Sean Baker… a examen (II)

Hay pocos directores que practiquen un cine social tan personal y tan poco maniqueo y sermoneador como Sean Baker; un cine que pone el foco de atención en los más vulnerables (prostitutas, transexuales, inmigrantes, clase proletaria en general) pero sin la tentación del paternalismo, al revés, presentando a sus personajes con una mirada compasiva y comprensiva que no rehúye también peliagudas zonas de sombra (recordemos al protagonista de Red Rocket), que no nos hurta, en definitiva, esos vicios y defectos que empañan toda existencia. El cine de Sean Baker es comprometido y duro, pero también luminoso y divertido, sórdido cuando se requiere, pero extrañamente bello y de una calidez humana conmovedora. Ahora que ha afianzado su estilo y está en el momento más dulce de su carrera (con Anora, su última creación, llevándose el máximo galardón en el pasado festival de Cannes), conviene echar la vista atrás para disfrutar de sus primeros trabajos y darse cuenta de que ese interés por llevar al público los problemas de gente al margen del sistema, sobreviviendo como puede a los estragos de una sociedad capitalista que atenta contra su vida y su dignidad, siempre ha sido su principal preocupación, el motor que ha movido y mueve su obra.

Take Out es, pues, cine político y social de primer orden, en el que Sean Baker bebe de las influencias habituales (el ‹cinéma vérité›, el neorrealismo, Cassavetes…), para narrar, en un estilo semidocumental, la odisea de un joven inmigrante ilegal, repartidor de comida china, que debe reunir una gran suma de dinero en un solo día para saldar la deuda que ha contraído con un peligroso prestamista. A diferencia de su cine posterior, la película está exenta de humor: es árida, estresante, probablemente difícil de digerir para un espectador acostumbrado a narraciones más convencionales, ya que basa su estrategia en la reiteración: nuestro protagonista encadena repartos, uno tras otro, con un impacto mínimo de la ficción en el relato, lo que, por otra parte, ayuda a potenciar esa sensación de urgencia y de agotamiento que aplastan al personaje, haciendo que ese día extenuante en bici sea igualmente extenuante para el espectador, testigo de cómo agota su tiempo arañando propinas en una Nueva York lluviosa, nocturna, inhóspita, que la cámara de Baker captura con un pulso nervioso y una atención al detalle que lo revela como auténtico poeta de espacios lumpen y marginales.

Codirigida por Shih-Ching Tsou, su habitual productora desde entonces, es probable que se considere una obra menor dentro de su cada vez más nutrida y potente filmografía, pero su carácter revulsivo, sin concesiones de ningún tipo, la hacen sin duda valiosa. Sobre todo porque ofrece una mirada desnuda, descarnada, a aquellas víctimas del Sueño Americano que el cine de Hollywood rara vez se atreve a filmar, y por hacerlo sin tremendismos, sin cargar las tintas, llenando la pantalla de una sensación de realismo apabullante (ambientes, diálogos e interpretaciones de su desconocido reparto se rigen por un naturalismo sin fisuras), en la que surge la luz entre tanta oscuridad al comprender y defender que solo la solidaridad y la conciencia de clase nos permiten mantenernos a salvo en un mundo que es esencialmente hostil. Esta historia dramática de precariedad y supervivencia, sin apenas trama ni argumento, casi un documental en tiempo real sobre el día a día de un inmigrante ilegal en USA, con su montaje cortante y su cámara intuitiva pegada a los rostros de sus personajes, y sin un ápice de sentimentalismo, logra su objetivo: meterse bajo tu piel y dejarte anímica y moralmente tocado. Porque, una vez que hemos asistido a esa otra realidad a la que usualmente no prestamos atención, resulta muy difícil permanecer indiferentes.

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