El embrujo de Granada
Unas ráfagas de viento calientes, densas y, en última instancia, liberadoras, que conforman las raíces culturales de un pueblo entero y que, por ello, provocan en las personas una serie de sentimientos tan lejanos y contradictorios como finalmente cercanos y reconfortantes, eso es lo que filma de forma más que admirable Rocío Mesa en Secaderos, cinta que participó en la pasada edición del festival de San Sebastián.
La película cuenta dos historias paralelas que suceden en la Vega de Granada. Por un lado, una niña (Vera Centenera) va a visitar durante las vacaciones de verano a sus abuelos, que acaban de vender el secadero de tabaco en el que habían trabajado durante muchos años; los días quemados jugando libre en la calle con los demás niños, la frescura vital que aporta el contacto con la naturaleza y las primeras desilusiones se suceden así por la pantalla dando forma al ecosistema creado por la mirada de la pequeña. Por el otro, una adolescente (Ada Mar Lupiañez) descontenta con su vida en el pueblo, por considerarla represiva y asfixiante, se rebela constantemente contra sus padres, poseedores de un secadero de tabaco, a los que, de forma casi obligada, tiene que ayudar tanto en su trabajo en el campo como con los cuidados de su hermana pequeña. Un monstruo que vaga llorando por la muerte de la naturaleza a manos de la urbanización conecta ambas historias y tiñe la obra con un aura de realismo mágico.
“Sobre el monte pelado
un calvario.
Agua clara
y olivos centenarios.
Por las callejas
hombres embozados,
y en las torres
veletas girando.
Eternamente
girando.
¡Oh, pueblo perdido,
en la Andalucía del llanto!”.
En estos versos de su Poema del cante jondo, Federico García Lorca rasga las cuerdas de su pluma para retratar esa atmósfera hermosamente trágica de su tierra natal que tanta fascinación le produjo a lo largo de toda su vida. Algo parecido hace Rocío Mesa en Secaderos. La cineasta granadina ofrece un retrato de la Andalucía rural en el que la cámara se acerca a las distintas voces del entorno con cariño y verosimilitud, sin ofrecer juicios morales ni condenar las acciones de los protagonistas, al mismo tiempo que capta, además de la belleza natural del paisaje y de sus gentes, los problemas y dificultades a los que se enfrentan en su día a día. No hay, por tanto, una idealización ni una mirada condescendiente con los personajes y su entorno.
La desconexión que sienten las protagonistas con sus respectivas familias —causada por la incomunicación y la inmadurez— está relacionada con el vínculo que tienen con la Vega de Granada: mientras que la niña pequeña encuentra su jardín edénico en el pueblo de sus abuelos, en sus campos salpicados de sol y juegos, que su madre abandonó para dedicarse al dibujo en un Madrid gris y rutinario, el personaje interpretado por Ada Mar Lupiañez imagina su futuro lejos de la vida rural a la que sus padres están inexorablemente atados por culpa de las deudas, pinta en su imaginación un futuro en el que la nieve y la libertad comparten techo, se baña en el alcohol y el sexo de la noche como forma de rebelión. Así, hasta llegar a un final en el que la naturaleza antropomorfizada ejerce de sacerdotisa en una ceremonia en la que el entorno, la familia, las ansias y los miedos de las protagonistas comulgan de forma tan emotiva como brillante.
Por detrás, temas como la brecha que se abre entre las distintas generaciones que trabajan el campo, la forma en la que la urbanización masificada de los entornos naturales —siempre con fines estrictamente económicos— destruye, a través de la homogeneización, las diferentes culturas que cohabitan en Andalucía en particular y en España en general, o las expectativas convertidas en humo de los jóvenes discurren por la pantalla con la claridad y la sutileza de las películas viscerales, de las grandes películas viscerales.
El estricto realismo de la puesta en escena se ve interrumpido por momentos en los que la magia y la abstracción se dan la mano para colocar la película en un lugar completamente distinto, pero no por ello menos emocionante, dando pie a pequeños oasis de fantasía en los que el monstruo mencionado al principio —perfectamente conseguido gracias a efectos prácticos—, su mirada profundamente irreal y, por ello, complejamente humana, se clava en el corazón del espectador con una fuerza inapelable. Mención especial para las debutantes Vera Centenera y Ada Mar Lupiañez, que se comen la pantalla con la energía propia de su juventud.
Para el final queda la sensación de haber sido golpeado por una ráfaga de viento tan lejano como reconfortante, por la raíz de una cultura cálida y liberadora que embruja con su encanto. ¡Oh pueblo perdido en la Andalucía del llanto!