Sebastian (Mikko Makela)

Es una constante en las escuelas de cine la insistencia por hacer que sus alumnos hablen de lo que conocen, que experimenten la ficción a través de sus propias vivencias, lo que nos ha llevado (al menos en el cine español) a una oleada de óperas primas que básicamente ensalzan el ideario de las ‹coming of age›. Salto a hablar de una película sobre la prostitución como fuente de inspiración. Sebastian es lo nuevo de Mikko Makela, director que no comenzó precisamente con una historia de adolescentes adentrándose en el mundo de los adultos, ni implica esta necesariamente que haya jugueteado con la idea de introducirse en primera persona en el mundo de los ‹scorts› masculinos, pero si de una cosa abusa la narrativa de este film es de la necesidad de su protagonista de vivir la experiencia para poder plasmarla en el papel, algo ajeno a lo que le recomiendan sus mentores, algo que nace en secreto del jovencito confuso.

Esto parece alimentar ese ideal de coquetear con la creatividad a través de lo conocido, de la exigencia de ser rompedor y exclusivo cuando tu experiencia vital es mínima, la exclusividad que da la marca ‹enfant terrible› cuando le han puesto la misma etiqueta a centenares de hombres antes que a ti. Eso implica la visión de Sebastian, escondida dentro de una historia convencional con visos de atrevimiento y choque iconoclasta que no terminan de atraparnos en sus luces y sombras.

Max es un escritor novel, que ha conocido efímeramente la gloria con premios y relatos cortos y que quiere dar salida a un nuevo enfoque a partir de su primera novela. Se le exige originalidad desde el punto de vista de ser un autor ‹queer› extremadamente joven y de aspecto atractivo que puede vender más por imagen que por talento. Dentro de esa crítica a la nueva escena literaria londinense se esconde otro foco, el del autoconocimiento de Max a través de su alter ego Sebastian, pseudónimo escogido para adentrarse en el mundo de la prostitución de lujo con el fin de recabar datos para su nueva ficción. Aquí nace el engaño y también el sentido del film, al rebuscar en las dobleces del joven de aspecto inocente que se engaña a sí mismo extrapolando sus experiencias explícitas en literatura pomposa. Pasamos por todas las fases en esta nueva labor: la curiosidad, la efusividad, la negación y la aceptación para concebir ese despertar tanto en la madurez como en la comprensión del mundo que va enarbolando Max. Hay una parte interesante, casi anecdótica, en la que Max está preparando una futura entrevista a Bret Easton Ellis, por ser ambos escritores de tendencia ‹queer›, con lo que pareciera que Makela quisiera referenciar la mismísima Lunar Park, biografía ficticia del autor estadounidense, cuando el joven protagonista del film está en pleno proceso de crear una ficción autobiográfica pero, como otros tantos enfoques, en algún momento queda el tema aparcado.

Peca Sebastian de lo mismo que critica al exponer escenas crudas y gráficas de sexo con clientes de todo tipo, siempre adinerados, combinadas con momentos de reflexión íntima donde modifica esos encuentros para adaptarlos al gusto del lector, en este caso su editora. El director busca la aceptación en cierto modo, quiere diferenciarse y con ello lograr la alabanza frente a su trabajo. Hace mucho el rostro de Ruaridh Mollica, un chico que maneja bien las expresiones de candidez, timidez y sensualidad, que tiene algo de atractivo juvenil y despreocupado que tan bien queda en pantalla —realmente podría pasar como protagonista de una peli de Xavier Dolan, otro que ha visto su nombre acompañado de la coletilla ‹enfant terrible›—, pero tampoco irradia su personaje en sí un carisma capaz de mantener nuestro interés. Pronto se entienden todos los misterios sobre los que todavía debe reflexionar el protagonista y simplemente queda esperar que él mismo se dé cuenta de sus limitaciones y sus temores, y sea capaz de enfrentarlos. Quizá sí hay un punto de inflexión que ofrece cierta fantasía cuando, al ser tan consecuente con su evolución como ‹scort›, la realidad que está narrando en la novela deja de interesarle a sus editores, insinuando que la historia debe ir más en una dirección u otra, sin ser conscientes de la veracidad de sus palabras, algo que él intenta defender sin destapar su “gran” secreto. Pero es un paso más a la cordura, a la sensatez y en cierto modo al éxito personal donde, esta vez sí, se puede hablar de lo que conoce porque se empeña en experimentarlo y utilizarlo para ficcionar la cotidianidad, sin reflexiones, solo con pequeños placeres aderezados de mentiras influyentes que nos intentan seducir sin éxito. Max, en su imperfección, se ve atrapado en los clichés, siendo el protagonista de una película que ofrece exactamente lo que se espera de ella, olvidándose de su propia crítica al comprometerse con la moda, con la belleza efímera, con la reseña novedosa a pie de cartel, algo que no es malo, pero tampoco liberador.

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