Sin ser premeditado quizás no hay mejor momento que este para una propuesta como Sea Fever. Porque aunque es evidente que estamos ante una variante del subgénero de monstruo marino no lo es menos que, detrás de todos los clichés de este tipo de films, se esconde un estudio sobre la naturaleza del ser humano que nos remite sin lugar a dudas a la situación pandémica actual.
Y es que el monstruo de Sea Fever propuesto por Neasa Hardiman se aleja de la mutación gigantesca depredadora habitual por una suerte de elemento patógeno cuya infección, combinada con el encierro claustrofóbico en espacio abierto, genera una situación donde se pone de manifiesto de que pasta está hecho el ser humano.
Es muy fácil identificar las actitudes de los protagonistas con lo que estamos viendo a diario debido al COVID-19: una lucha entre el egoísmo individual frente al sacrificio por el bien común. En cierto modo, algo que podría haber pasado en pantalla por lugar común genérico acaba por convertirse en el elemento más espeluznante del film. Ni que sea por lo fácil que es retratar la naturaleza humana.
Más allá de esta “feliz” coincidencia, Sea Fever puede ser considerada como una película correcta, innovadora en cuanto a su concepción vírica del subgénero, pero que difícilmente escapa a esa sensación de producto visto cientos de veces antes. Cierto es que hay una preocupación evidente por trazar arcos dramáticos creíbles para su reparto coral creando un dibujo psicológico que justifique de forma coherente sus actuaciones posteriores. El problema viene dado cuando esto es en detrimento de lo que se supone que el film debiera ser, una cinta de terror.
Y es que, dejando de lado lo tardío de la explosión terrorífica, ésta tampoco es demasiado escalofriante. Los eventos se suceden de forma bien estructurada, tanto que no hay espacio para el susto o para la sorpresa. Casi con la eficiencia de un teleprompter de un telediario. Es por ello que, a pesar de la multitud de ideas interesantes que se proponen todas ellas acaban siendo ahogadas por una frialdad ejecutiva a la que le falta algo de arrojo, algo de locura en su despliegue argumental.
Así, debates al respecto del ecologismo, la religiosidad frente a la ciencia o el sacrificio colectivo frente al sálvese quien pueda individual acaban pasando de puntillas, como si de lo que se tratara es de ponerlo ahí porque es exigencia del guion y lo importante fuera avanzar para ajustarse a su metraje. ¿El resultado de todo ello? Una ausencia de tensión dramática que impide cualquier atisbo de empatía por lo que les pueda suceder a sus protagonistas.
No hay que desdeñar el oficio de Hardiman en su debut cinematográfico, pero la sensación es que aun habiendo hecho los deberes y haberse aprendido todo lo que hay que saber del género solo lo ha hecho para cubrir el expediente, sin ánimo de ir más allá y profundizar más en los comentarios sociológicos que plantea. Una película pues que se mueve entre el interés aparente y el ligero bostezo del ‹copycat› impersonal de género.