillez del decorado no implica que su construcción sea sencilla—. No es hasta el final del primer tercio de metraje que la narración pierde complejos y empieza a mostrar detalles diferenciales (hasta entonces es poco más que una recopilación de lugares comunes).
Cuando la obra coquetea con el musical es cuando parece que alza el vuelo, con pequeñas píldoras en las que predomina la expresión corporal como medio para retratar la ilusión del primer enamoramiento o el desencanto de su final. Estas escenas —aunque puedan entenderse como una relectura de los mejores momentos de la carrera de Carax, en los que con un corte inesperado se inicia una bella coreografía— proyectan un soplo de aire fresco a un espectador que quizá hubiera perdido el interés en el hilo de la historia.
El cierre de Seize printemps es la mejor forma de comprender que el debut de Lindon es, ante todo, un film brutalmente honesto, que jamás pretende ser más de lo que es y que juega sus cartas con una corrección reseñable. Su apuesta por la sencillez y la liviandad conforman —al menos para servidor— los puntos flacos y fuertes de una opera prima que posiblemente no pase a los anales de la historia, pero que sí supondrá un visionado de agradable y efímero recuerdo. Como el de ese momento en el que una bella flor brota con esplendor en primavera y está condenada a marchitarse.