Historia, mitología, poesía y redención son los cuatro ases del director filipino a la hora de presentar su obra de una manera tan personal e impresionante. En Ang panahon ng halimaw, se añade —no de forma totalmente novedosa, pero sí capital en su cine— la música como medio narrativo al contrario de lo que se advierte de manera totalmente errónea. Porque éste film no es un musical ni una ópera —el propio director la ha definido como “antimusical”—. “Simplemente”, se dota a la palabra de una melodía para expresar un sentimiento de manera más potente. Y hay que decir que el resultado es muy interesante, pues no solo amplia el espectro de la narrativa, sino que adhiere características interlineares a la propia interpretación de la cinta. Nótense las diferencias entre los cantares de las milicias (vagos, medidos y repetitivos) y los de la gente llana (evocadores, melancólicos y muy variados) que de manera subconsciente ya nos los definen.
El relato, como siempre en el cine de Diaz, se sitúa en Filipinas en un periodo de desasosiego —esta vez los años setenta bajo la Ley Marcial de Ferdinand Marcos— donde los demonios campan a sus anchas y se dejan ver por los bosques o en cultos pseudo-religiosos, mientras los miembros de la milicia idean un plan que sembrará la duda y convertirá las verdades en mentiras y viceversa. Con “fantasmas, vampiros y búhos” se cambia el rumbo de la Historia, un ardid con rasgos abiertamente paganos, propio de los regímenes fascistas de la Alemania nazi y la Italia del Duce. Mezclado también con un ateísmo, que rivaliza con el comunista, el cual crea a su vez una nueva figura —un nuevo y falso Dios— a la que adorar. Narciso, se convierte en una acertada caricatura de lo que viene siendo el totalitarismo moderno; ininteligible en su verborreico discurso y, como Jano el dios romano, diprósopo. Su cabeza contiene dos rostros y al parecer, el que está de más, es el del propio Ferdinand Marcos, aunque hay quién lo asimila al del actual presidente, Rodrigo Duterte.
Como en un cuento cantado, dónde la fantasía se mezcla con el dolor y la pena, se van sucediendo una serie de acontecimientos que esconden un cierto simbolismo al margen de su estética entre realista y soñada. No debemos olvidar que, a pesar del trasfondo bastante mitológico del cine de Diaz, en la superficie, sus personajes son abierta y principalmente católicos y que para él Dios es la fe en la vida, en las personas y en el cine. De modo que una lectura cristiana no es nada descabellada y más aun teniendo en cuenta el hecho de que la melodía más sonada es una repetición del tritono del diablo, que resalta el carácter pagano de los miembros de la milicia, los cuales además utilizan un veneno para obligar a la médico a cometer actos impuros —nada menos que en grupo y más tarde con otra mujer—.
Del pecado pasamos a la reconstrucción de la memoria y las manipulaciones políticas para con la Historia, que desencadenan una “resistencia” dispersa, encabezada por un poeta deprimido que poco a poco recupera la fe hasta su redención —más o menos trágica—; una bruja que ulula por las noches cuál búho y que puede representar esa parte perdida de la cultura mítica filipina; y un sacerdote angustiado por la ceguera del populacho. Ellos son los que intentan despertar la mencionada “infancia de la patria”, haciendo referencia a la vuelta a un origen antaño conocido, que es, al parecer, puro y que tanto ansía descubrir el cineasta. Mediante sus canciones, se irán viendo cambios en las actitudes, tanto de los propios personajes como del público expectante y se acabará por proponer el autosacrificio y la redención como solución espiritual frente al problema social.
El “alma de Filipinas” es un misterio que engendra una búsqueda para recuperar eso que se ha perdido en el tiempo. Lo que intentan ocultar los de espíritu corrupto allí y en el resto de países, da igual lo que hayan sido. Pues en un mundo postmoderno, progresista y mercantilizado, no deja de ser curioso que el antiguo Imperio y la antigua Colonia ahora tengan los mismos problemas respecto a la memoria histórica y nacional y en ambos se tergiversen los hechos. ¿No será que el nuevo y perfecto sistema globalista y en apariencia, democrático, ha llevado a las naciones a un punto en las que todas son igual de mediocres e idiotas?