El estreno esta semana en España de la cinta chilena Una mujer fantástica supone una espléndida oportunidad para destacar a uno de esos autores que están empujando e internacionalizando el cine iberoamericano en general y el chileno en particular. Tras debutar en la dirección en solitario hace más de diez años con la extraña y kafkiana La sagrada familia (multipremiada ópera prima que lanzaba con mucho acierto una crítica en contra de la burguesía presa de sus fobias y miserias empleando no pocos guiños que recordaban tanto a Luis Buñuel como sobre todo a Raúl Ruiz), Lelio ha seguido una línea muy coherente y honesta con sus pretensiones artísticas haciendo hincapié en dos aspectos destacados: por un lado radiografiar un personaje o personajes principales que batallan en continua pelea por desembarazarse de las cadenas que los impiden ser plenamente libres y por otro apostar por una puesta en escena muy directa y realista, potenciando la improvisación a través de conversaciones cotidianas que parecen estar dialogadas por el vecino de la mesa de enfrente así como un estilo que bebe del lenguaje predominante del cine social latinoamericano a través de un manejo de cámara que prefiere el movimiento a la pausa.
En este sentido se revela El año del tigre, cinta que ocupa un lugar de transición entre sus primeras obras y su consagración definitiva con la magnífica Gloria. También uno de sus trabajos peor valorados, hecho injusto en mi opinión. Sí, nos hallamos ante un film áspero y que destaca por su retrato del vacío y de la total pérdida de valores impulsados por esas sociedades occidentales que se miran perpetuamente a su ombligo sin levantar en ningún momento la vista para ejercer la auto-crítica o reflexión. Liderado por pocos personajes, que para quemar más leña en el fuego se observan como terriblemente desagradables y mezquinos. Difícil de simpatizar con ellos por tanto. Una película que deja poco hueco para la esperanza. Que refleja esa anarquía caótica que envuelve todos nuestros actos, especialmente cuando nuestra existencia corre serio peligro.
La trama se sitúa en el año 2010, ejercicio en el que Chile sufrió uno de los golpes más duros de su historia reciente: el devastador terremoto y tsunami que se llevó por delante la vida de más de 500 personas. En el arranque se nos presentará a Manuel, un preso poco hablador (del que desconocemos el motivo por el cual ha sido encerrado en prisión) mientras charla unos minutos y hace el amor con su pareja durante el cotidiano transcurso de una visita penitenciaria. Sin emitir detalles acerca del pasado de Manuel, Lelio romperá la línea habitual del típico drama carcelario con la acometida del terremoto, punto que será aprovechado por los convictos sobrevivientes para escapar con dirección no del todo conocida. Si bien Manuel decidirá acudir a su hogar, una pequeña choza ubicada cerca de la costa, descubriendo que los efectos del seísmo han acabado con su familia.
A partir de este momento la película avanzará en paralelo con el éxodo llevado a cabo por el protagonista. Una odisea caminada a lo largo de parajes destrozados, hostiles, deshabitados e inhóspitos. Carentes de presencia humana. Tan solo como peculiar símbolo libertario se advertirá la presencia de un tigre que también ha superado su encarcelamiento en el zoo de la ciudad y que parece corretear los mismos escenarios que nuestro protagonista. Una lucha del hombre (y del tigre) contra la naturaleza que claudicará en el momento en el que Manuel se encuentre con un ermitaño capataz sin nombre con el que establecerá una inquietante relación de dependencia y sumisión que lo obligará a tomar una decisión drástica.
Con estos escasos mimbres (fundados en la persecución cámara en mano con claras connotaciones documentales de un ser atormentado que una vez que se topa con la tan ansiada libertad tomará conciencia que la misma en realidad se eleva como una quimera que se ríe de los pobres diablos que aún creen en ella), Sebastián Lelio supo moldear una película incómoda, libre de ataduras clásicas y valiente. Difícil de digerir igualmente. Trazada con un pincel abstracto y retorcido. Silenciosa. Dejando que el sonido de la naturaleza empape los sentidos del espectador. Minimizando al ser humano a su tono más primitivo como un simple habitante de esas cavernas que servían de amparo ante el miedo exterior. Caligrafiando un universo en el que no queda sitio para la fe. Donde no existe ni Dios ni perdón. En el que la catástrofe que da pie al guión es una mera excusa para aproximarse a otros temas asimismo turbadores. Como esa falta de piedad persistente en el hombre, siempre más preocupado por sí mismo que por el bienestar del colectivo. También ese halo despiadado de un entorno hostil en el que la existencia se reduce a la más mínima de sus expresiones. Y esa amoralidad que destroza nuestra convivencia y paz en virtud de intereses no siempre claros, pero invariablemente egoístas.
Cabe destacar el impactante rodaje en los propios restos y escombros consecuencia del terremoto. Lelio se desplazó a los lugares donde se produjo el cataclismo mostrando sin ningún tipo de disfraz ni artificio la destrucción física de edificios y parajes naturales. También la soberbia interpretación efectuada por Luis Dubó quien sin ningún tipo de problemas soportará sobre sus hombros todo el peso de la narración apareciendo en todas y cada una de las escenas que componen el todo de El año del tigre, transformándose de este modo en una especie de Ulises embarcado en su peculiar odisea a través de bosques, arroyos, ríos y depresiones de terreno que irán afectando su carácter. Aterrizando finalmente en una isla perdida morada por entes aturdidos que servirá para firmar uno de esos desenlaces terroríficos y clarividentes que nos confirma la eterna esclavitud que estruja a nuestros semejantes desde tiempos inmemoriales, pero también en la era contemporánea. Sin duda una película muy interesante que no deja a nadie indiferente y que merece bastante la pena volver a descubrir, pasados ya seis años desde su estreno.
Todo modo de amor al cine.